Monólogo de un árbol
Tengo plantado aquí, en este pedazo de tierra que el pavimento de la nueva avenida alcanzó a respetar, unos cuarenta y cinco años, más o menos. Soy el único sobreviviente de un modesto huerto engullido por la ciudad y, aunque no sea capaz de recordarlo, sé por fuentes fidedignas que me plantó un niño a […]
Tengo plantado aquí, en este pedazo de tierra que el pavimento de la nueva avenida alcanzó a respetar, unos cuarenta y cinco años, más o menos. Soy el único sobreviviente de un modesto huerto engullido por la ciudad y, aunque no sea capaz de recordarlo, sé por fuentes fidedignas que me plantó un niño a la hora de sus juegos vespertinos. Sí, a la hora sus juegos vespertinos, pues aunque usted no lo crea en aquel tiempo los niños jugaban.
Ignoro lo que será de aquel niño, ni si se acordará todavía de mí. Por lo demás, en cuarenta y cinco años pasan muchas cosas; tantas, que hasta es legítimo preguntarse si ese chico vive aún. ¡Ah, los cánceres, las anginas de pecho, los infartos fulminantes, los accidentes de tráfico!… Cuando está vivo, uno se muere de todo, literalmente de todo.
Si tuviera un árbol cercano, un hermano junto a mí, seguro que no monologaría como lo hago hoy, pero tuve la desdicha de ser un árbol de ciudad y, así, me veo obligado a vivir mi vida solo y callado.
Los demás ni siquiera me ven. No hablo de los demás árboles, no, pues éstos están muy lejos de mí: ¡mis ramas no los alcanzan!; hablo de esos otros seres callados y solos que transitan por la avenida. Jamás un guiño, una mirada de agradecimiento, de saludo o de complicidad. ¡Con decir que ni siquiera un triste bachiller, en los últimos cuarenta años, se ha acercado para grabar en mi pecho –quiero decir, en mi corteza- un corazón a punta de navaja! Pareciera que los jóvenes se enamoran menos que antes, o que son menos románticos de lo que fueron en otro tiempo. El amor ya no los hace soñar, ni trazar garabatos, ni pintar corazones.
Para los transeúntes de la avenida, mis ramas no significan nada. ¡Pasan tan deprisa! No se preguntan: «¿Qué es lo que hace este árbol aquí? ¿Quién lo plantaría, y hace cuánto? ¡Contemplémoslo tan siquiera un momento, refugiémonos cabe su sombra durante unos minutos!». ¡Nada de eso! Incluso los pájaros han tenido poco a poco que irse a vivir a otro lugar, pues el ruido de los cláxones los hacía trinar tan fuerte que algunos acababan muriéndose de ahogo y de pena. Sí, es un hecho comprobado: el ruido mata a estas criaturas aladas como ángeles: las mata porque ellas también quieren hacerse notar, hacerse oír, y para conseguirlo tienen que trinar más fuerte. Y lo hacen, claro está, pero al precio de morirse en el esfuerzo.
¡Ah, y pensar que es precisamente de árboles de lo que hablan las primeras páginas de la Biblia! «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida en mitad del parque, y el árbol de conocer el bien y el mal» (Génesis 2,9).
¡El paraíso estaba lleno de árboles, pero esto parece no hacer a los transeúntes maldita la gracia! ¿Es que no se dan cuenta de que allí donde hay árboles allí está, de alguna manera, el Edén? El hombre no ha sido expulsado completamente del paraíso, y nosotros estamos en el mundo para recordárselo: tal es nuestra misión.
Y cuando el salmista se pone a cantar la providencia de Dios, ¿no habla de nosotros los árboles? «Haces brotar la hierba para el ganado y forraje para las tareas del hombre: para que saque pan de los campos y vino que le alegra el ánimo, y aceite que da vida a su rostro, y alimento que lo fortalece. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña» (Salmo 104, 14-17).
Somos compañeros del hombre en su exilio; Dios nos puso en el mundo como señales de tráfico para que, al vernos éste, no se olvide de su verdadera patria, es decir, de su destino o punto de llegada. ¡Ah, si los caminantes nos contemplaran con más detenimiento, les revelaríamos muchas cosas secretas! Por ejemplo, a estar de pie. ¿No comparó Jesús el reino de los cielos a un árbol en el que los pájaros hacen sus nidos? Y, en la liturgia del Viernes Santo, ¿no canta el ministro sagrado: Mirad el árbol de la cruz? Bajo un árbol perdió Adán la gracia primera y crucificado en otro árbol Jesucristo se la devolvió.
Y vea usted, por lo demás, lo que escribe Thomas Moore en uno de sus libros. Por si no lo sabe, Thomas Moore es un importante psicólogo cuyo método terapéutico, más que insistir en la toma del Prozac, consiste en hacer que sus pacientes logren reencantar sus vidas y mediante este reencantamiento dejen a un lado sus neurosis y depresiones.
«Podemos sentarnos en la rama de un árbol -dice-, descansar contra el tronco, disfrutar de sus frutos, sentarnos a su sombra y ver cómo se balancea a merced del viento. Las lecciones que podemos aprender de un árbol son infinitas, y sus placeres indescriptibles. Hay momentos en la vida de todos en las que convertirse en árbol sería la terapia más efectiva: alto, erguido, fértil, bien enraizado, ramificado, expresivo y sólido».¡A cuántos he visto andar jorobados a fuerza de doblegarse ante sus problemas! Caminan mirando constantemente al suelo, como los cerdos, cuando lo que debían hacer es mirar al cielo, como nosotros. ¡Estar de pie, a pesar de todo! ¿No es ésta una excelente terapia? Romano Guardini (1885-1968), maestro indiscutible en el complicado arte de vivir, daba siempre a los hombres abatidos el siguiente consejo:
«Por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré mañana todo el día!”. Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma bajito, pero firme, como los duendes de los cuentos».
Alegres, erguidos: como nosotros los árboles que, cuando vemos venir al campesino con su hacha, lloramos, sí, con lágrimas de savia, pero morimos siempre de pie –según la aguda observación de Alejandro Casona, mi dramaturgo favorito-.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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