Desde hace años, la Secretaría de Educación Pública de nuestro país, algunas televisoras y empresas, así como otras entidades, al designar los días no laborables con ocasión de la Navidad, no hace alusión a ésta, sino que les llaman vacaciones o fiestas decembrinas, de invierno, de fin de año… Algo semejante sucede en la Semana Santa; no la mencionan, sino que hablan de vacaciones de primavera… No quieren reconocer el origen histórico de estas fechas y para nada hablan del motivo de estas celebraciones, que es Jesucristo. Como si su existencia fuera sólo un dato piadoso de una religión, siendo que, con datos también extrabíblicos, está probada históricamente. La Navidad es un hecho histórico.
Durante estos días, hay católicos y cristianos confesos que se intercambian regalos, hacen reuniones familiares, aprovechan para vacacionar, pero que casi para nada toman en cuenta a Jesús, quien es el motivo original de estas celebraciones. Quizá algunos pongan un “Nacimiento”, con las figuras tradicionales, incluso con la imagen del Niño Jesús, pero no leen su Palabra en la Sagrada Escritura, no participan en los ritos religiosos, no hacen siquiera una oración familiar, mucho menos se acercan al sacramento de la reconciliación, ni reciben la Eucaristía. Tampoco se preocupan por hacer algo en favor de los pobres, siendo que Jesús está vivo y verdadero en ellos. ¡Una Navidad sin Cristo!
Con ocasión de las tradicionales “Posadas” (una novena de rosarios antes de la Navidad, con cantos para “pedir posada” para los Santos Peregrinos José y María, con luces, dulces y alguna cosa más para los participantes), el domingo pasado estábamos empezando el Rosario con los niños y sus familiares en el templo parroquial de mi pueblo nativo. Este año, para evitar contagios por la pandemia, la diócesis decidió que todo se redujera al templo, con los cuidados debidos la salud de todos. En ese momento, se presentó en las afueras de la oficina parroquial el mando local del grupo de extorsionadores de la región, transmitiendo en forma prepotente la orden de su comandante superior, quien controla cuatro municipios cercanos, de que se tenían que hacer las “Posadas” no en el templo, sino en las calles del pueblo, con más gente. Acompañé al párroco y pedimos hablar con su jefe. Después de algunas resistencias, éste accedió y platicamos con él, tratándonos en forma amable y respetuosa. Le dijo a su subalterno: “Con la Iglesia no nos metemos”. Y decidieron ellos organizar por su cuenta tres “Posadas”, con su gente, en las calles del pueblo, pero no de parte de la parroquia. Desde luego que no les interesa el Rosario y lo tradicional de esa novena, sino que haya fiesta, baile, música, bebida y quizá droga. No les importa Jesucristo, sino usar su Navidad como pretexto para sus placeres. Pero no nos podemos quedar tranquilos sin hacer cuanto podamos por evangelizar a estas personas. Por ello, pedí a dicho jefe superior tener oportunidad de hablar más largamente con él, a lo que accedió. Nos falta concretar fechas. Intento ofrecerle la Buena Nueva de Jesús.
El Papa Francisco, en su exhortación Evangelii gaudium, nos dice:
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (1).
“Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre nueva” (11).
“Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia». La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia» y «la causa misionera debe ser la primera». ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos» y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera». Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7) (15).
“Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)”. (49).
“La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada. Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones” (239).
“La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes” (246).
“Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida” (274).
“Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda” (275).
Si queremos otro país, donde haya esa paz que nos trae Jesús en su Nacimiento, donde haya justicia y respeto entre todos, donde brillen la fraternidad y la armonía, necesitamos pedir al Espíritu Santo y a la Virgen María que nos ayuden para llevar a Jesús a tantas personas que no lo conocen, para que se conviertan y cambien de vida. ¡Santa Navidad para todos!
* El cardenal Felipe Arizmendi es obispo emérito de San Cristóbal de las Casas (Chiapas)
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