En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”. Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios. Palabra del Señor.
Podemos imaginarnos la escena: han pasado 40 días desde aquel domingo en que Jesús resucitó. Durante ese tiempo, Él ha convivido de nuevo con sus amigos los apóstoles y con los demás discípulos. Ellos no acaban de creer que Jesús está vivo: cada vez que lo ven se maravillan. Ahora los ha convocado en lo alto del Monte de los Olivos. Es el momento de la despedida y de los encargos de última hora. “Vayan, dice Jesús, prediquen el Evangelio, bauticen, enseñen a vivir como yo les he enseñado”. Ése es el encargo, esa es la misión de la comunidad ahí reunida. Esa es la tarea de la Iglesia.
Y, luego, el consuelo: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos”. Jesús sube al cielo hasta que se pierde en el infinito. Ellos se quedan ahí, perdidos en sus pensamientos de tristeza, de asombro, de cierta desesperanza… Pero una Iglesia inactiva no es del agrado de Dios, así que les envía unos ángeles para que los saquen de su pasmo y les recuerden que “ese Jesús que se ha ido al cielo, regresará al final de los tiempos”. Y allá van los apóstoles y la Virgen a encerrarse en el Cenáculo y a esperar en oración al Espíritu Santo que animará a la Iglesia.
Todos los bautizados hemos sido escogidos y enviados por Jesús a predicar el Evangelio. Ya es tiempo de que los católicos cambiemos nuestro mundo con audacia, sin miedos ni temor. La palabra es importante, pero más importante es el testimonio, y ese urge en un mundo que cada vez parece menos cristiano y más pagano, más sin Dios. Es difícil ser católico de veras. Sobre todo cuando hay que ir contra la corriente. Esa es nuestra tarea y urge que la hagamos antes de que regrese Jesús. ¿Cuánto tiempo falta? No lo sabemos, vendrá cuando menos lo esperemos.
Mientras tanto, echamos de menos a Jesús. Nos hace falta verlo y sentir que nos guía con su ejemplo y con su palabra. Pero Él está con nosotros en la presencia real, verdadera, de la Eucaristía; en el pan y en el vino consagrados está con su cuerpo, alma y divinidad. Allí está, esperándonos para acrecentar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad cristiana. Comulgar es ser amigo de Jesús, estar con Él, unirnos a Él. Está también en la Iglesia, cuerpo de Cristo al que pertenecemos y al que damos vida con nuestras buenas obras; y cuando dos o más se reúnen en Su nombre. Está presente en nuestro prójimo, aunque a veces nos cueste trabajo reconocerlo.
Cuentan que la beata Teresa de Calcuta en una ocasión limpiaba y curaba las llagas podridas de un leproso que causaba repulsión por su aspecto y su mal olor, ante los ojos atónitos de un reportero que le hacía una entrevista: “Yo eso no lo haría ni por un millón de dólares”, dijo el periodista con admiración. “Yo tampoco”, respondió sencillamente la monja.
Lo hacía por amor a Cristo, a quien veía en aquel pobre leproso. Esa es la clave para vivir como Cristo nos enseñó.
Nuestro Dios no es un Dios muerto. Cristo vive y camina con nosotros en espera de que lo amemos y lo escuchemos, porque Él sigue, incansablemente, predicando el Evangelio y enseñándonos a vivir la vida verdadera. Cristo es el Papa, los obispos, el sacerdote de tu Parroquia. Cristo es cada uno de tus padres, tu esposo, tu esposa. Ellos te hablan en el nombre de Cristo y quieren tu bien.
Pero tú también eres Cristo cuando hablas y cuando actúas haciéndolo presente, sanando espíritus enfermos de falta de amor, liberando cautivos, dando la mano al que te tiende la suya, mendigando, más que una moneda, un ser tomado en cuenta como persona.
La esperanza es la virtud del día de la Ascensión y ella consuela nuestra añoranza de Jesús.
*El padre Sergio Román, un prolífico colaborador de Desde la fe, falleció el 9 de septiembre de 2021. Este es un artículo de archivo.
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