Por Mariana Julieta Fuentes Sánchez

Crecí en un núcleo familiar católico xochimilca. En la tierra de las posadas del Niño Pa, de las peregrinaciones a Chalma, de las mayordomías a la Virgen de los Dolores, de las fiestas al Patrón del barrio. Donde la frase: “Primero Dios”, es tan común que sin darte cuenta forma parte de tu breviario cultural. Recibir los primeros tres sacramentos es motivo de orgullo familiar y celebración descomunal.

Se me enseñó a rezar al despertar y antes de ir a dormir; a pedir y dar gracias en la Misa de los domingos; a amar a Dios y respetar a mi prójimo; asistir a clases de catecismo, y por último, formar mi escolaridad en instituciones con carisma religioso.

Sin embargo, conforme fui creciendo, observando y cuestionando ciertas prácticas familiares, pude percibir que no tenían lógica con la doctrina de Dios, que ser católicos limitaba el criterio y cegaba la razón. Muchas veces en casa se realizaban actos que denigraban la dignidad humana, pero no era posible hacer nada para remediarlo, ya que “es la cruz que te tocó cargar”.

Mis parientes suelen asistir con regularidad a Misa, y verlos incurrir diariamente en infinidad de faltas a ciertos Mandamientos de la Ley de Dios, me causaba incomodidad e impotencia. Aunque las ofensas eran más que evidentes, la misma condición de “polvo eres y en polvo te convertirás” permite coexistir al agresor y al agredido en el mismo espacio, sin que ninguno de los dos verdaderamente reflexione sobre su estado.

Tantas irregularidades y contradicciones me llevaron a un punto de quiebre tal que decidí rechazar “la culpa” que el catolicismo nos impone desde el nacimiento con el Pecado Original y nos recuerda en cada Misa con el acto penitencial. El saberte o creerte “culpable” frena el crecimiento personal, pues no permite llegar a un estado de plenitud. Tal limitante, nubla el sentido común, te vuelve pasivo a expensas de “la voluntad de Dios”.

La toma de decisión de apartar la religión de mi identidad me generó una inmensa tristeza, misma que posteriormente pasó a ser repudio, para después convertirse en paz. Así que decidí vivir con coherencia entre lo que creo y como actúo, aunque esto me llevara a alejarme de mi progenie.

Por ello, he notado que la Iglesia tiene fieles sin fe, peregrinos por tradición, devotos por costumbre y fanáticos con miedo. Muchos ignorantes y ajenos de la misma religión que dicen profesar; simplemente están ahí porque así tiene que ser. Porque así “lo manda Dios”.

Me atrevo a expresar que incluso ahora, que no soy practicante, he logrado entender la Palabra de Dios. Comprendo que dentro de la Biblia hay leyes, metáforas e historias que si se les prestara la debida atención, el ser humano sería capaz, en primer lugar, de diferenciarlas; segundo, de “Amar al prójimo como a uno mismo”, y finalmente, llevar a la práctica real y sapiente el verdadero mensaje del Señor.

Este texto pertenece a nuestra sección de Opinión, y no necesariamente representa el punto de vista de Desde la fe. 

DLF Redacción

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