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Homilía Domingo de la Santísima Trinidad

“Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28,19).     Este domingo de la Santísima Trinidad la liturgia propone esta Solemnidad como una síntesis de nuestro recorrido durante el tiempo Cuaresmal y Pascual, en donde vivimos y meditamos la […]

“Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos

en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28,19).

 

 

Este domingo de la Santísima Trinidad la liturgia propone esta Solemnidad como una síntesis de nuestro recorrido durante el tiempo Cuaresmal y Pascual, en donde vivimos y meditamos la entrega de Jesús hasta su Pasión, Muerte y Resurrección, y luego todas las enseñanzas y orientaciones para que continuemos, como Iglesia, su misión en el mundo.

 

La Santísima Trinidad es el misterio revelado que jamás imaginó hombre alguno sobre la naturaleza divina. Muchas religiones, a lo largo de la historia de la humanidad, pensaron que debía existir un ser superior que había creado el Universo, pero jamás imaginaron que ese Dios era una trinidad de personas. Solamente lo hemos sabido por Jesucristo; Él es quien ha revelado el misterio de la vida y de la naturaleza divina, del Dios verdadero.

 

Nosotros siempre tenemos la tentación de imaginar a Dios, y lo hacemos a partir de nuestras necesidades, de nuestras situaciones, para recurrir a alguien, que es poderoso y recibir su ayuda; pero Dios, el verdadero Dios revelado por Jesucristo, sobrepasa toda consideración de nuestra imaginación. Porque no es simplemente este enunciado de ser tres personas y un solo Dios, sino que los tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo, quisieron crearnos para ser como ellos. Por eso recibimos la vida, para ser como ellos.

 

Es tanta nuestra limitación para entender el proyecto divino, que se nos hace inalcanzable, se nos hace imposible. ¿Cómo yo, creatura, tan limitada, puedo ser como ellos? Pero estoy creado –según ha dicho el Señor Jesús– para intimar y participar de esa vida de Dios. Por eso es importante recordar que la vida divina es el amor, el amor gratuito, el amor que no necesita correspondencia para seguir amando, y por eso, vemos y experimentamos que Dios siempre nos ha amado.

 

Cuando Jesús resucitado, antes de partir al Padre, les dice a sus discípulos: “Vayan,  pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28,19), indica la misión de prolongar su presencia en el mundo, y de ayudar a entender, comprender, y vivir el misterio de la vida divina entre nosotros.

 

“Hagan discípulos”; es decir, el discipulado no es individual, se desarrolla en comunidad. “Y bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Bautismo es para corresponder al proyecto de Dios. Y en el momento del Bautismo, Jesús nos presenta al Padre para que nos conceda su Espíritu, y poder así vivir como hijos de Dios; como hijos, en plural.

 

Aquí es donde comprendemos lo maravilloso del proyecto de Dios sobre el Matrimonio y la creación de seres sexuados para la fecundidad, en vista del amor divino. En este proyecto de Dios se realiza el primer aprendizaje del amor: el esposo y la esposa que se corresponden en el amor y tienen a sus hijos, a esos hijos que los amarán siempre, independientemente de si les corresponden o no a ese amor, y tendrán siempre paciencia para esperar los momentos indicados de su correspondencia al amor.

 

El Matrimonio es la cuna del amor, y es la primera coordenada para que logremos la comunidad de discípulos. Por eso, desde el Papa San Juan Pablo II le llamamos a la familia: Iglesia doméstica. Y la segunda coordenada es la Iglesia misma, que también está llamada a ser expresión del amor gratuito, del amor testigo de Dios.

 

¿Cómo se realiza eso, tanto en la familia como en la Iglesia? Se realiza como dice el apóstol san Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 8, 14-17): “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom. 8,14). Hay que aprender a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios. Y todavía dice más San Pablo: “No han recibido ustedes un espíritu de esclavos que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar ‘Abba’ a Dios” (Rom. 8,15).

 

El discipulado cristiano –seguimiento de Jesús– es para aprender a corresponder al amor de Dios Padre, llamarlo Padre, confiar en Él, esperar en Él, y sobre todo, para ser libres. Estamos llamado a la libertad, no a la esclavitud, pero la libertad la tenemos que entender. No es para hacer lo que yo quiera, sino que es la capacidad de discernir entre el bien y el mal para asumir el bien. Ésa es la auténtica libertad, lo otro es libertinaje que nos hace esclavos. De ahí la importancia de dejarse conducir por el Espíritu de Dios, porque entonces caminaremos en y hacia la libertad de los hijos de Dios.

 

Por eso, hoy en este día de la Santísima Trinidad, debemos tomar conciencia de nuestra vocación. Estamos llamados a ser como Dios: expresión del amor gratuito; estamos llamados a dar testimonio, que Dios vive a través de nosotros cuando amamos de esta manera.

 

Hermanos, eso es lo que necesita nuestra sociedad. La familia está en crisis y la Iglesia necesita replantearse sus maneras de evangelizar, de anunciar a Dios, porque estamos viviendo contextos socioculturales que están siendo conducidos por ideologías que buscan más la aplicación de las mismas, que el bien del ser humano, como decía hace unos días el Papa Francisco.

 

Lo que nos tiene que mover siempre es buscar el bien del prójimo, y no simplemente aplicar lo que conceptualmente entendemos por una ideología. Nuestra conducta –guiada por el Espíritu de Dios– debe ser expresión del amor, por eso la importancia de aprender a elegir entre el bien y el mal, a discernir con la ayuda del Espíritu. A eso estamos llamados.

 

Si lo hacemos así, si vamos recuperando a la familia para que vuelva a ser sólida, digna, en donde se exprese el amor de Dios, y si recuperamos a la sociedad a través de nuestro testimonio, expresando nuestro interés por el otro, independientemente de su conducta y de lo que piense, volveremos a reconstruir y a fortalecer nuestro tejido social para que nuestro pueblo, como lo cantábamos en el Salmo, experimente que es el pueblo elegido por Dios, es el pueblo, al que mandó a María de Guadalupe para serlo uno, y para dar testimonio del amor de Dios en el mundo.

 

Pidámosle al Señor Jesús este día, que la Santísima Trinidad sea siempre nuestro modelo de vida, y que sea el Espíritu de Dios el que nos guíe. ¡Que así sea!

 

+ Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México