El escritor frustrado
Creo que no hay nada de humillante en reconocer la grandeza ajena. ¡Al contrario! Uno es grande en la medida en que admira lo grande.
Es medianoche, termino de leer una novela del escritor español José Ángel Mañas titulada Soy un escritor frustrado, y apago la luz. Aún no sé si la novela me ha gustado o no, pero mientras me giro en la cama pienso que es una historia truculenta como pocas.
Trata de la vida de un crítico literario que ha soñado toda su vida con escribir una novela y que sabe que jamás la escribirá. Lo ha intentado ya infinidad de veces, pero como es un excelente crítico sabe perfectamente que lo que acaba produciendo es siempre basura. ¿Cuándo le será dado escribir una novela que deje huella, sorprenda a lectores y editores, y cause furor en el mundo entero? Nunca, nunca. Y por eso es un hombre amargado, violento, antipático y alcohólico.
Nuestro talentoso crítico enseña literatura o algo así en la Universidad Autónoma de Madrid y sus alumnos lo admiran sinceramente, pero resulta que él no puede admirarse a sí mismo porque sabe de qué pie cojea. Con su novia, Ana, es un tirano, pero no solamente con ella, sino con todos sus amigos y con cuantos tienen la desgracia de cruzarse en su camino.
Ahora bien, ¿y por qué, si es un buen profesor –y él sabe que lo es-, desea también ser un novelista? ¡Vaya usted a saberlo! El problema es que quiere serlo y que lo intenta una y otra vez escribiendo cientos de páginas que luego echa a la papelera o incluso a la alcantarilla. Por ejemplo, durante una noche entera escribe como un poseso, pero, a la mañana siguiente, al ver los resultados de sus desvelos, da patadas al ordenador o, para curar su decepción, bebe cuantas botellas de licor encuentra a su alcance.
Pero he aquí que un día una de sus alumnas lo aborda al terminar la clase, le entrega una gruesa carpeta y le pide su opinión acerca de la novela que acaba de escribir: se trataba de unas trescientas cuartillas que J., nuestro novelista frustrado, echó a su portafolio casi a regañadientes. ¡Una opinión! ¡Como si él tuviera tiempo para perder leyendo tonterías!
“-Por favor –insistió Marian, la alumna, en tono suplicante-. Me gustaría que la leyera. Es muy importante para mí”.
Bien, la leyó algunos días más tarde. Y quedó impresionadísimo. ¿Cómo era posible que una jovencita de veinte años o incluso menos pudiera escribir de esa manera? Conforme leía y leía, más impresionado estaba y más nostálgico se sentía. ¡Ah, si él pudiera escribir una novela como esa! “La novela era genial. Era la novela que todo escritor hubiera deseado escribir: caótica y desordenada –no se ceñía a los cánones perfeccionistas y decimonónicos de Henry James, desde luego, pero estaba llena de intuición y plagada de esas imágenes que se quedan grabadas en la mente del lector mucho tiempo después de haber terminado de leer”. Sí, se trataba de una gran novela, de una novela que, en cuanto fuese publicada, daría mucho de qué hablar.
Un pensamiento atravesó la cabeza de J. como una nube en el cielo: ¿y si se la apropiaba? ¿Y si se la robaba a esa estúpida muchacha que ni siquiera sabía lo que había escrito? Con un solo movimiento enérgico tomó la carpeta, se dirigió a la oficina de derechos de autor y, por el precio de unas cuantas pesetas (entonces eran todavía pesetas), la registró con su nombre.
A partir de ahora, aquella novela era suya. ¡Suya! ¿Cómo pudo haber hecho semejante cosa? Bien, la hizo, y sin demasiados escrúpulos, además; y cuando Marian, en los días siguientes, le preguntaba por su obra, él adquiría poses de suficiencia, inflaba el pecho y decía con desprecio: “¿Qué novela? Ah, eso… Todavía no he tenido tiempo para leerla. A ver si esta semana le echo un vistazo”. En fin, cosas así.
J. publicó entonces la novela y, como era de esperarse, tuvo ésta un gran éxito de ventas: las ediciones se sucedieron y llovieron los contratos de traducciones a otros idiomas. Pero, ¿y Marian, mientras tanto? Ante todo, era preciso que desapareciera, no fuese a abrir la boca y luego… Optó, finalmente, no por matarla, sino por raptarla para que no pudiera enterarse de la publicación de su novela con el nombre de otro. La raptó, escondiéndola en una finca deshabitada del extrarradio madrileño, y la drogó todo lo que pudo. La pobre muchacha se pasaba la vida dormida. Pero, y si guardaba ésta en alguna parte una copia de su novela, ¿qué pasaría? Torturándola despiadadamente le preguntó si había más copias, y la joven dijo que sí, que tres, pero que todas estaban en casa de su madre.
J. buscó entonces el domicilio de la chica y asfixió a la madre para apoderarse de aquellas cuartillas delatoras. Mientras tanto, Marian agonizaba y moría en aquella buhardilla mal iluminada en la que se pudrió, ahogada en sus propios excrementos.
He aquí, a grandes rasgos, la historia de este escritor frustrado cuyo nombre nunca conoceremos, sino sólo la letra inicial de su nombre: J. ¿Y no es verdad que se trata, como ya he dicho, de una historia demasiado truculenta para ser verdadera? Ignoro si he perdido tiempo leyéndola, pero una cosa me queda clara: que no me gustaría que mis ambiciones literarias llegaran nunca a tales extremos. “Hombre –digo en voz alta hablando con el tal J. mientras trato de conciliar el sueño-, si la novela de Marian era tan buena, ¿por qué no te limitaste a recomendarla a alguna editorial aprovechando que eras un crítico reconocido y de fama? Y si, además de eso, hubieses escrito el prólogo, la cosa habría salido redonda. Entonces te hubiera tocado a ti tu parte de gloria: una gloria de descubridor de talentos –una gloria modesta, en suma-, pero gloria a fin de cuentas. No querías brillar con luz prestada, pero así es como brilla la luna y no por eso deja de ser un astro y de estar alta en el cielo.
Me giro en la cama, enciendo la luz y me digo a mí mismo para no olvidarlo que no hay nada de humillante en reconocer la grandeza ajena. ¡Al contrario! Uno es grande en la medida en que admira lo grande, y es pequeño en la medida en que quiere hacerse grande a toda costa, así sea trepándose en los hombros de los otros… ¡Dios mío –rezo- que no sea yo tan enano que no sea capaz de reconocer la grandeza de los gigantes. Amén”.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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