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Elogio de la madre

9 mayo, 2021
En el Mahabarata, uno de los libros más antiguos y venerados de la literatura universal (siglo IV a. C.), hay un elogio de la madre que supera en belleza y verdad a muchos otros elogios que se le han hecho después. «La madre –se lee allí- es una suerte para cada uno en su miseria. El que tiene madre, tiene protectora, y está sin protectora quien no tiene madre. »No tiene, pues, por qué quejarse; no decaerá en la vejez quien, aun en la desgracia, al volver a su casa, puede todavía decir madre. »Aun si uno tiene hijos y nietos, cuando se acerca a su madre llega a ella como un niño de dos años, aunque tuviera cien. »Ya sea uno capaz o incapaz, ya sea enfermizo o sano, siempre es la madre quien cuida al hijo, quien no tiene otra protectora en el orden natural. »Cuando ha perdido a la madre, entonces es cuando ha envejecido, cuando está en la miseria y cree hallarse solo en el mundo. »No iguala a la madre ninguna sombra refrescante, ningún refugio iguala a la madre, ningún amparo iguala a la madre, nadie la iguala en amor». ¿No es éste un elogio realmente bello? Pero más allá de la belleza de las palabras, está la verdad que encierran los conceptos. Sí, el Mahabarata tiene razón: uno no envejece sino hasta que ha perdido a su madre. Cuando ella ya no está, es como si de pronto alguien nos hubiese arrebatado, sin que supiéramos cómo ni por qué, y sin que fuese posible defendernos, el frasco que contenía el elíxir de la juventud. Puedes leer: Nuestra Madre María, Nuestra Madre la Iglesia, Nuestra Maternidad  Aseguraba Eugène Ionesco (1912-1994), el dramaturgo rumano, que uno es viejo desde que sabe que se va a morir, así tenga cinco años o cincuenta. El mismo don Miguel de Unamuno (1864-1936) dijo repetidamente en sus libros que se pasa de la infancia a la vejez «cuando uno descubre la muerte, que uno se muere. Porque antes, aunque vea morirse a otro, o lo vea muerto, no siente la muerte, no la descubre». Y añadió: «La niñez se acaba en el hombre cuando descubre la muerte, que hay que morirse, al anunciársele la pubertad» (Visiones y comentarios). ¿Se es viejo cuando se descubre la muerte propia? El Mahabarata, sin embargo, dice otra cosa; dice que la vejez empieza en realidad con la muerte de la madre. Mientras ella viva, no hay problema: siempre seremos jóvenes y bellos, aunque estemos viejos y arrugados: Aun si uno tiene hijos y nietos, cuando se acerca a su madre llega a ella como un niño de dos años, aunque tuviera cien. ¡Qué lástima me da no haber conocido todavía este texto cuando escribí Tiempo y silencio! Dije en ese libro que amo especialmente: «En los recuerdos de la persona amada uno no envejece: se conserva con la lozanía de los mejores años». Y para apoyar esta afirmación, cité el fragmento de una carta que escribió Luisina a sus dos hijos en El último verano, la novela de Ricarda Huch (1864-1947): «¡Ahora ustedes se han ido! Pero os llevo muy dentro del corazón, donde todavía sois unos bebés y os gusta estar juntos con vuestra madre en un pequeño rincón». ¿Y no es esto, precisamente, lo que dice el Mahabarata? Puedes leer: Virgen María. ¿Por qué llamarla Madre de Dios? De haberlas conocido entonces, también habría citado en mi libro estas palabras que François Mauriac (1885-1970) dedicó a su madre muerta en sus Nuevas memorias interiores: «Pero ahora, si ella volviera, como vuelve algunas veces, por la noche en mis sueños, yo sería nuevamente el niño sentado en mi taburete y pegado a su vestido, y me parece que encontraría cortos los días y que no agotaría el simple placer de contemplarla». ¡Qué lástima, como digo, no haber conocido antes estos bellos textos! «Pues bien –concluí aquella vez en Tiempo y silencio-, es verdad, así es como vivimos en la memoria de los que nos aman: siempre frescos, siempre vivos, como si el huracán del tiempo no hubiera pasado sobre nosotros y lo hubiera devastado todo. Es en el recuerdo de los otros donde somos siempre jóvenes: allí es el único lugar donde no envejecemos, donde conservamos la edad que teníamos cuando nos empezaron a amar. Para la madre, el hijo es siempre un niño, así tenga cuarenta años; para la anciana, su marido no es aquel viejo de respiración fatigada que duerme la siesta en su sillón; para ella, su marido sigue siendo el guapo muchacho que cantaba para ella debajo de su ventana en las noches sin luna; para ella, él sigue teniendo pelo y siendo fuerte. Porque, como dice un personaje de Todos los hombres son mortales, la novela de Simone de Beauvoir (1908-1986), “uno no ve envejecer a las personas que ama”».     Puedes leer: Honrar y procurar a nuestras madres El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

En el Mahabarata, uno de los libros más antiguos y venerados de la literatura universal (siglo IV a. C.), hay un elogio de la madre que supera en belleza y verdad a muchos otros elogios que se le han hecho después. «La madre –se lee allí- es una suerte para cada uno en su miseria. El que tiene madre, tiene protectora, y está sin protectora quien no tiene madre.

