El costado de Adán
La muerte es el límite natural de la relación. No antes, como sucede a menudo; pero tampoco después
“Luego –afirma el libro del Génesis- dijo el Señor Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle a alguien como él, para que lo ayude’. Entonces el Señor Dios formó de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo y los llevó ante Adán para que les pusiera nombre y así todo ser viviente tuviera el nombre puesto por Adán. Así, pues, Adán les puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no hubo ningún ser semejante a Adán para ayudarlo. Luego el Señor Dios hizo caer al hombre en un profundo sueño y, mientras dormía, le sacó una costilla y cerró la carne sobre el lugar vacío. Y de la costilla que le había sacado al hombre, Dios formó una mujer” (2, 18-24).
Los especialistas y filólogos, siempre tan meticulosos y enterados, dicen que, más que de la costilla de Adán, habría que hablar de su costado. El texto, pues, debería sonar así: “Y del costado del hombre, Dios formó una mujer”. ¡No importa! A pesar de la nueva traducción, el texto continúa siendo la mar de
misterioso. ¿Qué quiso decir con ello exactamente el autor sagrado? Dada la complejidad del pasaje, los maestros del judaísmo han aventurado algunas hipótesis, aunque cabe aclarar que no son más tanteos, si bien enormemente interesantes. He aquí, por ejemplo, lo que encontramos en el Talmud: “De una costilla de Adán formó el Señor a la primera mujer.
No la creó de su cabeza, para que ella no levantara la suya con demasiado orgullo; ni de sus ojos, para que no mirara con excesiva curiosidad a su alrededor; de su oído tampoco, para que no fuese ávida de escucharlo todo; ni de su boca, a fin de evitar que fuese demasiado locuaz; ni de su corazón, para que no fuese envidiosa; tampoco de su mano, para que no se apoderara de lo ajeno; ni de su pie, para que no sea andariega y ande siempre callejeando, sino que la formó de una modesta parte del hombre que está siempre cubierta, para que sea pura y piadosa”.
¡No está mal! Se trata, después de todo, de una exégesis ingeniosa. Sin embargo, hay más interpretaciones posibles; en otro de sus tratados, el Talmud dice, a propósito del mismo asunto, lo siguiente: “Dios no creó a la mujer de la cabeza del hombre para que ésta no lo tiranice; pero tampoco la creó de sus pies, para que no sea su esclava, sino de su costado, para que permaneciese cercana a su corazón”. ¡Vaya, esto está mucho mejor!
Y, por lo demás, en todo han pensado los teólogos: ¡hasta en el sueño del hombre! ¿Por qué hizo Dios, por ejemplo –según dice el texto sagrado-, caer a Adán en un profundo sueño? Sobre esto se han hecho infinidad de chistes.
“Porque –ha respondido alguien- sólo dormido habría haber permitido Adán que le jugaran tan mala pasada. Dios tuvo que anestesiarlo, pues a partir de entonces ya no tendría paz”. Pero no son los chistes los que dan las explicaciones más profundas, y tampoco las más verdaderas. Para los teólogos, como dije hace un momento –y ahora cito a uno de ellos con mucho gusto-, “el sueño de Adán da a entender un acontecimiento misterioso, velado aunque revelador, de la acción de Dios. El origen de la mujer es y será siempre un misterio impenetrable para el hombre”.
“¡No te comprendo”, grita el marido a la esposa en un momento de suma tensión conyugal. Claro, no la entiende. No la entenderá. Es que la mujer constituye ese misterio inescrutable del que nos hablan los teólogos. Ahora bien, ¿sólo por no entenderla deberá separarse de ella? Una vez, según cuenta Marcos
en su evangelio, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?” (Cf. 10, 2-16).
Para ponerlo a prueba. ¿Por qué para ponerlo a prueba? Yo, hasta hace poco, francamente ignoraba qué podía haber de malicioso en semejante pregunta. Pero para esto están precisamente los biblistas: para que nos hagan más claros los pasajes oscuros. Uno de ellos, el italiano Fernando Salvestrini, explica en uno de sus libros: “Jesús, venido de Galilea, ha llegado al territorio situado más allá del Jordán, a la región de Perea. Estamos, pues, en territorio de Herodes, y todos conocen su conducta con Herodías. Puede ser ésta la ocasión para que los fariseos retomen las sutiles controversias en torno al argumento del divorcio.
Quizá en el ponerlo a prueba exista el sutil propósito de que critique a Herodías para hacerlo correr la misma suerte que a Juan el Bautista”. Pero Jesús no cae en la trampa de sus adversarios y termina diciéndoles: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
Esta frase inolvidable de Jesús, la Iglesia, en su práctica pastoral, la ha traducido así, poniéndola en boca de los contrayentes el día de su boda: “Hasta que la muerte los separe”. Esto significa que la muerte es el límite natural de la relación. No antes, como sucede a menudo; pero tampoco después, como a veces
–y aunque usted no lo crea- también sucede. Tal vez nunca se ha reflexionado suficientemente sobre la sabiduría de esta frase banalizada por el uso y la repetición mecánica: “Hasta que la muerte nos separe”. Cuando la separación se produce antes de la muerte de uno de los dos, se traiciona al otro. Sin embargo,
hay quienes quieren amarse más allá de la muerte y acaban haciendo lo que hizo aquella pareja de Un único amor, la novela de la escritora sueca Johanna Adorján.
Esta pareja había prometido que ni la muerte los separaría y que, por tanto, cuando uno de ellos se sintese morir, el otro tomaría las medidas pertinentes al caso y se moriría con él. Resultado: cuando Pista, el viejo médico enfermo, no es ya capaz de soportar los dolores del cáncer, Vera, la esposa, esparce veneno en su vaso y luego se envenena ella también. ¡Un verdadero desastre sentimental!
Si yo te abandono antes, te traiciono; pero si quiero que me sigas a la tumba, tendré que matarte. La vía intermedia –la más sabia, la más humana- es, pues, ésta: “Hasta que la muerte nos separe”. Que es lo único que Dios nos pide.