Anschel, el lector
Ya nadie quiere artistas, ni filósofos, ni lectores: hoy sólo se requieren hombres prácticos, como si el arte de vivir consistiera en esto. ¡Qué desgracia!
Anschel, personaje inolvidable de una de las novelas de Sholem Asch (1880-1957), es un hombre de mediana edad, casado desde hace muchos años y padre de siete hijos. Al pobre las cosas prácticas de la vida no se le dan. Él es bueno para proyectar y hacer planes, pero sólo hasta ahí, pues tan pronto como emprende un negocio, éste se hace añicos en menos de lo que se dice. Ah, pero eso sí, tiene una hermosa voz de barítono y todos los sábados lee las Escrituras en la sinagoga de su pueblo con garbo y elegancia.
Su esposa Sara, cuando lo escucha proclamar desde el ambón la Meguilah, se seca las lágrimas y dice para sí misma, aunque repasando con orgullo las cabezas de los demás: «¡Éste es mi marido y, como pueden ver, no hay en todo Schujlin, un lector igual a él!». Cada sábado, Sara perdona de corazón a su marido todas las torpezas prácticas que haya podido cometer a lo largo de la semana.
Un buen día, sin embargo, el hijo mayor de Anschel y Sara partió para América a hacer dinero, y varios meses después les envió desde allá una carta en la que les decía: «Queridos padres, no les escribí hasta ahora porque no quería mandarles sólo palabras». Con eso quería decir que también les mandaba una buena cantidad de dólares.
A Anschel, el lector, no le cabía el orgullo en el pecho, y al hablar de su primogénito decía en voz alta a sus amigos: «Mi hijo, el de América…», e inflaba los carrillos adoptando poses de evidente superioridad.
Y pasaron varios meses más, y un día Anschel, el lector, recibió una carta que además de saludos contenía… ¿qué creen ustedes? Sí, ¡ocho pasajes para América! En Nueva York había alquilado su hijo querido un piso modesto con la esperanza de que su familia se fuera pronto a reunir con él.
Por demás está decir que Anschel, el lector, no se esperaba una cosa semejante y que en el fondo no quería irse. ¿Qué iba a hacer él en América, tan lejos de Schujlin, su pueblo natal; tan lejos de Polonia, su amado país? América estaba bien para los jóvenes, que son ágiles y fuertes, pero no para él. Además, ¿había sinagogas en América? Claro que esto sólo lo decía para sí mismo, porque cuando sus paisanos le preguntaban acerca de algún asunto local, él decía con aire altanero: «¿Y a mí qué? Yo ya casi soy americano».
Anschel negoció con su mujer, discutió con ella a gritos, aplazó cuanto pudo la partida, pero al final no tuvo más remedio que vender sus pocos haberes y hacer maletas. ¡Qué triste se sintió a la hora de marcharse!
La primera decepción que sufrió Anschel, el lector, ya lejos de su casa, fue en el barco, donde nadie lo conocía ni apreciaba su hermosa voz. «¡Cómo!, se preguntaba, ¿nadie de entre todos estos exiliados sabe quién soy yo?». Pues no, nadie lo sabía, y la verdad es que nadie quería saberlo tampoco. Y ya se estaba arrepintiendo de venir a América cuando vio que en el piso alquilado por su hijo el agua salía de una llave pegada a la pared, y que para obtenerla ya no era necesario ir al pozo por ella, sino sólo hacer girar una pequeña manivela. Anschel estaba que no se lo creía.
«-Aquí no tendrás que sacar agua del pozo, papá –le dijo el primogénito, mostrándole los ingeniosos inventos de la era moderna-. Aquí te da agua la pared».
«-Como la roca se la dio a Moisés» –respondió Anschel, el lector, para quien todo estaba ya escrito en la Biblia.
Los judíos del barrio acudieron pronto a dar la bienvenida a la nueva familia y hasta invitaron a Anschel a leer en su sinagoga. Pero, ¿cómo? ¿También en América había sinagogas? Eso era ya el colmo de la felicidad.
La primera vez que asistió a una sinagoga americana, Anschel, el lector, se puso sus mejores galas, dispuesto a demostrarle a todo el mundo cómo se debe leer un pasaje de las Sagradas Escrituras.
«El sábado, Anschel quiso rendir un examen ante sus compatriotas, lucirse con la lectura. Toda la semana se estuvo preparando. El sábado, durante el oficio, sus coterráneos lo recibieron muy bien. Todos lo saludaron y se mostraron contentos de ver a su lector. Hoy oiremos una lectura como la de allá –se decían-, y no como la de aquí, que se hace siempre de prisa».
Hasta este momento todo estuvo muy bien. Pero vean ustedes lo que pasó después:
«Antes de empezar, Anschel se aclaró la garganta. Y ya en la lectura estiraba las palabras, se detenía en cada signo, trinando su significado. Al principio, los paisanos se lamían los dedos, se hacían señas y exclamaban: ¡Esto es leer! Pero más tarde, cuando la lectura se prolongó y todo mundo empezó a sentir hambre, el público comenzó a impacientarse. Los más jóvenes arrojaron los mantos y salieron a la calle; el resto se quedó escuchando gravemente mientras Anschel seguía estirando y acariciando cada palabra. Y se hacía tarde, y la gente, que sentía cada vez más hambre, empezó a bostezar y a contar chistes, y entre todos armaron tanto barullo que Anschel bajó del ambón avergonzado y triste».
Ya en su casa, entre sollozos, dijo Anschel a su mujer: «En América no se necesitan lectores». Y su hijo, el primogénito, que ya se había aclimatado a las nuevas tierras, confirmó la sospecha: «No, aquí se necesitan sastres. Así que dejas de leer y te pones a trabajar».
Anschel, entonces, quiso regresarse ahora sí a su casa. Un país que no sabía valorar las modulaciones, la poesía y la música de una voz humana era para él un país inhabitable. Un lugar donde sólo los rascacielos suscitan emoción, pero no la única Palabra que vale la pena escuchar se le hizo un lugar triste: un sitio, en fin, que no era para él.
Pobre Anschel. ¡Y tú que creías que en América tu voz sería apreciada! Pero no. Hoy ya nadie quiere artistas, ni filósofos, ni lectores: hoy sólo se requieren hombres prácticos que sepan destripar licuadoras para luego volverlas a armar, como si todo el arte de vivir consistiera en esto. ¡Qué desgracia!
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