Aseguran que el epitafio del célebre cardenal Richelieu era algo así como “Hizo el bien muy mal y el mal muy bien”. Un merecido epitafio para tantos políticos, clérigos, banqueros, empresarios, periodistas y –cómo no—alguno que otro intelectual. También puede ser el epitafio del sexenio que acaba de terminar. Todo el mundo se pregunta por qué logró tanto apoyo una ideología que se empeñaba en dividir al país. La respuesta es clara: porque los encargados de hacer el bien lo hicieron (lo hicimos) muy mal, y el mal avanzó en nuestras tierras porque los malosos que diría Zedillo, lo hicieron requetebién.
“Los malos son malos, y hacen su trabajo de ser malos”, me dijo hace unos días el líder de la Democracia Cristiana de Italia, Rocco Buttiglione. Agregó: “Y ganan porque los pueblos no hacen su trabajo de ser pueblos”. Para quien fuera, entre otros cargos, ministro para la Unión Europea en el segundo gobierno de Silvio Berlusconi, “es inútil que analicemos los defectos de los malos.”
Seis años la pasamos analizando los defectos de los malos en lugar de descubrir y mostrar lo que puede y debe hacerse bien. Tenemos que pensar no como oposición o como adherentes disciplinados de una ideología, sino como pueblo que quiere responder a los problemas y preguntas de los pobres.
La oposición quiere una economía eficiente, como si los 130 millones de mexicanos fueran clase media. El oficialismo le apuesta al subsidio. Par de respuestas mochas. En medio quedan los 60 millones de pobres a los que los malos utilizan o como carne de cañón en la delincuencia, o como obedientes votantes a cambio de mendrugos. Desatar la pobreza va más allá de analizar los defectos de los malos. O de las consignas ideológicas. Es el trabajo lo que hace progresar al pueblo. Por el trabajo hay que ir todos a una, como en Fuenteovejuna.
*Jaime Septién es periodista y director del periódico católico El Observador de la actualidad.
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