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COLUMNA

Columna invitada

Historias de la antigüedad cristiana

Te comparto, quierido lector, cinco historias de la antigüedad cristiana, todas ellas, llenas de una gran sabiduría para la vida.

7 septiembre, 2020
1. Juan Taulero (1300-1361), el Doctor Iluminado, como lo llaman, contó una vez la siguiente historia: Había una vez un hombre que no hacía otra cosa más que quejarse de sus desgracias. -¡Miren –exclamaba- si seré desgraciado! Hace poco tenía un sombrero y el aire se lo llevó. También tenía una hermosa capa que, mientras dormía en el monte, alguien me robó. Igualmente tenía un bastón que, a causa del frío, tuve que echar a la lumbre para calentarme un poco. Lo único que me quedaba era una alforja con un poco de pan y un poco de queso que, al caer al río, la corriente me arrebató. ¡Oh Dios, qué pobre soy! Nada tengo ya, nada me ha quedado de todo lo que tenía sino este par de manos para matar mi sed en los arroyos. Y les pregunto, señores: ¿conocen ustedes a alguien más pobre que yo? Entonces, uno que lo escuchaba con atención le respondió así: -Yo, hermano, yo soy más pobre que tú. El hombre se le quedó viendo: era Cristo en persona vestido con sayal de peregrino. -Tú –siguió diciendo el Señor-, si quieres, puedes coger agua con las manos. Pues bien, yo ni eso puedo, pues las mías han sido traspasadas. Después de aquel día, el hombre no volvió a quejarse nunca más de su pobreza. Otro artículo del P. Juan Jesús Priego: El manto de Elías 2. Se cuenta en los Dichos de los Padres del desierto que una vez un joven monje, curioso e inexperto, fue a hacerle a Abbá Moisés una visita para exponerle una cuestión y, de paso, formularle una pregunta: -Padre mío –le dijo-: ya sé cómo se puede pecar con las manos, y cómo se puede pecar con los ojos. También sé cuándo peca uno con la boca y cuándo con las orejas. Todo esto lo sé muy bien y me guardo mucho de ofender a Dios con las manos, con los ojos, con la boca y con las orejas. Pero, dime, te lo ruego: ¿cómo peca uno con la nariz? Respondió el anciano: -Metiéndola donde no te llaman. 3. Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vio un día que Abbá Antonio (es decir, San Antonio Abad) tomaba un ligero descanso en compañía de los hermanos, y se escandalizó no poco. ¿Un monje holgazaneando? ¿Dónde se había visto? Y ni tardo ni perezoso lanzó contra el anciano muchas recriminaciones, todas ellas ásperas y cargadas de malicia. El anciano lo escuchó con paciencia, pero, deseando mostrar al cazador que era necesario a veces condescender con los hermanos, le dijo: -Pon una flecha en tu arco y estíralo. El hombre lo estiró. -Estíralo aún más -pidió Abbá Antonio. Le respondió el cazador: -Si lo estiro más de la cuenta, se romperá el arco. Le dijo entonces Abbá Antonio: -Pues así también es la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la cuenta, se romperán pronto. Es preciso, pues, de vez en cuando, destensar el arco y condescender con las necesidades de los hermanos descansando un poco. Oyó estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los hermanos regresaron también muy fortalecidos a sus hogares (Dichos de los Padres del desierto, 13). Otro artículo del P. Juan Jesús Priego: Apología de la familia 4. Cuenta Juan Casiano en el libro de las Instituciones monásticas (V, 24) que hubo una vez en Egipto un monje que, cuando llegaban visitas al monasterio, rompía el ayuno con bastante facilidad. En cierta ocasión, quien llegó al monasterio fue el mismo Juan Casiano, y es él quien reproduce en su libro el diálogo que sostuvo en la mesa con aquel santo varón de Dios: -¿Por qué, padre mío, dejas de ayunar cuando un forastero como yo toca a las puertas de esta casa de penitencia y rigor? Respondió el anciano esbozando una sonrisa: -El ayuno está siempre conmigo, pero vosotros no estaréis siempre en mi compañía, sino que en breve tendréis que despediros. Además el ayuno, por útil y necesario que sea, constituye en realidad una obligación espontánea, en tanto que es una necesidad de precepto cumplir con los deberes que la caridad impone. Recibiendo a Cristo en vosotros, tengo el deber ineludible de recrearle en vuestra persona. Cuando os hayáis marchado, tendré ocasión para resarcir, con un ayuno más riguroso, las concesiones que he debido hacerme al ofreceros hospitalidad en nombre de Jesucristo. Recordad: no ayunan los amigos del Esposo cuando éste está presente, pero cuando se haya ido entonces sí ayunarán… Juan Casiano guardó silencio y ya no hizo más preguntas. 5. “Unos ancianos fueron a ver a Abbá Pomen, y le dijeron: -Dinos, padre: cuando veamos a los hermanos dormitando durante el sagrado oficio, ¿los debemos pellizcar para que se despierten? El anciano les contestó así: -Si yo viera a un hermano durmiéndose, pondría su cabeza en mis rodillas y lo dejaría descansar.   *El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe. ¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775

