El Espíritu Santo crea y sostiene la unidad
Como discípulos de Jesús, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, necesitamos esforzarnos seriamente por ser constructores de unidad.
Cada año, en la celebración de Pentecostés, recordamos cómo los apóstoles, reunidos en el cenáculo junto con la Virgen María, recibieron al Espíritu Santo, quien los fortaleció para dar un firme testimonio de Jesús. Así ellos, antes paralizados por el miedo y encerrados en el cenáculo para no afrontar las consecuencias de su fe, recibieron el vigor y la sabiduría para proclamar el Evangelio de Jesús.
Conviene que también nosotros, personal y comunitariamente, imploremos los dones del Espíritu Santo, para que ante los retos y proyectos, o bien ante las adversidades, no nos encerremos en nuestras dudas y temores, no nos quedemos paralizados por el pesimismo o por la sensación de ser víctimas de las circunstancias, sino que, con valor y confianza, busquemos caminos, soluciones y oportunidades, afrontando desde la fe cada aspecto y situación de nuestras vidas, en lo personal, familiar, eclesial y social, pues el Espíritu Santo abre, impulsa, reaviva.
Los hechos de los apóstoles refieren cómo, una vez que el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles, los judíos procedentes de muy diversos lugares, los escuchan hablar en su propia lengua las maravillas de Dios. Esto significa que el Espíritu Santo crea unidad, entendimiento, comunión y concordia; nunca división ni fractura de las relaciones de unos con otros, de las relaciones sociales o de las relaciones al interior de la Iglesia.
Este hecho ha de llevarnos a reconocer cuánta necesidad tenemos de fortalecer la concordia, la unidad y la reconciliación en los distintos ámbitos de nuestra vida: personal, familiar, social y eclesial y a reconocer también cuántas expresiones de odio, de resentimiento, de división y de enfrentamiento están destruyendo a nuestra sociedad y desgastando el tejido social.
Como discípulos de Jesús, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, necesitamos esforzarnos seriamente por ser constructores de unidad, de reconciliación y de paz en nuestras familias, en nuestro ambiente social y en nuestra Iglesia. Nada justifica la división, el enfrentamiento violento, la descalificación de unos hacia otros, la promoción del resentimiento e incluso del odio social. Divididos, confrontados, en guerra unos contra otros, no podemos construir una vida verdaderamente humana y, obviamente tampoco, contribuir al crecimiento del reino de Dios entre nosotros, ni de una Patria mejor.
A todos el Espíritu Santo nos ha regalado fortalezas, talentos, capacidades y posibilidades que hemos de poner al servicio de los demás, al servicio del bien común. La celebración de Pentecostés es un fuerte llamado a reconocer todo lo que Dios nos ha dado y con lo cual podemos aportar al bien de nuestras familias, de nuestra sociedad y de la Iglesia. Todos somos corresponsables del presente y de la preparación del futuro que deseamos heredar para las generaciones venideras.
El actual momento que vivimos como nación nos impele a ponernos en marcha, tomando decisiones discernidas y valientes en un momento histórico, sabiendo que con Jesús abordo de nuestra barca no podemos naufragar, pese a la ferocidad de las olas y de los vientos, y que el Espíritu Santo nos asiste para seguir navegando por los mares de la vida y de la historia, buscando activa y comprometidamente un México más humano, más justo, más solidario, en definitiva, un México en donde se haga cada vez más presente el Reino de Dios.
Para ello, pidamos al Espíritu Santo los dones de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
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¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!