En aquel tiempo, cuando la gente vio que en aquella parte del lago no estaban Jesús ni sus discípulos, se embarcaron y fueron a Cafarnaúm para buscar a Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo llegaste acá?” Jesús les contestó: “Yo les aseguro que ustedes no me andan buscando por haber visto señales milagrosas, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse. No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre; porque a éste, el Padre Dios lo ha marcado con su sello”.
Ellos le dijeron: “¿Qué necesitamos para llevar a cabo las obras de Dios?” Respondió Jesús: “La obra de Dios consiste en que crean en aquel a quien él ha enviado”. Entonces la gente le preguntó a Jesús: “¿Qué signo vas a realizar tú, para que la veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”.
Jesús les respondió: “Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed”.
Como un ascenso que nos va acercando a la revelación, las preguntas de la gente siguen mostrando las búsquedas humanas. “¿Cuándo llegaste?” “¿Qué debemos hacer?” “¿Qué signo vas a realizar?”, “¿Cuáles son tus obras?” La primera parece natural ante la sorpresa por encontrar a Jesús en un lugar determinado. Pero esconde, en realidad, el estupor anterior que insinúa su origen eterno. La segunda implora una instrucción para corresponder al amor de Dios, que finalmente se nos hace visible y operante precisamente en Jesús. La tercera reclama una certeza apoyada en la evidencia, una experiencia que ratifique su poder.
Cada pregunta eleva la mirada de la tierra al cielo. Aunque pueden estar motivadas por preocupaciones ordinarias, pasajeras, son la oportunidad de recordar lo definitivo, la vida eterna que el Señor quiere comunicarnos. El origen del enviado nos lleva a reconocerlo como el ungido, marcado con el sello del Padre Dios, el Espíritu Santo. Su instrucción descansa en creer en Él. El signo que presenta, superior al de Moisés, es el verdadero pan del cielo que da la vida al mundo. Y en este caso él no es un simple instrumento, como lo fue Moisés, sino el mismo pan. Es Él personalmente quien se da como alimento perdurable.
Así, a las tres preguntas les sigue una súplica. Aunque revestido aún de incomprensión, el corazón intuye un don enorme. “Señor, danos siempre de ese pan”. Ya no son preguntas que inquieren. Más allá de toda curiosidad, se formula el deseo, se pide el don que se ha identificado, se llama a quien lo ofrece Señor. Y ocurre entonces la plena revelación. Que contiene la densidad del misterio presente personalmente en Jesús. La realidad divina no sólo ofreciendo salvación, sino ofreciéndose como salvación, como alimento personal, como satisfacción desbordante superior a todo anhelo: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”.
Toda Eucaristía contiene estas búsquedas y estas revelaciones. Nos sorprende una presencia, nos instruye su sabiduría, realiza ante nosotros el signo, nos invita a la comunión. El itinerario es un diálogo con Jesús que nos asombra, nos eleva y nos realiza, más allá de cualquier expectativa. Suscitando la fe, se nos entrega por amor para orientar la esperanza. El suyo es el don que nunca decepciona. El verdadero pan, del que el mundo más necesita.
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