–Bien, veamos lo que contiene –dije en voz baja al encontrarme hace poco un libro de José Joaquín Blanco titulado Pastor y ninfa. Ensayos de literatura moderna. Era un volumen no muy grueso, pero de portadas atractivas. Rasgué con discreción el celofán que lo envolvía y me puse a recorrer las páginas a grandes trancos visuales.

-Un ensayo sobre los cantantes castrados: no me interesa; un capítulo sobre Goethe: sigamos adelante; otro ensayo más sobre Brummel y los suyos: lo mismo me da…

Pero entonces descubro un capítulo dedicado a Chesterton, y decido llevarme el libro. Veo con agrado que éste es uno de los más largos del volumen, y durante todo el día no hago otra cosa que desear la noche para llegar a mi casa y ponerme a leerlo.

Llegó la noche y me puse a leerlo. Lo de los cantantes castrados me importó un comino, pero cuando llegué al ensayo dedicado a Goethe mi ánimo, por decirlo así, empezó a ensombrecerse y mi ímpetu a amortiguarse. ¡Con lo poco que había leído ya me imaginaba cómo trataría José Joaquín Blanco a mi queridísimo Chesterton! He aquí, por ejemplo, lo que escribió a propósito del autor de Fausto y Werther: “Estoicismo, epicureísmo, neoplatonismo, sabiduría oriental, acaso iluminaciones masónicas: todas las filosofías antiguas o herméticas fueron trasegadas por Goethe en su búsqueda de una teoría de la dicha que oponer a los dogmas del Valle de Lágrimas del Cristianismo”. Y luego, un poco más adelante: “Volver al paganismo y a la antigüedad, lo dijo él varias veces, constituía recuperar la juventud y la alegría del mundo y del género humano que el cristianismo había estropeado”.

Y digo que justo aquí mi ánimo empezó a ensombrecerse, pues ¿cómo iba a comprender plenamente a Chesterton un hombre que abrigaba tal antipatía por lo que aquél defendió siempre con pasión en casi todos sus libros, es decir, la Iglesia y la fe católicas? Al punto pensé en Borges, que admiraba a Chesterton y lo tenía por maestro suyo, pero sólo por sus paradojas, mas nunca por su fe, que produjo –como una fragua eternamente encendida- esa encantadora pirotecnia verbal que todavía hoy nos sorprende y asombra.

Y, cuando llegué en el libro a donde quería llegar, no hice más que tomar nota de lo que ya había sospechado, a saber: que José Joaquín Blanco admira en Chesterton no al último Padre de la Iglesia –según lo llamó don Alfonso Reyes, cuya admiración por él se transformó al punto en una gana incontenible de traducirlo al castellano-, sino únicamente al “último racionalista optimista de la literatura europea”.

En realidad, parece que el autor de Pastor y ninfa no ha leído de Chesterton más que las historias del Padre Brown. ¡No importa! He aquí, como quiera que sea, lo que dice de él:

“Nadie se explica, después de conocer el medio millar de criminales, clowns, actores, abogados, saltimbanquis, vagos, maniáticos, excéntricos, hipnotizadores, comunistas, masones, científicos, millonarios, predicadores, periodistas, anticuarios, dandies, marineros, policías y demás picaresca o bohemia que constituye el mundo del Padre Brown en sus 49 embrollos, cuándo tuvo tiempo ese buen cura de Norfolk para tratar a las beatas, mustios y peces agrios que suelen constituir la feligresía de las pardas parroquias católicas”.

¡El populismo intelectual de siempre! Yo, cuando veo a los feligreses de mi parroquia –y los veo muy a menudo-, no los encuentro beatos, mustios, y mucho menos agrios. ¡Me temo que muchos de ellos acaso puedan dar a José Joaquín Blanco unas cuantas leccioncillas de ingenio y humanidad! Al parecer, nuestro crítico piensa que la única manera de divertirse en este mundo es la manera en que se divierte él. ¡Mala cosa! Pero no sólo reprocha a Chesterton el que haya dado al Padre Brown tanto tiempo para andar libre por ahí deshaciendo entuertos y descubriendo criminales, sino que también le reprocha que el tema sexual, en esta inmensa saga, brille por su ausencia: “Hay degollados de todos tipos en sus cuentos –escribe-: no recuerdo un beso en la boca, mucho menos una caricia en los senos o en las caderas entre sus mil personajes. Mucho Falstaff, poco Hamlet. Por lo demás, rara vez se encontrará un personaje femenino que no sea totalmente decorativa, y sus hombres padecen manías y obsesiones de todo tipo, menos la sexual”.

¡El buen cura de Norfolk! Cuando escribió estas palabras llenas de simpatía, José Joaquín Blanco pareció estremecerse, y luego se puso a pedirle perdón a sus lectores, diciéndoles: “Ah, pero uno sabe que los curas no son así, del mismo modo que no todas las chamacas son Julieta”. He aquí sus palabras: “Pienso que Chesterton imaginó una quimera: el cura simpático, honrado, inteligente y divertido, del mismo modo que Cervantes imaginó un soldadón entrañable de caballería en Don Quijote… Los curas no son así, los caballeros no son así: sólo el Padre Brown o Don Quijote llenan su mito. Sorprende mucho encontrar en un cura tal talento detectivesco; sorprende más encontrar en él una persona saludable y simpática”.

Bien, ya está: el crítico pidió perdón a sus lectores por haber hablado bien de un cura. Y luego… Y luego dejé de leer el libro para ponerme a transcribir un párrafo de Chesterton que, por no figurar en la saga del Padre Brown, José Joaquín Blanco seguramente no ha leído ni leerá jamás; se trata de un párrafo tomado de Ortodoxia, acaso el libro más importante del famoso polemista inglés:

“Consideremos la teoría de que los sacerdotes oscurecen y amargan el mundo. Miro el mundo y sencillamente descubro que no lo hacen. Aquellos países de Europa en los cuales todavía existe la influencia de los sacerdotes, son precisamente los países que todavía cantan y bailan al aire libre con arte y coloridas vestimentas. La doctrina y la disciplina católicas puede que sean murallas; pero son las murallas que cercan un campo de juegos”.

Pero leer a José Joaquín Blanco no ha sido, después de todo, tiempo perdido. Y es que he descubierto una cosa de la mayor importancia: que los creyentes solemos ser más justos a la hora de leer a los ateos que éstos cuando leen a un creyente. Nosotros entendemos sus dudas, sus cavilaciones y a menudo su desconsuelo, porque compartimos con ellos la misma condición humana; pero ellos no comprenden ni hacen nada por comprender nuestra fe.

¿Nos hace esto, entonces, lectores de mejor calidad, más comprensivos y amables ? Acaso sí, por lo que veo. Y ríase quien quiera.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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P. Juan Jesús Priego

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