Los viejos
¿Sabe usted por qué los viejos ya no importamos? Toda mi explicación podría resumirse en estos tres puntos fundamentales.
¿Quiere usted, amigo mío, que le cuente una historia? Por tener usted mi edad, o casi, si no me equivoco, creo que podrá interesarle. ¿O cuántos años tiene usted? ¿No nació en el año 35 del siglo veinte, según me dijo? Ah, entonces escuché mal. En el 40. ¡No importa! Para cinco años de diferencia, lo mismo da. Pero escuche, escuche usted:
“Desde Adán hasta Abraham se sucedieron veinte generaciones. Pero siempre, a poco que los hijos crecían, se parecían a sus padres, sin notarse entre ellos ninguna diferencia de edad, al punto que los unos parecían hermanos de los otros.
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“Un día, Abraham se quejó ante Dios:
“-Si voy con mi hijo a una ciudad extraña, no saben quién de los dos es el padre. Tendrías que crear un signo que distinguiera a los mayores, para que puedan ser honrados.
“Dios repuso:
“-Sea como pides. Contigo comenzaré.
“A la mañana siguiente, al despertarse Abraham, notó que los cabellos de su barba, como los de su cabeza, se habían vuelto blancos. Quienes lo veían, le demostraban respeto, pues la barba blanca y la magnífica cabellera les parecían una corona real.
“Y, desde entonces, Dios adorna con esta corona a los ancianos, para que sean honrados por la juventud”.
¿Qué le parece? ¿No es una hermosa leyenda, amigo mío? La leí hace poco, y, ¿por qué no confesárselo a usted a usted ahora que estamos en vena de confidencias?, casi con lágrimas en los ojos. Mas no eran lágrimas de emoción, que también, sino sobre todo de tristeza. Porque ahora las canas ya no son esa “corona real” de la que habla la historia, sino un baldón, un oprobio y una vergüenza.
Hay industrias que se han hecho millonarias fabricando tintes para arrebatarle al anciano esa corona que los años le habían dado en calidad de premio. Y, por otra parte, ¿no ya Konstantin Kavafis (1863-1933), el poeta griego, escribió a principios de siglo unos versos en los que hablaba de la “insípida banalidad de la vejez”?
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No me molesta esta expresión, señor, pues me he habituado a ella; además, dice la verdad más pura: hoy los viejos nos hemos convertido en seres anodinos, carentes de todo prestigio y vacíos de todo respeto: banales, en una palabra, según dijo el poeta. ¿Quién nos honra a causa de nuestra corona blanca? Pero ya ni siquiera hablo del honor debido: ¿quién, por lo menos, nos escucha?
Los ancianos somos hombres que, habiendo escalado las alturas de la vida, bajamos luego con el corazón lleno de secretos y la cabeza llovida con la nieve de las cumbres. Mas, ¿a quién le importa conocer nuestros secretos?
Veo que se queda pensativo, señor. Deje que las palabras fluyan de su ronco pecho. ¡Oh, de ninguna manera de burlo de su asma! Era sólo una manera de decir. Pero ya que prefiere callar por no fatigarse demasiado, permítame exponerle mis teorías. ¿Sabe usted por qué los viejos ya no importamos? Toda mi explicación podría resumirse en tres puntos fundamentales.
El primero: porque hemos perdido la propiedad de la “rareza” que antes nos caracterizaba. Y cuando digo rareza, estimado amigo, no hablo, por supuesto, de excentricidades –que, claro está, también las tenemos, y a racimos-. Al hablar de rareza he querido decir, más bien, que hemos perdido, dada la prolongación media de la vida, el aprecio que siempre le es concedido a las especies en vías de extinción. No se valora lo que se tiene en demasía, y las sociedades tienen hoy más viejos de los que tuvieron nunca en el pasado.
Pero, ¿me sigue usted? ¡No se duerma, amigo mío!
Sin embargo, hay, además de ésta, una segunda razón, y es que, como las viviendas son hoy pequeñísimas y las familias nucleares –así las llaman los sociólogos, según he podido enterarme-, resulta que el abuelo ya no tiene en casa lo que se llama “un sitio”. En los hogares modernos –o posmodernos, o hipermodernos- ocupamos un puesto muy marginal, y nuestros hijos nos echan donde pueden: o al cuarto de servicio, a un rincón de la azotea o incluso, ¿por qué no, dada la falta de espacio?, debajo de su cama. Y es porque no cabemos en la casa por lo que venimos a los parques. ¡Confiéselo! ¿O por qué está usted aquí, en la banca, dando de comer a las palomas y mirando correr los perros?
Pero hay aún una tercera razón, y es la siguiente: lo que podemos enseñar a los jóvenes no tiene ninguna importancia para ellos. Por ejemplo yo, durante cincuenta años, vanidad aparte, fui el mejor sastre del barrio, pero hoy ya nadie quiere hacerse ropa a la medida, pues la compran a plazos en los grandes almacenes, o bien de segunda mano y muy barata en los mercadillos ambulantes. ¡Ah, amigo mío! Si yo me propusiera enseñarle a mi nieto los secretos del oficio, seguramente me mandaría por un tubo. Lo de hoy son las computadoras, es la informática, ¿sabe?
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De manera que aquí estamos los viejos, viendo la vida pasar.
¡Oh, por Dios, cuánto tose usted! ¿Me permite sugerirle un remedio natural? Tome usted un par de limones, parta media cebolla en pequeños trozos, agregue…
Ya, ya le pasará. Siempre pasa, amigo mío. Y si no pasa, pasaremos nosotros, ¡no faltaba más! Pero también los jóvenes se harán un día viejos y también pasarán. Es la ley de la vida. Hasta la vista, amigo mío. Ojalá que, si estamos aún en este mundo, mañana volvamos a encontrarnos…
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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