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Homilía del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

“Yo, en cambio, con mis obras te demostraré mi fe” (St. 2:18) En la segunda lectura, el Apóstol Santiago habla sobre el tema fundamental de la coherencia de vida, y particularmente sobre la relación entre lo que creemos -la fe-, y lo que hacemos -nuestras conducta-. La fe, dice el Apóstol, mientras no vaya en […]

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  • “Yo, en cambio, con mis obras te demostraré mi fe” (St. 2:18)

En la segunda lectura, el Apóstol Santiago habla sobre el tema fundamental de la coherencia de vida, y particularmente sobre la relación entre lo que creemos -la fe-, y lo que hacemos -nuestras conducta-. La fe, dice el Apóstol, mientras no vaya en coherencia con nuestra conducta, no está viva, se apaga, se muere.

Por otra parte, las obras no son las que nos justifican, ni las debemos buscar para mérito; las obras tienen que ser consecuencia de la fe. Pero es grande nuestra limitación humana, y mayor nuestra fragilidad. Todos los discípulos de Cristo, como insistentemente nos lo recuerda el Papa Francisco, reconocemos que fallamos, que somos pecadores, es nuestra condición.

Pero no estamos sumidos en esa condición sin remedio; todo lo contrario: Cristo ha venido para rescatarnos y darnos la capacidad de coherencia entre la fe y la conducta, entre lo que creemos y lo que hacemos. Por eso, lo primero que hace Jesús en su ministerio, en su predicación del Reino, es llamar a otros consigo. Jesús no se manifiesta como un hombre súper poderoso que puede resolver todos los problemas, sino que va a dar a cada uno la posibilidad de que uno mismo y en comunidad desarrolle su misión.

A la pregunta de Jesús: “¿Ya me conoces, ya sabes quién soy?, Pedro le responde acertadamente: “Tú eres el Mesías, Señor; Tú eres el Hijo de Dios” (Lc 9,18-24). Cristo es la piedra fundamental descargada en Pedro para que sus sucesores, a lo largo de la historia, nos conduzcan, nos enseñen cómo podemos ayudarnos de la mediación y ofrenda que Él ha hecho, y tengamos una fe viva, que es la misión de Jesús y para lo que se ha encarnado.

Por eso es tan importante conocer los Evangelios, acercarnos a ellos, pues solamente así podremos conocer a Jesús. Ésta es una dimensión del camino que debemos recorrer: un discípulo de Cristo es de Cristo, pero debe serlo conociendo a Cristo. Este conocimiento, sin embargo, muchas veces puede quedarse en conceptos, en teoría, si sólo nos quedamos en esta dimensión del conocimiento de los Evangelios. Tenemos que acompañarla con una segunda dimensión en nuestro itinerario para el discipulado de Cristo.

Esa segunda dimensión se llama: espiritualidad. Es decir, compartir la vida, a través de la oración, en mi comunidad, en mi familia, en el grupo de cristianos que nos reunimos, en el grupo de los que hacemos un apostolado particular; compartir nuestra fe, lo que leemos en los Evangelios, reflexionándolo e iluminándolo con lo que hacemos.

Ese ir y venir de nuestra reflexión, de nuestro compartir, debemos ponerlo en manos de Jesús. Él nos dará, entonces, el Espíritu Santo, para que nuestro propio espíritu se fortalezca, para que nosotros tengamos esta capacidad de superar nuestras limitaciones humanas, estas reacciones que, dependiendo de nuestro temperamento, a veces explotan en nuestra relación con los demás e impiden que nuestra conducta refleje lo que creemos en la fe: que somos hermanos, que estamos llamados por Dios para ser sus hijos, que debemos formar una comunidad fraterna, solidaria, subsidiaria; que estamos llamados a ser familia de Dios para, el día de nuestra muerte, incorporarnos a la vida eterna, para participar en plenitud de la naturaleza divina del amor.



El camino de la espiritualidad, por tanto, no debe ser intimista; es decir, “Dios y yo”; sino que tiene que ser una expresión de relación humana con quienes me rodean, con mis prójimos. Por ello, la Iglesia como institución, a fin de ayudar a los cristianos en su caminar, tiene tantas obras sociales: Pastoral Penitenciaria; Pastoral de la Movilidad Humana, para migrantes; pastoral para quienes son violentados en su dignidad humana; para quienes tienen hambre; para quienes están en condiciones de enfermedad. Estas obras sociales permiten descubrir nuestra propia vocación, en la que podamos expresar nuestra solidaridad y nuestra subsidiariedad como hermanos de una misma familia.

El ir haciendo en nuestra conducta esta unión: lectura del Evangelio y relaciones con los demás, tratando de detectar las necesidades en nuestro entorno, nos hará fuertes y nos permitirá superar la limitación, la fragilidad humana y el pecado. Y podremos, como lo dice el profeta Isaías, hacer cosas que solamente un hombre con un espíritu fuerte puede ofrecer, que cuando nos agredan con violencia, cuando se cometa una injusticia en nuestras personas, podamos presentarnos con plena dignidad, pero no respondiendo con violencia, sino como dice el texto: “El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras, yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás; ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba; no aparté mi rostro de los insultos y salivazos, porque el Señor me ayuda” (Isaías 50:5-7).

Lo que nos parece increíble hacer, es posible cuando nuestro espíritu se ha unido al Espíritu de Dios; así surgen en la Iglesia los santos, los mártires. Son extremos heroicos, sí, pero deben motivar nuestra vida en esta cotidianidad, donde podemos empezar con mayor facilidad.

Si queremos una mejor patria, un mejor México, está en nuestras manos, depende de que seamos auténticos discípulos de Cristo, y que hagamos de nuestra fe el fundamento de una sociedad solidaria, fraterna y subsidiaria. ¡Que así sea!

+Cardenal Carlos Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México





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