Termino de leer Un paso hacia el mar, la novela de Max Gallo, el escritor francés, y no quiero ya comer, ni salir, ni dormir. Como un azadón, esta historia ha removido algo en mí. ¿Qué? Esa idea un tanto vaga en la que yo tanto creía en otro tiempo y que podría englobar en esta sola palabra: autorrealización. La tan traída y llevada autorrealización, ahora me queda claro, es un engaño, una farsa patentada y distribuida por el mercado psicoterapéutico hoy tan poderoso, tan visitado, tan próspero. Si yo, en este momento, le hablara a Claire de autorrealización, ella sencillamente me daría un bofetón.

Bien, ya lo dije: Un paso hacia el mar cuenta las vicisitudes de Claire, una inteligente mujer que un día se casa, tiene un hijo y descubre de pronto, al día siguiente del parto, que no era eso, en realidad, lo que quería. No lograba entenderse con Henri, su marido. Y luego estaba la familia de él, tan charlatana, tan entrometida. ¿A esto debía reducirse la vida de una mujer casada? ¡No, ella no gastaría su vida entre manteles y biberones! Se sabía hecha para otra cosa: para algo grande…

Entonces abrió la puerta de la jaula y echó a volar. No abandonaba completamente el nido, pero cada día se ausentaba más de él. Se matriculó en la Universidad, se hizo comunista, daba conferencias aquí y allá a obreros descontentos y, sin darse cuenta, se desentendía de Julien, su hijo, a quien amaba, a pesar de todo.

En sus andanzas por la vida conoció a un joven, David, del que se enamoró perdidamente y por el que abandonó a su esposo y a su hijo. Henri, después de todo, no la necesitaba: si la necesitare, sería con ella más cálido; y, sin embargo, era frío. En cuanto a Julien…

“Yo era la madre que abandonaba a su hijo, a su marido y tenía un amante. Estaba maldita e iba a ser castigada. Iba a ser deportada al país del remordimiento”.

Pero esto sólo lo dijo hasta después. ¿Hasta después de qué? Ya lo diremos. Mientras tanto, Claire se justificaba a sí misma diciendo: “¿Cuántos días hacen falta para alcanzar el término de viaje alrededor de un hombre?”. Con ello se refería a Henri, su marido, con el que juraba no poder entenderse. ¡Si lo hubiese –se decía- conocido un poco más!

Y, por otro lado, sus camaradas la apoyaban: había hecho bien, sí. ¿No estaba ella también, como todos los de su célula, en contra de la propiedad privada? El amor, puesto que tendía a la posesión, era un sentimiento burgués que había que erradicar cuanto antes no sólo de Francia, sino del mundo entero. El ideal sería que el cuerpo de uno perteneciese a todos. Así pues, ella tenía derecho a vivir su vida. ¿Dónde estaba escrito que uno tuviera que sacrificarse por los demás? Esas eran tonterías que se habían invitado los capitalistas para explotar mejor a sus esposas. Le decían:

“-Escucha, Claire, hay un egoísmo sagrado. Entonces, tú tienes derecho, Claire”.

Y ella, por supuesto, se lo creía. ¿Un egoísmo sagrado? La idea le entusiasmó. ¡Claro! ¿Por qué no podía haber un egoísmo sagrado? Y se repetía a sí misma para no olvidarlo: “Hay un egoísmo sagrado. Los deberes para conmigo misma”. Y cuando, presa de los remordimientos, hablaba a sus camaradas de Julien, su hijo, éstos le advertían:

“-¿Qué crees salvar? ¿A tu hijo? Su destino está sólo en él. Entiende, tú tienes tu derecho, Claire”.

Entretanto, Julien crecía, su pecho se hacía más ancho, lo mismo que sus tobillos; sus brazos se estiraban. Ya no era el niño que una vez, al ver a sus padres discutiendo, le suplicó:

“-No me dejarás nunca, ¿verdad? ¿Me lo juras, mamá?”.

Ahora Julien era un joven muy bien plantado sobre sus dos pies. Y tenía una cabellera rubia que su madre, a lo largo de los años, por una cosa o por la otra, había acariciado poco. ¡Estaba tan ocupada tratando de ser sí misma, cultivando el egoísmo sagrado, que hubo épocas en que hasta se olvidó de que su hijo existía!

Nunca más Julien volvería a decirle: “No me dejarás nunca, ¿verdad? ¿Me lo juras, mamá?”. Porque había aprendido a vivir si ella, o, lo que es lo mismo, lejos de ella. Fue un aprendizaje difícil, pero lo consiguió. Aprendió a no esperar nada de su madre, de su padre, de los otros. Con un resultado trágico: que cada vez fue retrayéndose más hasta que un día se suicidó. Tenía, el día de su muerte, la frescura de un joven de veintiún años.

En el diario que había dejado en el cajón de su mesa de noche, Claire leyó estas palabras que se referían a ella: “Jamás sentiré tu mano sobre mi hombro. Jamás dirás: ‘Está bien, hijo mío, sigue, yo voy contigo’. Jamás. Tengo que adivinarte, tengo que buscarte. Y cómo me cuesta encontrarte”.

No la encontró, no. Porque ella también se buscaba…

Al final de la novela, Claire, la inteligente Claire, la madre huérfana de hijo, monologa así: “Claire, conviértete en lo que eres. Sí, quise ser yo. ¡Qué orgullo, qué desmesura, qué ceguera! ¿Quién soy yo, Claire, para proclamar en alta voz semejante meta? ¿Pagar semejante precio?… Quise ser yo. Gané. Perdí. Julien paga. Por mí. Tendría que haberme anulado, dedicado a él; que yo fuera nadie para ser todo, por él. Pero me imaginaba, loca, poseer el poder de ser yo, con él”.

Cierro el libro de cubiertas verdes, suspiro hondo y me digo que no hay peor locura que querer ser uno mismo. Uno no es uno mismo más que cuando se anula, más que cuando se pierde. Por otro. Es decir, por lo que ama. Como hizo Cristo, quien dijo siempre que, cuando se trata del amor, el que pierde gana…

El autor es: Sacerdote, periodista, escritor y Rector del Colegio Mexicano de Roma.

P. Juan Jesús Priego

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P. Juan Jesús Priego

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