Alberto Quiroga
Hace años, una asociación de seguridad industrial grabó una serie de videos reflexivos sobre los accidentes en el trabajo. La temática era la misma: una escena aparentemente común, dónde de golpe una de las personas sufría un accidente y quedaba muy lastimada o muerta. Cuando alguien, apurado y asustado, pedía ayuda gritando: “¡Hubo un accidente!”, quien lo había sufrido se levantaba, todo ensangrentado y dañado, y decía: “No fue un accidente, ya se había informado de las condiciones peligrosas y nadie hizo nada por prevenir lo que se sabía podía pasar”.
Si una escalera de mano tiene los topes desgastados, es cuestión de tiempo para que se encuentre sobre una superficie resbaladiza y provoque la caída de quien está encima de ella. No es accidente, es consecuencia.
En nuestra vida espiritual, sobre todo cuando sentimos que Dios está siendo injusto con nosotros, solemos reclamar, pero no siempre nos detenemos a analizar qué nos ha llevado a esa situación y cuál es nuestra responsabilidad.
Si un hombre infiel, que engaña, pierde la confianza en sí mismo y eso le lleva a tener problemas en el trabajo o en la calle, no es un castigo, sino la consecuencia de que, si él engaña, es lógico que comience a dudar de los demás, perdiendo así la tranquilidad para tomar buenas decisiones.
Tomando malas decisiones, todo se agrava en lugar de mejorar. No será hasta que corrija el problema de raíz, que podrá ver cambios realmente positivos. Lo que ocurre no es accidente, es consecuencia.
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