Que el Infinitamente Grande nos libre de lo infinitamente pequeño
Quisiera que el Coronavirus pasara ya, pero no sin antes haber aprendido a irnos cada noche a la cama diciendo: «Y líbranos del mal, amén».
Ignoro por qué conservaba el ejemplar de esa revista: acaso porque se había escondido en medio de mil folders y quinientos cartapacios y me pasó desapercibida durante años y años. Mas ahora que andaba buscando los papeles de mi auto para hacer unos pagos, apareció. Es claro que, de haberla buscado, no la habría encontrado nunca, pero como buscaba otra cosa, he aquí que la encontré.
¡El misterio de las cosas de este mundo! En estas auras –como decía el filósofo- resulta que el que busca no encuentra. Observe usted con atención a los buscadores de tesoros: ¿qué descubren tras veinte toneladas de tierra removida? Viejos cacharros oxidados, antiguas ollas de peltre corroídas, y poco más. ¿Por qué no encuentran el tesoro? Es muy sencillo: no lo encuentran porque lo buscan; de no buscarlo, lo encontrarían. Los tesoros, en realidad, no se buscan, sino que se tropieza uno con ellos.
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Y, al leer esto, alguien me dirá, tal vez:
-Pero escuche usted lo que dijo Cristo: «El que busca encuentra y al que toca se le abre» (Mateo 7,8). ¿Acaso pone usted en tela de juicio las palabras del Maestro? ¿Tal vez no cree usted en ellas?
De acuerdo, son palabras del Señor, y creo en ellas como creo en la existencia del sol. Pero mucho me temo que dichas palabras valgan únicamente para las cosas del espíritu, cosas éstas que se rigen –según la clara distinción de Simone Weil- de acuerdo con las leyes de la gracia, porque lo que son las cosas de este mundo, se rigen por otras leyes: las leyes de la gravedad.
La gracia tira hacia arriba; la gravedad, hacia abajo. Digámoslo claramente y sin timidez: en este pobre mundo no siempre el que ama es amado, ni el que busca encuentra, ni saludan al que saluda, ni al que toca le abren, ni al que presta le pagan.
Pero, en fin, volvamos a lo nuestro. Decía que, sin haberlo buscado, lo encontré. Se trataba de un ejemplar de “El País semanal” correspondiente a la edición del 9 de marzo de 2008.
-Ajá –dije-, he aquí algo que no debe estar ya entre mis papeles, de manera que me desharé de él.
Mas antes de lanzarlo a la basura me dije que si lo había conservado era por algo; así que me puse a hurgar para ver qué era. Y sí, ahí estaba: se trataba de un artículo que incluso había subrayado -quién sabe cuándo- con lápiz rojo.
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Dicho artículo estaba firmado por una novelista española -de muy cortos vuelos, por cierto: ya había leído yo algo de ella- llamada Maruja Torres, en el que invitaba a sus lectores a realizar una gran apostasía, una apostasía generalizada, por cuanto que el Catolicismo le caía gordo y, habiendo ido a Roma, le fastidió no poco el ver a su paso tantos monumentos cristianos:
«Por las calles de Roma –escribió Maruja allí- pasan autobuses especializados en turismo cristiano; en numerosas fachadas asoma su ratonil sonrisa el actual pontífice –se refería, claro está, a Benedicto XVI-… Y estos buenos vivientes –permítanme el galicismo más que gálico, pero nada fálico- se abanican, como mi taxista, con la creencia de que todos los españoles somos católicos. Pastorean las ovejas suyas, pero al contar hacen trampa: incluyen a las reses (sic) que no pastan en su pradera… Deberíamos apostatar en masa. Eso les bajaría los humos».
Hablar así es lo de hoy: da popularidad y concede visibilidad; además, es preciso ponerse a tono con las reglas que imponen los media. Lo políticamente correcto es afectar desfachatez y promover la irreverencia. O, dicho con las palabras de un paisano mío muy querido, lo guay es ponerse con Dios a las patadas.
La frase me hace sonreír: ponerse con Dios a las patadas. Con Dios, el infinitamente grande. Y, sin embargo, ahora, en los tiempos del Coronavirus, resulta que tememos incluso a lo infinitamente pequeño.
Un tiempo creímos que podíamos burlarnos a placer de lo infinitamente grande. Hoy sabemos que si lo infinitamente pequeño nos hace escondernos en nuestras casas y huir despavoridos, no éramos más que unos imbéciles fanfarrones que desconocían sus fuerzas verdaderas.
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¿Qué dijo Pascal del hombre en el siglo XVI? «No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo». Una cáscara de plátano arrojada en medio de la avenida –que diría Jean Cau, el amigo y discípulo de Jean Paul Sartre- es suficiente para sacarlo de circulación y mandarlo directo al sepulcro.
Ya termino.
Yo quisiera, como todos, que esto del Coronavirus pasara ya.
Pero me gustaría que pasara habiéndonos enseñado antes quiénes somos y cuán indefensos nos encontramos. Y cuánto necesitamos del Infinitamente Grande para que nos libre de la fiereza de lo infinitamente pequeño. Que pasara ya, pero no sin antes haber aprendido a irnos cada noche a la cama diciendo: «Y líbranos del mal, amén».
Se necesitaría tener un espíritu geométrico para decir con Pascal: «¡Qué pocas cosas demostradas hay!». Y un gran espíritu de finesse –de delicadeza- para agregar también con él: «¿Quién ha demostrado que mañana amanecerá y que no moriremos?».