Un pintor mexicano en Asia

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Homilía del Domingo XV del Tiempo Ordinario.

“Ve, y profetiza a mi pueblo” (Am. 7,12-15)   El profeta Amós da testimonio de su elección para predicar en el nombre del Señor, para realizar la misión de profeta. Él –dice– no vengo de una genealogía de profetas, no soy hijo de profeta, sino campesino, cultivador de higos, pero el Señor me llamó, Él […]

“Ve, y profetiza a mi pueblo” (Am. 7,12-15)

 

El profeta Amós da testimonio de su elección para predicar en el nombre del Señor, para realizar la misión de profeta. Él –dice– no vengo de una genealogía de profetas, no soy hijo de profeta, sino campesino, cultivador de higos, pero el Señor me llamó, Él me eligió.

 

También, cada uno de nosotros, desde nuestra posición, estamos llamados a ser profetas, porque, en primer lugar, somos discípulos de Cristo, quien fue más que un profeta. Es decir, realizó la misión de profeta, pero con un añadido único, porque el profeta es el que transmite, en nombre de Dios, lo que Él quiere hacer con nosotros y a través de nosotros: la voluntad divina en nuestras vidas. Y eso fue lo que hizo Jesús: nos transmitió el plan que Dios tenía desde antiguo. Afirma San Pablo en la Segunda lectura: desde antes de la creación del mundo, Él ya tenía un proyecto para nosotros (Ef. 1,4). Y Jesús lo transmitió. Pero además de haberlo transmitido, Él mismo –siendo hijo de Dios– hizo presente a Dios en el mundo.

 

Nosotros, también, no sólo como discípulos de Cristo, sino por el Bautismo –como lo explica San Pablo– estamos compartiendo la naturaleza divina. Por el Bautismo hemos sido adoptados como hijos de Dios, y en consecuencia, se nos transmite esta condición de ser Hijos de Dios, como Jesús.

 

Así podemos leer, de la Segunda Lectura, que Dios, nuestro Padre, nos eligió en Cristo, y determinó que fuéramos sus hijos para que alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado (Ef. 1,5-6).

 

Por eso conviene recordar las tres dimensiones fundamentales del profeta: denunciar, anunciar y dar testimonio con la propia vida.

 

¿Cómo denunciamos?, ¿denunciamos con una simple crítica que viene de un enojo, o denunciamos como lo hizo Jesús? Es decir, empezando con la corrección fraterna, ayudándole al prójimo (sea mi hermano, mis padres, mis sobrinos, mis vecinos, mis compañeros de trabajo o de oficio), indicándoles de manera oportuna cuando, en su conducta, veo que están equivocando el camino que Dios quiere para ellos. Esa es la actitud fraterna que debe caracterizar la denuncia como profeta.

 

Sin embargo la denuncia tiene que ir acompañada con la segunda dimensión: el anuncio. Tenemos que indicar qué hacer, no solamente decirle al otro que va mal, sino que se fije en sus actitudes y que las corrija. Pero, ¿cómo corregir? Viene entonces la segunda dimensión que consiste en señalar el camino. ¿Y cómo podemos hacerlo? Precisamente aquí debemos volver a la relación de Maestro-discípulos, para manifestar a Dios: ¿Qué quiere Dios de ti?

En la Segunda Lectura nuevamente encontramos que somos llamados por Cristo a conocer el misterio de su voluntad, de la voluntad de Dios Padre (Ef. 1,9). Éste es el plan que había proyectado realizar con Cristo. Y con Cristo –dice San Pablo– somos herederos también nosotros (Ef. 1,14). Estamos destinados para que fuéramos esta alabanza continua de su gloria, y por ello, hemos sido marcados por el Espíritu Santo prometido, que es la garantía de nuestra herencia.

 

De manera que, para el anuncio, necesitamos aprender a discernir lo que el Espíritu de Dios nos indica mediante nuestra inquietud, en nuestro corazón, en la intimidad. Por eso son tan recomendables los momentos de silencio y de interiorización de cada uno de nosotros en algún momento del día. ¿Qué se mueve en mi corazón? Debemos descubrir aquello que es para el bien de los demás, de los que están cerca de mí, y descubrir qué es lo que el Señor me indica en los Evangelios o en la enseñanza aprendida de ellos a través de la tradición de la Iglesia. ¿Qué se mueve en mí? Porque es la forma en que nos ponemos en comunión con el Espíritu Santo, que ha sido derramado en cada uno de nosotros por el Bautismo y por el sacramento de la Confirmación.

 

Ahí nace esa indicación o señalamiento de lo que debemos hacer en favor de nuestro prójimo; pero no conforme a mi ideología, sino a la voluntad de Dios Padre. Y esto tiene que ir acompañado del propio testimonio, con mi propia vida, con mi propio ejemplo; tenemos que indicar la forma de cómo vivir las enseñanzas de Jesucristo.

 

Por eso, el Evangelio de hoy nos indica algunas de ellas: tenemos que ir a buscar al otro, tocar a sus puertas, entrar y compartir con ellos, buscando, como dice el evangelista Marcos (Mc. 6,12), la conversión del corazón para estar siempre en relación con Dios nuestro Padre. Segundo, tratando de sacar el mal que haya en el ambiente familiar, laboral o social. Eso es expulsar los demonios. Y tercero –dice el Evangelio (6,13)– cuidando, orando, acompañando a los enfermos. Ese es el testimonio que hoy nos indica el Evangelio.

 

Pero ese testimonio puede ampliarse. Hay momentos de gran tensión donde otros sufren –a veces personal o a veces social– y entonces nos debemos unir en oración y solidaridad cristiana.

 

Por eso, los invito, particularmente en este domingo, en esta nuestra Eucaristía, a pedir mucho por los católicos, cristianos y hombres de buena voluntad que, encabezados por sus Obispos, están teniendo una enorme y difícil tensión en nuestro hermano pueblo de Nicaragua. Pidamos por el señor cardenal Leopoldo Brenes, y por los demás obispos, para que puedan con su pueblo encontrar los caminos de justicia y de paz. ¡Que así sea!

 

+ Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México