Puestas de sol
Mientras seas capaz de decir: ¡Otra vez, otra vez!, como el Principito, no todo estará perdido
(Extractos de mi diario)
Al Principito le gustaban las puestas de sol. “Sabes -confesó una vez-, cuando se está tan triste le gustan a uno las puestas de sol”. Un día, desde su lejano planeta –el asteroide B 612-, el Principito vio ponerse el sol cuarenta y tres veces sin moverse de su silla. ¿Tan triste estaba aquella vez? ¿Tan solo se sentía en su pequeño universo?
Puesto que nadie verá nunca este diario –eso espero-, lo confesaré abiertamente: cada que leo ciertos pasajes de este libro maravilloso, los ojos se me humedecen y la mirada se me vuelve nebulosa. Adonde quiera que voy cargo siempre un ejemplar de El Principito. A Roma, cuando fui a estudiar, me lo llevé, y en España estuvo siempre conmigo. Pero no acepto otra versión que la publicada por Porrúa. Esta traducción, si bien se adapta poco a mi bolsillo a causa de su formato, por la ternura que la traductora supo conservar del original francés, es la que mejor se adapta a mi corazón. Las otras traducciones me han parecido siempre frías y, por lo tanto, infieles a la intención del autor.
¿Qué diría el Principito al sol? “¡Ponte otra vez!”. Y el sol se ponía para este niño solitario que lo saludaba desde el asteroide B 612. “¡Ponte otra vez!”. Porque nada hay más hermoso ni más triste que la luz apagada del crepúsculo.
¡Cuarenta y tres veces “¡Ponte otra vez, ponte otra vez!”. Después de todo, el Principito era un niño, y a los niños les gusta la repetición. Cuéntales un chiste y te pedirán que se los vuelvas a contar. Dirán, emocionados: “¡Otra vez, otra vez!”.
Para un niño, una vez es poco. Él quiere siempre más y, de preferencia, lo mismo. Cárgalo, dale vueltas, juega con él, y cuando te canses y lo dejes donde estaba, escucharás que te dice: “¡Otra vez!”. ¡Con los pequeños no hay remedio!
En cambio los mayores… Los mayores, cuando decimos: “¡Otra vez!”, lo hacemos casi siempre con impaciencia o resignación. No gritamos entusiasmados, sino que preguntamos escépticos: “¿Otra vez?”. Los mayores se distinguen de los niños en que éstos disfrutan la repetición casi con la misma intensidad con que aquéllos la detestan.
¿Y si Dios, después de todo, tuviera un espíritu de niño? ¿Y si a Él también le gustaran las puestas de sol, la luz grisácea del crepúsculo? Eso es lo que sugiere Gilbert K. Chesterton (1874-1936), el gran polemista inglés, en una de sus páginas más bellas:
“Los niños –escribió en Ortodoxia- rebosan vitalidad por ser espíritus libres y altivos, de ahí que quieran las cosas repetidas y sin cambios. Siempre dirán: “¡Hazlo otra vez!”; y el adulto vuelve a hacerlo aproximadamente hasta que se siente morir. Porque la gente grande no es suficientemente fuerte como para regocijarse en la monotonía. Pero tal vez Dios sea lo bastante fuerte para regocijarse en ella. Es posible que Dios diga al sol cada mañana: “¡Hazlo otra vez!”, y que cada noche diga a la luna: “¡Hazlo otra vez!”.
“Puede que todas las margaritas sean iguales no por una necesidad automática; puede que Dios haga separadamente cada margarita y que nunca se haya cansado de hacerlas iguales. Puede que Él tenga el eterno instinto de la infancia; porque pecamos y envejecemos, pero nuestro Padre es más joven que nosotros».
En otro de sus escritos, Chesterton volvió al asunto de la repetición, tan propia de los espíritus infantiles, y dijo esta vez así: “La mera repetición de las cosas más me hace verlas misteriosas que racionales. El materialismo que domina la mente moderna se funda, en resumidas cuentas, sobre una hipótesis que a la postre resulta falsa. Se supone generalmente que todo lo que se repite está muerto”. Pero es al revés: uno envejece cuando no quiere más sol, más luna, más crepúsculos: cuando ya no quiere repeticiones, cuando ya no quiere más, cuando ya no quiere nada.
El rey Berenguer, en la pieza de Ionesco, conversa con Julieta, la criada del palacio, que no deja de quejarse de la dura faena:
Julieta: Estoy cansada, cansada.
El rey: Después se descansa. Es bueno.
Julieta: No tengo tiempo de descansar.
El rey: Puedes esperar que lo tendrás… Echas a andar, tomas una cesta, vas a hacer las compras. Sacas el portamonedas, pagas, te dan el vuelto. En el mercado hay alimentos de todos los colores: lechugas verdes, cerezas rojas, uvas doradas, berenjenas violetas, ¡todo el arcoíris! Extraordinario, increíble, un cuento de hadas.
Julieta: Después vuelvo por el mismo camino.
El rey: ¡Dos veces al día por el mismo camino! ¡El cielo encima! Puedes mirarlo dos veces al día. Respiras. No piensas en ello pero respiras. Piensa en ello. Recuérdalo. Estoy seguro de que no prestas atención. Es un milagro.
Pero, ay, el rey se muere: ya no habrá para él una segunda oportunidad, pues está a punto de realizar ese acto que no admite repeticiones y que sólo acaece una vez en la vida de los hombres: la muerte. Sí, la repetición es vida, ahora lo sabe el rey, pero es ya demasiado tarde.
Me pregunto, pues, a mí mismo: «¿Quieres conservarte joven de alma, quieres conservar las ganas de vivir?». Entonces di: ¡Otra vez, otra vez! ¡Otro día, otra tarde!, como si fuera la primera vez que asistieras al espectáculo del mundo, como si no supieras qué es el sol ni qué es la vida, y quisieras descubrirlo. Mientras seas capaz de decir: ¡Otra vez, otra vez!, como el Principito, no todo estará perdido.
(24 de febrero, 2015)
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