La arrogancia del poder
Sepamos valorar a los demás, que son diferentes y tienen otros puntos de vista; debemos escucharlos, respetarlos y valorarlos.
MIRAR
En otros tiempos, cuando alguien era elegido Obispo de Roma y todavía se le daban títulos históricos como Vicario de Cristo Jesús, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolita de la Provincia Romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los Siervos de Dios, para que no se le subieran los humos, se quemaban frente a él unos algodones y se le decía esta frase en latín: Sic transit gloria mundi; que significa: Así pasa la gloria del mundo. Con esto se le quería dar a entender que no se vanagloriara del puesto que se le asignaba. Es que la vanagloria es una de las mayores tentaciones para cualquiera.
En donde prevalece el machismo, el varón se siente con toda la autoridad y no toma en cuenta a la esposa y a los hijos, sino que decide según su parecer, su prepotencia y su arrogancia. Puede pasar lo mismo con algunas mujeres. Algo semejante sucede con los maestros o directores de las escuelas, con los jefes de una oficina, con los dueños de negocios o empresas, con quienes tienen más posesiones y dinero, con los directivos de cualquier instancia, incluso en el deporte. Lo mismo puede pasarnos a quienes tenemos alguna autoridad en la Iglesia, obispos, sacerdotes, diáconos, catequistas o ministros: que nos creemos dueños de la verdad y casi de Dios, incuestionables, dominadores y despectivos hacia quienes en cierta forma dependen de nosotros. No hemos entendido la autoridad como servicio humilde, como nos enseña Jesús, sino que nos vanagloriamos por el cargo que tenemos. El Papa Francisco está luchando mucho por que en la Iglesia asumamos el espíritu sinodal, todos hermanos e iguales en dignidad y misión en lo que es común a todos los bautizados, sin perder el servicio de presidir la comunidad; sin embargo, muchos laicos se quejan de que aún prevale el clericalismo, como abuso y centralización del ministerio presbiteral y episcopal.
Quienes ejercen el poder civil, político, legislativo y judicial, pueden dejarse dominar por la arrogancia. Ahora que la mayoría de votos les ha favorecido, se pueden sentir casi dueños de la vida ciudadana, que pueden disponer de leyes a su arbitrio, de personas y de bienes. Se hacen insoportables, aunque les adulen y aplaudan quienes les rodean y quieren quedar bien con ellos, más que nada por el interés de lograr algún cargo o favor. No escuchan a quienes piensan en forma distinta y, abusando de su poder, también el mediático, ofenden, insultan, descalifican y amenazan con investigaciones fiscales o judiciales. Se creen intachables, incorruptos y en todo veraces. Se autoproclaman defensores del pueblo, pero su proceder es como si fueran reyes absolutos. ¡Se hacen repugnantes! Y no se dan cuenta de que todos los imperios pasan, aún los que se creían todopoderosos. Nuestra Iglesia no ha pasado, a pesar de tantos errores y limitaciones que hemos tenido, porque su cimiento es divino; si no fuera por eso, desde cuándo ya nosotros mismos la habríamos acabado. Pero todos los imperios terrenales han pasado a la historia, y algunos con mucho desprestigio.
DISCERNIR
El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre vicios y virtudes, dice:
“La humildad es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (
En otros tiempos, cuando alguien era elegido Obispo de Roma y todavía se le daban títulos históricos como Vicario de Cristo Jesús, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolita de la Provincia Romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los Siervos de Dios, para que no se le subieran los humos, se quemaban frente a él unos algodones y se le decía esta frase en latín: Sic transit gloria mundi; que significa: Así pasa la gloria del mundo. Con esto se le quería dar a entender que no se vanagloriara del puesto que se le asignaba. Es que la vanagloria es una de las mayores tentaciones para cualquiera.
