Jaime Septién
A veces los no creyentes nos acusan de vivir en un mundo de ilusiones malsanas, creadas por la Iglesia para tenernos a su merced. A veces –demasiadas, a mi parecer—nos creemos esa tontería. Dejamos los sacramentos, la instrucción, la lectura, incluso (si por fortuna teníamos) la guía espiritual, convencidos de su “inutilidad” ante los avatares del mundo.
Sin embargo, como dijo el papa Francisco en el discurso ante la Curia Romana (22/XII/2022), “la humildad del Hijo de Dios que viene en nuestra condición humana” es para los católicos “escuela de adhesión a la realidad”. La frase de Francisco a los miembros de la Curia, no está dirigida a ellos: está dirigida a cada uno de nosotros.
Adherirnos a la realidad desde Cristo es agradecer el pan cotidiano, el sol que nos calienta, la sonrisa amada que regala luz a la noche oscura, el juego de los niños, el crepúsculo arrebatado por una parvada de tordos que regresan a la ciudad, el rumor del viento sobre los árboles deshojados por el otoño. Es agradecer todo: la enfermedad y el cariño, el dolor y el saludo, la vida y cada una de sus estaciones.
Porque la gratitud limita la queja, rebaja el orgullo, nos pone en nuestro sitio, a la vez grandioso y miserable. No es mi estrategia la que se impone a la realidad. Es la realidad la que se impone a mi estrategia. La encarnación es el origen del conocer humano porque en ella se engrandece lo pequeño. Que es lo que hacen “los pocos sabios que en este mundo han sido”.
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