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¿Cómo dejar de procrastinar? ¡Desarrolla así la virtud de la diligencia!

La procrastinación no es un mal incurable, se remedia practicando la virtud contraria, es decir, la diligencia.

16 julio, 2021
¿Cómo dejar de procrastinar? ¡Desarrolla así la virtud de la diligencia!
Foto: Aron Visuals on Unsplash
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Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años. 

“No, yo no hago eso, quién sabe qué es, pero suena feo”. Eso responde mucha gente cuando se le pregunta si acostumbra procrastinar (palabra que viene del latín ‘pro’, a favor de, y ‘cras’, mañana y se refiere a dejar para mañana lo que podemos hacer hoy, es decir, posponerlo para un ‘después’ que probablemente se sigue posponiendo y posponiendo y tal vez no llega nunca), pero es algo en lo que todos hemos caído más de una vez.

La procrastinación empieza como un mal hábito en relación a cosas pequeñas que no parecen tener importancia, pero pronto puede volverse un vicio que crece y afecta nuestra vida, no sólo en lo cotidiano, sino, más gravemente, en lo espiritual.

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Procrastinamos escombrar ese tiradero, o guardar eso que lleva allí quién sabe cuánto, o regalar eso que no usamos, o reparar eso que se descompuso. Procrastinamos llamar a alguien para ver cómo sigue o para pedir perdón, o enviar una ayuda a quien la necesita. Y procrastinamos darnos tiempo para orar, o para leer la Palabra de Dios, o para rezar el Rosario y, peor aun, para irnos a confesar y asistir a Misa.

Y cuando procrastinar se nos volvió habitual, como sabemos que está mal, para no sentir remordimiento nos justificamos haciendo algo más, pero nos engañamos. Lo que dejamos de hacer sigue allí, como mudo testigo de que procrastinamos.

La procrastinación es un mal progresivo, y potencialmente mortal para nuestra alma.

Dice el Apóstol Santiago: “Aquel que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado.” (Stg 4, 17). Si dejamos para después relacionarnos con Dios y cumplir Su voluntad, ponemos en riesgo nuestra salvación. Jesús nos pide estar preparados, pues nuestro fin llegará cuando menos lo esperemos.
Pero la procrastinación no es un mal incurable, se remedia practicando la virtud contraria, es decir, la diligencia, que consiste en no posponer lo que debemos hacer, sino hacerlo a tiempo y, según recomienda san Francisco de Sales, con prontitud y alegría.

Es una virtud que se debe cultivar en los niños. Se les enseña que cuando se les pida realizar algo, lo hagan al momento, aunque tengan que interrumpir lo que estén haciendo, por entretenido que sea. Nada de ‘ahí voy’, ‘ya mero’, ‘ahorita’, hay que obedecer ya.

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Es una disciplina muy útil para su vida, pues va fortaleciendo su voluntad para dominarse a sí mismos y acostumbrarse a hacer lo que deben hacer cuando deben hacerlo. Otro hábito muy recomendado por los santos es levantarse a la primera, en cuanto suene el despertador, por más ganas que uno tenga de dormir ‘otro ratito’.

Hay otras prácticas que pueden realizarse diariamente, por ejemplo, a las 12pm dejar lo que se esté haciendo y rezar el Ángelus, y a las 3pm rezar la Coronilla de la Divina Misericordia.

Son pequeños ejercicios cotidianos que van fortaleciendo la voluntad para saber hacer o dejar de hacer algo al instante. Y resultan muy útiles cuando se trata de evitar una tentación o de parar cuando se está cometiendo un pecado.

Otra ayuda para superar la tendencia a procrastinar es hacer una lista de lo que está pendiente por hacer, y cada día elegir algo, hacerlo y ponerle palomita a la lista.

El procrastinador necesita sentir que es más satisfactorio hacer las cosas que posponerlas, e ir tachando pendientes en su lista le permite no sólo resolverlos, sino tener una sensación de éxito que le animará a hacer otras cosas que había pospuesto.

Un amigo muy sabio decía que procrastinar es acumular ‘cucarachas mentales’, que molestan hasta que las echamos fuera. Y suele pasar que cuando por fin hicimos aquello que habíamos procrastinado, comprobamos que no era tan latoso ni difícil como pensábamos, y lamentamos no haberlo hecho antes. Así le pasó a san Agustín, que fue un gran procrastinador. Le pedía a Dios: ‘hazme casto, pero todavía no’, y luego se recriminaba por posponer su castidad ‘para mañana’. Le parecía que sería infeliz y no podría soportarlo, pero con la gracia de Dios dejó de procrastinar y se sintió liberado.

Como él, también nosotros podemos lograrlo.


Autor

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.