1. Juan Taulero (1300-1361), el Doctor Iluminado, como lo llaman, contó una vez la siguiente historia:

Había una vez un hombre que no hacía otra cosa más que quejarse de sus desgracias.
-¡Miren –exclamaba- si seré desgraciado! Hace poco tenía un sombrero y el aire se lo llevó. También tenía una hermosa capa que, mientras dormía en el monte, alguien me robó. Igualmente tenía un bastón que, a causa del frío, tuve que echar a la lumbre para calentarme un poco. Lo único que me quedaba era una alforja con un poco de pan y un poco de queso que, al caer al río, la corriente me arrebató. ¡Oh Dios, qué pobre soy! Nada tengo ya, nada me ha quedado de todo lo que tenía sino este par de manos para matar mi sed en los arroyos. Y les pregunto, señores: ¿conocen ustedes a alguien más pobre que yo?
Entonces, uno que lo escuchaba con atención le respondió así:

-Yo, hermano, yo soy más pobre que tú.

El hombre se le quedó viendo: era Cristo en persona vestido con sayal de peregrino.

-Tú –siguió diciendo el Señor-, si quieres, puedes coger agua con las manos. Pues bien, yo ni eso puedo, pues las mías han sido traspasadas.

Después de aquel día, el hombre no volvió a quejarse nunca más de su pobreza.

Otro artículo del P. Juan Jesús Priego: El manto de Elías

2. Se cuenta en los Dichos de los Padres del desierto que una vez un joven monje, curioso e inexperto, fue a hacerle a Abbá Moisés una visita para exponerle una cuestión y, de paso, formularle una pregunta:

-Padre mío –le dijo-: ya sé cómo se puede pecar con las manos, y cómo se puede pecar con los ojos. También sé cuándo peca uno con la boca y cuándo con las orejas. Todo esto lo sé muy bien y me guardo mucho de ofender a Dios con las manos, con los ojos, con la boca y con las orejas. Pero, dime, te lo ruego: ¿cómo peca uno con la nariz?

Respondió el anciano:

-Metiéndola donde no te llaman.

3. Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vio un día que Abbá Antonio (es decir, San Antonio Abad) tomaba un ligero descanso en compañía de los hermanos, y se escandalizó no poco. ¿Un monje holgazaneando? ¿Dónde se había visto? Y ni tardo ni perezoso lanzó contra el anciano muchas recriminaciones, todas ellas ásperas y cargadas de malicia. El anciano lo escuchó con paciencia, pero, deseando mostrar al cazador que era necesario a veces condescender con los hermanos, le dijo:

-Pon una flecha en tu arco y estíralo.

El hombre lo estiró.

-Estíralo aún más -pidió Abbá Antonio.

Le respondió el cazador:

-Si lo estiro más de la cuenta, se romperá el arco.



Le dijo entonces Abbá Antonio:

-Pues así también es la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la cuenta, se romperán pronto. Es preciso, pues, de vez en cuando, destensar el arco y condescender con las necesidades de los hermanos descansando un poco.

Oyó estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los hermanos regresaron también muy fortalecidos a sus hogares (Dichos de los Padres del desierto, 13).

Otro artículo del P. Juan Jesús Priego: Apología de la familia

4. Cuenta Juan Casiano en el libro de las Instituciones monásticas (V, 24) que hubo una vez en Egipto un monje que, cuando llegaban visitas al monasterio, rompía el ayuno con bastante facilidad. En cierta ocasión, quien llegó al monasterio fue el mismo Juan Casiano, y es él quien reproduce en su libro el diálogo que sostuvo en la mesa con aquel santo varón de Dios:

-¿Por qué, padre mío, dejas de ayunar cuando un forastero como yo toca a las puertas de esta casa de penitencia y rigor?

Respondió el anciano esbozando una sonrisa:

-El ayuno está siempre conmigo, pero vosotros no estaréis siempre en mi compañía, sino que en breve tendréis que despediros. Además el ayuno, por útil y necesario que sea, constituye en realidad una obligación espontánea, en tanto que es una necesidad de precepto cumplir con los deberes que la caridad impone. Recibiendo a Cristo en vosotros, tengo el deber ineludible de recrearle en vuestra persona. Cuando os hayáis marchado, tendré ocasión para resarcir, con un ayuno más riguroso, las concesiones que he debido hacerme al ofreceros hospitalidad en nombre de Jesucristo. Recordad: no ayunan los amigos del Esposo cuando éste está presente, pero cuando se haya ido entonces sí ayunarán…

Juan Casiano guardó silencio y ya no hizo más preguntas.

5. “Unos ancianos fueron a ver a Abbá Pomen, y le dijeron:
-Dinos, padre: cuando veamos a los hermanos dormitando durante el sagrado oficio, ¿los debemos pellizcar para que se despierten?

El anciano les contestó así:

-Si yo viera a un hermano durmiéndose, pondría su cabeza en mis rodillas y lo dejaría descansar.

 

*El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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