Hablar de Dios
Habla de Dios si ya lo amas; y si aún no lo amas, habla de Él para que lo ames. Y así cumplirás el primero y más importante de los mandamientos.
Sí, ya sé lo que se dice: que antes que hablar de Dios es preciso hablar con Dios. Lo he oído cientos de veces, pero no me convence. Aplaudo lo segundo y descubro su necesidad, pero también es importante lo primero, pues de otra manera nuestra fe sería intimista y, por lo tanto, asocial: más privada que pública.
¿No dijo Jesús que de la abundancia del corazón habla la boca (Cf. Lucas 6, 45)? El que ama a Dios no puede sino hablar de Él, y claro, también con Él. ¿Qué clase de enamorado es ese que no habla nunca del ser que ama? Si lo está de veras, no perderá ocasión para hablar de la persona que le ha sorbido el seso, y a la primera oportunidad sacará a relucir su nombre. Y si, conversando con sus amigos, la plática toma otras direcciones, él se encargará de devolverla al buen camino.
Hay quienes se preguntan: “¿Y qué debo hacer por Dios?”. Y yo les respondo, siguiendo las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, de los santos y de los místicos: “Por lo pronto, habla de Él”. Amonestaba así a sus monjes San Evagrio en el siglo V de nuestra era: “Hablad de Dios con más frecuencia de la que usáis para tomar alimento; aplicaos a pensar en Dios más a menudo de lo que respiráis. Es más necesario recordar a Dios a menudo que respirar” (La filocalia de la oración de Jesús).
¿Sientes que no amas a Dios como debieras? Entonces habla de Él con frecuencia, y lo amarás.
¡Además, existe en la Biblia el precepto, la orden y el mandamiento de hablar de Dios! El creyente no tiene derecho a guardar silencio acerca de lo único que importa en esta vida y en la otra. Ya desde el principio, Dios dijo a su pueblo, Israel:
“Estos son los mandamientos, las leyes y los preceptos que el Señor Dios de ustedes mandó enseñarles, para que los pongan en práctica en la tierra a la que van a pasar para tomar posesión de ella… Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo. Incúlcalas a tus hijos y háblales de ellas cuando estés en casa o cuando vayas de viaje, acostado o levantado; átalas a tu mano como signo, colócalas en tu frente como señal; escríbelas a la entrada de tu casa y en tus puertas” (Deuteronomio 6, 1-9).
¿Qué quiere decir Dios con semejante mandato, exhortación o lo que sea? Quiere decir que los padres, además de las otras, tienen una tarea de singular importancia: hacer que sus hijos amen al Señor. ¡Nada menos! Y sobre esta tarea, al final, se les pedirá cuentas. ¡Seremos juzgados, pues, no sólo por nuestras palabras, sino, ante todo, por nuestros silencios!
Si el padre sólo habla a sus hijos de fútbol, por ejemplo, está faltando a su misión de padre. ¡De él depende que éstos amen a Dios, y casi diríamos que de nadie más!
-¡Pero es que el ambiente paganizado en que vivimos…!, dirá uno.
-Y, sin embargo, los hijos ya no nos hacen mucho caso, se excusará otro.
-Sí, sí, eso es muy bello, pero Dios debe tomar en cuenta que nuestros hijos están expuestos a infinidad de influencias, no todas ellas benéficas, protestará otro más.
Sí, sí, sí. Todo esto es verdad. Y, a pesar de ello, el primer deber de un padre es hablarle a sus hijos de Dios. Pues si él no lo hace por pereza, negligencia o lo que sea, ¿quién lo hará?
Según el texto bíblico que hemos citado, el primero y más efectivo catequista de un niño es y será siempre su padre. Los demás, en todo caso, vendrán después, y únicamente a reforzar, o a completar, o a perfeccionar las enseñanzas paternas: “Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo. Incúlcalas a tus hijos y háblales de ellas cuando estés en casa o cuando vayas de viaje, acostado o levantado”…
He aquí lo que sobre este espinoso asunto escribió San Juan Crisóstomo a finales del siglo IV:
“Ya os he dicho que de ahí viene que el vicio sea difícil de extirpar: que nadie se preocupa por sus hijos, que nadie les habla de la virginidad, que nadie de la templanza, nadie del desprecio de las riquezas y a la gloria, nadie de los preceptos que vienen en las Escrituras.
“Ciertamente, cuando desde la primera infancia los niños carecen de maestros, ¿qué será de ellos? Pues si algunos, educados e instruidos desde el seno materno y hasta la vejez, aun se tuercen, quienes desde los comienzos de la vida no se han acostumbrado a oír este tipo de cosas, ¿qué malas acciones no llegarán a cometer?
“Ahora bien, para enseñar las artes, las letras y la elocuencia a sus hijos, cada uno se toma todo tipo de molestias, pero lo de ejercitar su alma en la virtud, esto ya nadie lo tiene en la menor cuenta” (Sobre la vanagloria y la educación de los hijos).
En efecto, ¿cómo es que los padres se desviven para que sus hijos sepan nadar, tocar la flauta o la guitarra, cantar y hablar en chino, y nada les preocupa que sean buenas personas? ¡Conozco niños que, al salir de la escuela, aún van a clases de alemán, a lecciones de taekwondo y otras muchas escuelas o academias en las que se les enseñará esto o lo otro que sus padres juzgan útil para su próximo futuro, pero que, cuando se acerca el día de la primera comunión andan a la busca de párrocos benévolos que les perdonen la asistencia al catecismo!
Habla, pues, de Dios si ya lo amas; y si aún no lo amas, habla de Él para que lo ames. Y así cumplirás el primero y más importante de los mandamientos.