Hechos
Siguiendo una tradición que data de los siglos XIII y XIV, de celebrar cada 25 años el nacimiento de Jesús, el Papa Francisco nos ha convocado a un Jubileo, o Año Santo, con motivo de los 2025 años de ese acontecimiento salvífico. El fundamento remoto de esta celebración es lo que Dios ordenó a Israel que, cada 50 años, hubiera un Jubileo; es decir, una celebración que trajera júbilo al pueblo. Consistía en que a cuantos debían algo, se les perdonaban sus deudas; si eran esclavos o prisioneros, recobraban la libertad; si habían perdido un terreno, lo recuperaban (cf Lv 25,10-17). Era una forma de procurar que hubiera justicia social, para evitar abusos y excesos en las clases sociales.
Se cumplen ahora 2025 años del nacimiento de Cristo. ¿Cómo decimos que es exacta esa fecha, pues los Evangelios no la precisan? Los textos bíblicos sólo hablan de las autoridades religiosas y civiles de esos tiempos, pero no detallan días y años. Según el calendario que hasta entonces se usaba en los territorios dominados por el Imperio Romano, se decía que Cristo había nacido el año 747 después de la fundación de Roma. Sin embargo, un monje del siglo V, Dionisio el Exiguo, originario de Rumanía o Bulgaria, especialista en matemáticas y en la tarea de calcular las fechas litúrgicas, afirmaba que el centro de la historia no era la fundación de Roma, sino el nacimiento de Jesús, y que por ello este acontecimiento debería marcar el año 1 de la nueva época de la humanidad. Fue hasta el siglo VIII que el emperador Carlomagno promovió el nuevo calendario en sus dominios, consolidando su uso en toda Europa y después en casi todo el mundo. El monje Dionisio se equivocó en unos cinco o seis años, según las investigaciones bíblicas actuales, pero no importa tanto la precisión cronológica, sino el misterio que celebramos. Para nosotros, la historia se cuenta antes y después de Cristo, sabiendo que no son las matemáticas cronológicas las que rigen la vida, sino los acontecimientos salvíficos.
Todos somos pecadores. Todos debemos algo; todos hemos faltado contra los diez mandamientos; todos deberíamos pagar por nuestras faltas. Este Jubileo es para que recuperemos nuestra libertad, herida por nuestros pecados; es para que recibamos el perdón por nuestras faltas; es para que recuperemos la paz interior, la esperanza, la gracia divina; es para ser más felices, pues es lo que Dios quiere para sus hijos. Dios no quiere esclavos, atados por diversas cadenas, sino seres libres, con la libertad que sólo Cristo nos puede dar. Para ello, se han abierto, simbólicamente, las puertas de las catedrales y de otros templos especiales, para invitarnos a obtener esa gracia, siguiendo estos pasos como condiciones: aborrecer el pecado y arrepentirnos, mediante una buena confesión sacramental; alimentarnos de la Comunión eucarística, hacer oración por las intenciones y necesidades del Papa y practicar una obra de misericordia con quien sufre en su cuerpo o en su espíritu. De esta forma, obtenemos la Indulgencia Plenaria, que es el perdón de las penas que deberíamos pagar por nuestros pecados, en esta o en la otra vida. Esta Indulgencia se puede también aplicar por nuestros difuntos para que, si aún deben algo, ya lleguen al cielo.
Iluminación
El Papa Francisco, en la Bula de Convocación, dice: “La esperanza constituye el mensaje central. Que pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, «puerta» de salvación (cf. Jn 10,7.9); con Él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos, como «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1). Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza.
La esperanza se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm 5,10).
La esperanza cristiana no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39). He aquí por qué esta esperanza no cede ante las dificultades: porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que sigamos adelante en la vida” (Nos 1-3).
ACCIONES
No dejemos pasar esta oportunidad de gracia, de perdón, de libertad, de esperanza. Jesucristo nos espera con los brazos abiertos. Acerquémonos con fe y confianza.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
El autor es analista en temas de Religión, Seguridad, Justicia, Política y Educación.
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