Cuando, por el año 1979, empecé a frecuentar Colombia, por un postgrado en la Universidad Javeriana, me asombraba tanta inseguridad y violencia que se percibía por todas partes. Y eso que en todos los colegios, privados y públicos, era obligatoria la clase de religión.
Yo decía que eso nunca nos pasaría en México. ¡Y mira dónde hemos llegado! Estamos mucho peor que Colombia, que sigue luchando por consolidar su proceso de paz. ¿Por qué hemos llegado a esta situación, si más del 90% nos declaramos creyentes, entre católicos y protestantes?
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No es cuestión de echar culpas a gobiernos presentes y pasados, sino de analizar nuestras propias responsabilidades. Se nos ha descompuesto el país por muchos factores, no sólo por la pobreza. Siempre he dicho que procedo de una familia campesina de clase media baja, y nunca mis padres nos enseñaron a robar o a matar, sino a trabajar y a compartir. Y eso mismo puede afirmar la mayoría de los mexicanos.
Uno de los motivos de la descomposición actual es el demonio de siempre, la ambición del dinero, la lucha de tener más y más, de nunca darse por satisfecho con lo que tenemos. El dinero siempre corrompe, a los de antes y a los de ahora.
La ambición de tener y disfrutar más está en la base de narcotraficantes, de bandas extorsionadoras, de secuestradores y ladrones, de asesinos y contrabandistas. Además, el consumo de drogas en el país del Norte nos ha corrompido por todas partes.
El negocio de la venta de armas se sobrepone a todo, sin importar que un niño de once años asesine a su maestra, hiera a varios niños y se quite la vida; lo que les importa es vender armas de todo calibre, y sostener en esa venta su sistema económico, personal y nacional, porque lo que les importa es el dinero.
El país se nos ha descompuesto por la destrucción de muchas familias, por la ausencia de padres, por las infidelidades conyugales, por hogares incompletos y mal conformados, por embarazos no bien arropados por el amor conyugal, por los malos ejemplos de padres alcohólicos, porque muchos papás no se sienten autorizados para corregir a sus hijos y los consienten en su irresponsable libertad, porque no los limitan en sus excesos y les siguen dando dinero para placeres que lesionan los derechos de los demás.
Así como un hogar bien consolidado es la base para una sociedad justa y fraterna, familias desintegradas son el mayor caldo de cultivo para toda clase de delincuencias y excesos destructivos. Quienes no lo quieren reconocer, es porque son factores del mismo desequilibrio. Con esto, nunca alcanzarán policías, ejércitos, nuevas leyes anticrimen y cámaras de vigilancia. Sin familias armónicas y educadoras en valores integrales, todo lo demás será insuficiente y deficiente.
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El Papa Francisco, en su viaje a México hace cuatro años, nos dijo:
“Un futuro esperanzador se forja en un presente de hombres y mujeres justos, honestos, capaces de empeñarse en el bien común. La experiencia nos demuestra que cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”.
(Mensaje a las autoridades civiles, en Palacio Nacional).
“Les ruego por favor no minusvalorar el desafío ético y anti cívico que el narcotráfico representa para la juventud y para la entera sociedad mexicana, comprendida la Iglesia. La proporción del fenómeno, la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión, como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, Pastores de la Iglesia, refugiarnos en condenas genéricas, sino que exigen un coraje profético y un serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer aquella delicada red humana, sin la cual todos seríamos desde el inicio derrotados por tal insidiosa amenaza. Sólo comenzando por las familias; acercándonos y abrazando la periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras ciudades; involucrando a las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, las comunidades políticas, las estructuras de seguridad; sólo así se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de sangre, aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada”
(Mensaje a los obispos, en la Catedral Metropolitana).
¿Qué podemos hacer tú y yo? Hay que exigir a las autoridades que hagan lo que les toca. Deben enfrentar al crimen organizado, aunque no le llamen “guerra” a este combate, pero no nos pueden dejar a los ciudadanos totalmente desprotegidos.
Cada quien cuidemos a nuestra propia familia y la pastoral familiar. Que no se deshagan los hogares por nimiedades y pretextos. Que los padres sean eso: padres y madres responsables y cariñosos, que educan, forman, controlan, enseñan, ayudan, protegen y también corrigen. Y que nuestra fe cristiana sea firme y coherente, no sólo en prácticas piadosas, sino en rectitud y solidaridad.
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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Publicado originalmente en el Sol de México.
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