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¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!
La resurrección del Señor es el vehículo de la verdadera y profunda paz. Foto: Cathipic

¡Cristo está vivo, ha resucitado! ¡El Señor ha vencido a la muerte! ¡El Señor vive y está entre nosotros! Éste es el motivo de nuestra alegría, esta es nuestra fe, esta es nuestra esperanza. Por eso siempre, pero en particular durante el tiempo pascual que estamos celebrando, cantamos y bendecimos a Dios, por eso para el cristiano no existe lugar para la desesperanza.

La misma noticia que el Ángel dio a María Magdalena, a María la madre de Santiago y a Salomé cuando lo buscaban muerto en el sepulcro: “No está aquí, ha resucitado”, es una buena noticia para nosotros. Por eso no debemos buscar a Cristo entre los muertos. Él vive y está junto a nosotros, más aún, por la gracia del bautismo está en nosotros, vive en nosotros. Y al estar con nosotros y en nosotros, comprende todas las vicisitudes de nuestro peregrinar terreno y nos acompaña; nos abraza cuando parece que la muerte se impone en nosotros.

Es verdad que el Señor murió. Pero el poder de Dios es más fuerte que la muerte y por eso Cristo ha resucitado, ¡está verdaderamente vivo!, presente en la historia humana, presente en la Iglesia, presente en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras calles, en nuestra ciudad.

Dios, autor de la vida, ha permitido la muerte de su Hijo, pero lo ha resucitado para manifestar con toda fuerza que hemos sido creados para vivir y no para morir.

 La pascua de resurrección es por excelencia la fiesta de la vida. Dios quiere que vivamos. Por eso nos ha dado a su Hijo, por eso ese Hijo ha muerto y ha resucitado, por eso nos ha asociado a la muerte y resurrección de su Hijo por medio del bautismo.

 En el bautismo Dios nos ha dado la vida nueva: nos ha recreado, nos ha transformado, nos ha hecho semejantes a Jesús y nos ha hecho participar de su propia vida.

La pascua, fiesta de luz y de gozo, ha de recordarnos que estamos llamados a vivir, pero a vivir en plenitud. ¡Estamos llamados a la vida! Nuestra verdadera vida está sólo en Dios, está sólo en el Resucitado.

Por eso durante la vigilia pascual hemos renovado nuestras promesas bautismales llevando cirios encendidos en las manos (como signos de que estamos llamados a la luz y a la vida), por eso nos alimentamos con la Eucaristía, porque sólo Dios es nuestra vida.

Celebrar la resurrección de Cristo es también celebrar la vida nueva que Dios mismo nos ha dado a través del bautismo. La pascua de resurrección es para nosotros ocasión de revalorar nuestro bautismo como participación en la vida del mismo Cristo.

 Pero la vida nueva no es sólo una enmienda de nuestra conducta y un mayor cuidado de nuestra vida moral, aunque ello es totalmente imprescindible. La vida nueva es transformación interior, luz del alma, participación en la vida del mismo Dios.

La vida nueva es el encuentro y la unión con una persona viva: ¡Jesucristo! Quizás nuestras relaciones interpersonales nos ayuden a entender esto último:



 Nuestra vida está tejida de relaciones con personas, muchas de ellas altamente significativas para nosotros. Todos podemos entender que la persona y la vida de alguien que amamos y que nos ama nos transforma hondamente. Pensemos en lo que sucede en nuestro interior cuando nos sentimos amados por alguien; pensemos en la alegría de las familias cuando nace un nuevo bebé; pensemos en lo felices que nos sentimos cuando las personas que queremos están a nuestro lado; pensemos en la fuerza interior que nos da la presencia y el cariño de quienes amamos. Así es Cristo, él nos transforma, nos llena de fuerza, de luz, de sentido, él hace nueva y juvenil nuestra vida, él embellece nuestra vida con su vida, con su presencia, con su amor.

 Todos anhelamos que nuestra vida sea cada vez más plena, más hermosa, más dichosa, más profunda. En Cristo muerto y resucitado está el Manantial de la vida. Sólo él puede hacer nuestra vida más bella y dichosa, sólo en él encontramos luz para nuestros pasos, sólo él le da sentido a lo que somos y a lo que hacemos, sólo en él ha de estar la meta de nuestras esperanzas.

 Por eso en la vigilia pascual hemos cantado: “Cristo, luz del mundo”. Y también hoy el sacerdote ha dicho, al bendecir el cirio pascual que Cristo es “principio y fin, Alfa y Omega, suyo es el tiempo y la eternidad”.

 Dejémonos alcanzar por la luz de Cristo, por la luz de “ese Lucero que no conoce ocaso, Jesucristo, el Señor, que volviendo del abismo brilla sereno para el linaje humano y vive y reina por los siglos de los siglos”.

Si acaso en nuestras vidas sentimos el peso de la oscuridad, del vacío, del sin sentido o de la muerte, no perdamos la esperanza: Cristo es nuestra luz, Cristo es nuestra paz, Cristo es nuestra victoria. Él, el Resucitado, es capaz de disipar todas nuestras oscuridades, él es capaz de salvarnos y de hacer nueva nuestra vida.

 Que la certeza jubilosa de la resurrección y la renovación de nuestras promesas bautismales nos llenen de un gozo tal que, como María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé, también nosotros compartamos con los demás la alegría de que Cristo está vivo y hagamos patente que vale la pena seguirlo. No nos quedemos esta alegría sólo para nosotros mismos. Anunciemos a Cristo, compartamos con otros la alegría de la pascua, testifiquemos con nuestra propia vida que Cristo está vivo y que, con su vida, hace más hermosa y más noble nuestra vida.

¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza es obispo auxiliar de la Arquidiócesis de México.





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