Mirar

Se acerca el 2 de noviembre, en que la liturgia católica celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos, y la misma naturaleza prepara la venida de nuestros queridos difuntos con una espléndida floración de colores blanco, amarillo y morado. Yendo de Toluca a mi pueblo, por toda la carretera abundan flores, grandes y pequeñas, que ambientan gozosamente esta fecha. Así lo interpretan nuestros pueblos. Alabamos y bendecimos al Autor de tanta belleza y perfección. Pero, ¿en realidad vienen los difuntos?

En muchas comunidades, incluso en las urbes, es frecuente que se reúnan las familias, que vayan al panteón a arreglar las tumbas, que les preparen ofrendas en un pequeño altar en casa, que pongan sus fotos y les coloquen alimentos y bebidas de su gusto. No faltan las velas y las flores para ellos. ¿Vienen los muertitos a degustar los manjares que se les ofrecen? ¿Conviven con nosotros?

En una comunidad indígena otomí, donde fui párroco hace años, en estas fechas se quemaban los petates (esteras rústicas para dormir) viejos, se quebraban los trastos de barro de la comida diaria, se compraba todo nuevo, se hacían grandes comidas en su honor, se repartían frutas, panes y otros alimentos a los familiares y amigos, y toda la noche se velaba en el panteón, entre velas, flores, incienso y música, sin faltar bebidas embriagantes. Todo era porque vienen nuestros difuntos…

En todas las culturas hay una fuerte conciencia de que ellos no están totalmente ausentes. Por ejemplo, el cardenal filipino Luis Antonio G. Tagle, quien era el Prefecto de la anterior Congregación para la Evangelización de los Pueblos, y que ahora está integrada en el Dicasterio para la Evangelización, nos platica esto de su abuelo materno, un chino converso al catolicismo: En el aniversario de la muerte de su madre, ofrecía incienso y comida delante de la imagen de su madre y nos decía a los nietos: «¡Que nadie toque esta comida! Primero debe probarlo la bisabuela, en el cielo, y luego nos tocará a nosotros». Con expresiones semejantes, en todas las culturas hay esta cercanía con los difuntos. En realidad, no vienen corporalmente a estar con nosotros, ni comen físicamente los alimentos que se les preparan, pero es una forma simbólica muy expresiva de que estamos ciertos de que no han muerto totalmente, sino que viven de alguna manera. Los católicos sostenemos la vida eterna en Dios para sus hijos, aunque no desconocemos la existencia del infierno, que es la vida eterna sin Dios, que es lo peor que nos puede pasar. Dios es vida y quiere la vida para todos los suyos. Y esto es lo que celebramos en estas fechas: la vida en Dios de nuestros seres queridos ya difuntos. Por eso los experimentamos muy cercanos. Las flores quieren simbolizar el paraíso eterno que les deseamos; las velas expresan la fe en la luz eterna para ellos.

Discernir

El Papa Francisco, en Amoris laetitia, dice: “A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.

Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo. ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios.

En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte». El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora.

Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro. La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte. San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo». Con él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman». El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios.

Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso». Orar por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la injusticia en la tierra, solidarios con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo. Santo Domingo afirmaba que sería más útil después de muerto, más poderoso en obtener gracias. Son lazos de amor. Porque la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.

Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor. De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre, lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial” Nos. 253-258).

Actuar

Recordemos con amor a nuestros seres queridos ya difuntos, sin despreciar las buenas expresiones culturales de nuestros pueblos; oremos por su paz eterna, perdonemos sus errores, vivamos sus buenos consejos y ejemplos, ofrezcamos la Santa Misa por ellos y seamos una memoria viva de su historia, sin deshonrarlos con nuestros malos comportamientos.

 

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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