Por un momento, me pongo a pensar en cómo sería el mundo si Cristo no hubiese venido a él, y cómo será cuando –si esto llegase a suceder- su Palabra se apague en el corazón de los hombres (Lucas 18, 8).
¿No se convertiría al punto en una selva, en un desierto? Y me digo a mí mismo: “No, no querría yo vivir en un mundo así. Sería demasiado inhumano, demasiado animal. Antes de que esto sucediera, preferiría ya no estar”.

Y desfilan ante mí dos imágenes de la vida que acabo de presenciar: dos imágenes que ejemplifican a la perfección la diferencia entre un mundo cristiano y un mundo pagano.

Hace poco, al salir de Misa, dos señoras de mediana edad se pusieron a platicar, y una le dijo a la
otra:

-¡Qué hermoso suéter traes!

¿Dónde lo compraste? -La otra dijo el nombre de la tienda y luego, como reaccionando, preguntó:

-¿De veras te gusta?

-Es un suéter muy bonito.

-Tómalo. Te lo regalo.

-¡Pero no, pero no! Yo no te lo
elogié para…

-¡Tómalo! De veras, te lo regalo.

Este gesto pertenece a lo que podríamos llamar todavía “un mundo cristiano”. Yo te doy de lo que tengo. No me cuesta nada compartir contigo las cosas que poseo. Lo mío también es tuyo. ¡Ten el suéter!

Pero he aquí la imagen de otro mundo, de un mundo muy diferente del anterior: una mujer va a uno de esos hipermercados que bien sabemos ya cómo se llaman, llena su carrito y se dirige presurosa a la caja a liquidar la cuenta; la señorita que la atiende le pregunta si encontró todo lo que buscaba y la mujer responde que sí con una sonrisa estampada en los labios.

Los objetos son pasados por un lector de códigos de barras que emite a intervalos regulares leves pitidos, y al final le es estregada a la mujer una larga tira de papel en la que ésta puede leer, al final, la siguiente cantidad: 2,788 pesos. La mujer cuenta y recuenta sus vales de despensa, realiza todo tipo de juegos de manos en el interior de su bolso y al final descubre con desilusión que no tiene más que 2785 pesos.

Sonríe de puro nerviosismo y dice en voz alta:

-¡Dios mío! ¡Me faltan tres pesos!

-Sí, pero son 2,788 pesos –dice la cajera como disculpándose de la pobreza ajena.

-Más lo siento yo –dijo la mujer-. ¿Podría quitar de mi cuenta un litro de leche? ¡No, mejor un rastrillo!

¡Tres pesos! La cadena más rica del mundo no le pudo perdonar a esta pobre compradora tres pesos; pero si le hubieran faltado 50 centavos, tampoco se los habría perdonado. ¡Un centavo es demasiado para esas gentes que sólo piensan en el dinero!

Pues bien, éste es el mundo pagano: un mundo donde nadie, nunca, te perdonará nada; donde todo lo tienes que pagar, absolutamente todo. Y si la pobre señora le hubiera dicho a la cajera para elogiarla: “¡Señorita, qué lindos sueters hay aquí!”, como dijo aquella feligresa de mi parroquia a su amiga, la cajera la habría visto con malicia y suspicacia.

El mundo cristiano es protector, es misericordioso; pero el pagano es desalmado: un mundo que, al final, nos aplastará a todos. Ya lo verán. Mundo cristiano, mundo pagano: he aquí las dos opciones, las dos posibilidades que se alzan ante nosotros, y, por supuesto, es preciso elegir.

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

P. Juan Jesús Priego

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