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COLUMNA

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Si Dios no existe…

No hay signos en el mundo, no hay mandamientos, y cada cual puede hacer lo que más le plazca

2 enero, 2025

“Si Dios no existe, todo está permitido”, escribio Fiódor Dostoievsky en Los hermanos Karamazov, y Jean Paul Sartre, muchos años después, celebró la frase y aprobó la idea. Pero, ¿no fue esto exactamente lo que ya había dicho San Pablo antes que Dostoievsky y, por supuesto, mucho antes que Sartre?

 Si Dios no existe, entonces el único libro que merece la pena de leerse es es el libro de las Rubaiyats de Omar Khayyám (1048-1131). Si yo fuese ateo, ¿cómo no iba a darle la razón al poeta persa? ¿Cómo no iba a celebrar sus versos inmortales levantando a su salud la copa del placer?

Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana,

esfuérzate por ser feliz hoy.

Toma un cántaro de vino, siéntate a beber a la luz de la luna

y bebe pensando en que quizá mañana la luna te busque inútilmente.

Si yo no creyera en lo que creo, ¡qué bellos me parecerían estos versos, y qué verdaderos! Si para mí no hubiera un mañana eterno, ¿por qué tendría que negarme a gozar del día de hoy? Tal vez mañana el sol me busque y no me encuentre; tal vez la luna quiera espiarme desde la altura y ya no me halle…

Fugaces son nuestros días

y huyen como el agua de los ríos y los vientos del desierto.

Empero, dos días me dejan indiferente:

el ayer que murió y el que no ha nacido todavía…

Si yo fuera ateo, no lo duden mis lectores: me dedicaría a gozar del momento presente, del minuto fugaz. ¡No pospondría nada! Mi vida sería una juerga continua, un eterno tintineo de copas. Si Dios no existe, todo está permitido. Ya sé que Albert Camus era demasiado noble y demasiado escrupuloso para aceptar esta verdad; él, aunque ateo, decía: “¡No, no! ¡Aun cuando Dios no exista, no todo estaría permitido!”. Pero era incoherente. Sartre fue, en este sentido, mucho más lúcido que él. Camus fue un ateo que quería vivir aún de los valores engendrados por el cristianismo; Sartre, por el contrario, lo sabía: sabía que, si no hay un Dios –y así lo dijo-, no está escrito en ninguna parte que debamos hacer esto o evitar lo otro: sin Dios, no hay signos en el mundo, no hay mandamientos, y cada cual puede hacer lo que más le plazca.

Un intelectual italiano llamado Enzo Franchini escribió en alguna parte: “Es necesario obligar a los ateos a ser irremediablemente, inexorablemente, ateos; sorprender cada una de sus incoherencias y condenarles en nombre de sus principios; exigir que no se apoyen subrepticiamente en la herencia cristiana. Cuando el ateo haya destruido completamente su mundo interior y no pueda ya conceder importancia a los sentimientos subjetivos; cuando el ateo sea de veras materialista, como pretende ser, entonces se dará cuenta de que así no se puede vivir”.

Lo diré a mi modo: Camus fue ateo, pero no hasta el fondo: había en él aún demasiado cristianismo para poder serlo de verdad; Sartre, en cambio, sí lo fue y por eso fue también más coherente con su propio ateísmo: “Si Dios no existe, todo está permitido…”

Cuando tuve sueño, la sabiduría me dijo:

“Las rosas de la felicidad no perfuman el sueño de nadie.

En vez de abandonarte a esta hermana de la muerte, ¡bebe vino!

¡Tienes la eternidad para dormir”.

¡Qué sabio es el poeta! Él comprendió el misterio! Si nada hay cierto, si todo acaba con la muerte, ¿para qué dormir? ¡Ni siquiera eso debería estarle permitido a los ateos! No cree, y, sin embargo, duerme, echando al vacío la tercera parte de sus días. ¡Qué desperdicio!

Si analizásemos más detenidamente estos versos de Khayyám, tal vez llegaríamos a la conclusión de que ya dormir es creer un poco: que se necesita fe incluso para dormirse… Pero no analizaremos nada –lo dejaremos para otra ocasión- y seguiremos celebrando la sabiduría práctica del poeta. Éste, ya viejo, no renuncia a nada. ¿Y por qué iba a renunciar cuando tan próximo estaba ya a morir? ¡Ésta hubiese sido una conducta absurda, un contrasentido!

Tengo setenta años.

Me afrerro hoy a la ocasión de ser feliz.

Mañana tal vez me falten fuerzas.

Esto fue lo que el poeta aprendió en una taberna: que lo único que tenemos es la hora presente. ¡En una taberna, porque en las escuelas no se aprenden estas cosas!

         En una taberna pedí a un anciano discreto noticias de los que se fueron.

         “No volverán. Eso es todo lo que sé.

         ¡Bebe vino!”, me respondió.

San Pablo, el apóstol de los gentiles, ¡cómo se adelantó a su tiempo! Él ya lo había dicho, mucho antes que Khayyám: “Si los muertos no resucitan, entonces comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Corintios 15, 32).

*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.