En donde prevalece el machismo, el varón se siente con toda la autoridad y no toma en cuenta a la esposa y a los hijos, sino que decide según su parecer, su prepotencia y su arrogancia. Puede pasar lo mismo con algunas mujeres. Algo semejante sucede con los maestros o directores de las escuelas, con los jefes de una oficina, con los dueños de negocios o empresas, con quienes tienen más posesiones y dinero, con los directivos de cualquier instancia, incluso en el deporte. Lo mismo puede pasarnos a quienes tenemos alguna autoridad en la Iglesia, obispos, sacerdotes, diáconos, catequistas o ministros: que nos creemos dueños de la verdad y casi de Dios, incuestionables, dominadores y despectivos hacia quienes en cierta forma dependen de nosotros. No hemos entendido la autoridad como servicio humilde, como nos enseña Jesús, sino que nos vanagloriamos por el cargo que tenemos. El Papa Francisco está luchando mucho por que en la Iglesia asumamos el espíritu sinodal, todos hermanos e iguales en dignidad y misión en lo que es común a todos los bautizados, sin perder el servicio de presidir la comunidad; sin embargo, muchos laicos se quejan de que aún prevale el clericalismo, como abuso y centralización del ministerio presbiteral y episcopal.
Quienes ejercen el poder civil, político, legislativo y judicial, pueden dejarse dominar por la arrogancia. Ahora que la mayoría de votos les ha favorecido, se pueden sentir casi dueños de la vida ciudadana, que pueden disponer de leyes a su arbitrio, de personas y de bienes. Se hacen insoportables, aunque les adulen y aplaudan quienes les rodean y quieren quedar bien con ellos, más que nada por el interés de lograr algún cargo o favor. No escuchan a quienes piensan en forma distinta y, abusando de su poder, también el mediático, ofenden, insultan, descalifican y amenazan con investigaciones fiscales o judiciales. Se creen intachables, incorruptos y en todo veraces. Se autoproclaman defensores del pueblo, pero su proceder es como si fueran reyes absolutos. ¡Se hacen repugnantes! Y no se dan cuenta de que todos los imperios pasan, aún los que se creían todopoderosos. Nuestra Iglesia no ha pasado, a pesar de tantos errores y limitaciones que hemos tenido, porque su cimiento es divino; si no fuera por eso, desde cuándo ya nosotros mismos la habríamos acabado. Pero todos los imperios terrenales han pasado a la historia, y algunos con mucho desprestigio.
DISCERNIR
El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre vicios y virtudes, dice:
“La humildad es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (cfr. Gn 3,19); «humilde», de hecho, viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, tan peligrosos que nos hacen mucho daño.
¡Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón la percepción de su propia pequeñez! Estas personas están a salvo de un vicio feo: la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.
La humildad es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado ejemplo de humildad en Jesús y María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es precisamente la vía, el camino hacia la salvación” (22-V-2024).
ACTUAR
Sin negar las cualidades que cada quien tenemos, que son dones de Dios para el servicio comunitario, reconozcamos también nuestras limitaciones, nuestros errores y culpas. Sepamos valorar a los demás, que son diferentes y tienen otros puntos de vista; debemos escucharlos, respetarlos y valorarlos. Pidamos a Dios que nos conceda ser humildes y sencillos, como Jesús, como la Virgen María y los grandes santos.
); «humilde», de hecho, viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, tan peligrosos que nos hacen mucho daño.
¡Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón la percepción de su propia pequeñez! Estas personas están a salvo de un vicio feo: la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.
La humildad es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado ejemplo de humildad en Jesús y María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es precisamente la vía, el camino hacia la salvación” (22-V-2024).
ACTUAR
Sin negar las cualidades que cada quien tenemos, que son dones de Dios para el servicio comunitario, reconozcamos también nuestras limitaciones, nuestros errores y culpas. Sepamos valorar a los demás, que son diferentes y tienen otros puntos de vista; debemos escucharlos, respetarlos y valorarlos. Pidamos a Dios que nos conceda ser humildes y sencillos, como Jesús, como la Virgen María y los grandes santos.