»No tiene, pues, por qué quejarse; no decaerá en la vejez quien, aun en la desgracia, al volver a su casa, puede todavía decir madre.

»Aun si uno tiene hijos y nietos, cuando se acerca a su madre llega a ella como un niño de dos años, aunque tuviera cien.

»Ya sea uno capaz o incapaz, ya sea enfermizo o sano, siempre es la madre quien cuida al hijo, quien no tiene otra protectora en el orden natural.

»Cuando ha perdido a la madre, entonces es cuando ha envejecido, cuando está en la miseria y cree hallarse solo en el mundo.

»No iguala a la madre ninguna sombra refrescante, ningún refugio iguala a la madre, ningún amparo iguala a la madre, nadie la iguala en amor».

¿No es éste un elogio realmente bello? Pero más allá de la belleza de las palabras, está la verdad que encierran los conceptos. Sí, el Mahabarata tiene razón: uno no envejece sino hasta que ha perdido a su madre. Cuando ella ya no está, es como si de pronto alguien nos hubiese arrebatado, sin que supiéramos cómo ni por qué, y sin que fuese posible defendernos, el frasco que contenía el elíxir de la juventud.

Aseguraba Eugène Ionesco (1912-1994), el dramaturgo rumano, que uno es viejo desde que sabe que se va a morir, así tenga cinco años o cincuenta. El mismo don Miguel de Unamuno (1864-1936) dijo repetidamente en sus libros que se pasa de la infancia a la vejez «cuando uno descubre la muerte, que uno se muere. Porque antes, aunque vea morirse a otro, o lo vea muerto, no siente la muerte, no la descubre». Y añadió: «La niñez se acaba en el hombre cuando descubre la muerte, que hay que morirse, al anunciársele la pubertad» (Visiones y comentarios).

¿Se es viejo cuando se descubre la muerte propia? El Mahabarata, sin embargo, dice otra cosa; dice que la vejez empieza en realidad con la muerte de la madre. Mientras ella viva, no hay problema: siempre seremos jóvenes y bellos, aunque estemos viejos y arrugados: Aun si uno tiene hijos y nietos, cuando se acerca a su madre llega a ella como un niño de dos años, aunque tuviera cien.



¡Qué lástima me da no haber conocido todavía este texto cuando escribí Tiempo y silencio! Dije en ese libro que amo especialmente: «En los recuerdos de la persona amada uno no envejece: se conserva con la lozanía de los mejores años». Y para apoyar esta afirmación, cité el fragmento de una carta que escribió Luisina a sus dos hijos en El último verano, la novela de Ricarda Huch (1864-1947): «¡Ahora ustedes se han ido! Pero os llevo muy dentro del corazón, donde todavía sois unos bebés y os gusta estar juntos con vuestra madre en un pequeño rincón». ¿Y no es esto, precisamente, lo que dice el Mahabarata?

Puedes leer: Virgen María. ¿Por qué llamarla Madre de Dios?

De haberlas conocido entonces, también habría citado en mi libro estas palabras que François Mauriac (1885-1970) dedicó a su madre muerta en sus Nuevas memorias interiores: «Pero ahora, si ella volviera, como vuelve algunas veces, por la noche en mis sueños, yo sería nuevamente el niño sentado en mi taburete y pegado a su vestido, y me parece que encontraría cortos los días y que no agotaría el simple placer de contemplarla».

¡Qué lástima, como digo, no haber conocido antes estos bellos textos! «Pues bien –concluí aquella vez en Tiempo y silencio-, es verdad, así es como vivimos en la memoria de los que nos aman: siempre frescos, siempre vivos, como si el huracán del tiempo no hubiera pasado sobre nosotros y lo hubiera devastado todo. Es en el recuerdo de los otros donde somos siempre jóvenes: allí es el único lugar donde no envejecemos, donde conservamos la edad que teníamos cuando nos empezaron a amar. Para la madre, el hijo es siempre un niño, así tenga cuarenta años; para la anciana, su marido no es aquel viejo de respiración fatigada que duerme la siesta en su sillón; para ella, su marido sigue siendo el guapo muchacho que cantaba para ella debajo de su ventana en las noches sin luna; para ella, él sigue teniendo pelo y siendo fuerte. Porque, como dice un personaje de Todos los hombres son mortales, la novela de Simone de Beauvoir (1908-1986), “uno no ve envejecer a las personas que ama”».

 

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.





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