Una niña se confiesa de que le pegó a una compañera, pero calla que le miente a su mamá. Un joven se confiesa de acostarse con su novia, pero no de que es adicto a la pornografía. Una señora se confiesa de chismear, pero omite que a su marido le roba dinero de su cartera. ¿Qué tienen en común estos tres casos? Que el Sacramento de la Confesión de estas personas no fue válida.
¿Por qué? Por un detalle que parece pequeño pero es muy importante y desgraciadamente no toda la gente conoce: Si quien se confiesa omite a propósito un pecado, es decir, lo recuerda pero no lo dice, su Confesión queda invalidada, así que lo que confesó no quedó absuelto y debe volver a confesarlo.
Para que el Sacramento de la Confesión sea válido no sólo se requiere: arrepentimiento, propósito de enmienda y cumplir la penitencia, sino confesar todos los pecados cometidos desde la última Confesión.
Si acaso sin querer alguien olvida confesar un pecado y se da cuenta después, no hay problema, pues no lo omitió a propósito. Pero debe confesarlo la siguiente vez.
¿Sueles caer en la tentación de no confesar ciertos pecados? Entonces te conviene tomar en cuenta lo siguiente:
Jesús dio a Sus discípulos (y obviamente a sus sucesores), el poder de perdonar pecados (ver Jn 20, 19-23) pero no de adivinarlos, así que deben escucharlos. Y como los perdonan en nombre de Jesús, es con Él con quien te confiesas, con Él, que te conoce, te ama como eres y está siempre dispuesto a perdonarte. Pero debes poner tu pecado en Sus manos. Si te lo guardas, te seguirá dañando.
Los confesores han oído de todo, no creas que se van a caer de espaldas al oír tus pecados. Dicen que el diablo nos quita la vergüenza para que pequemos y luego nos la devuelve para que no nos confesemos. Nos susurra al oído: ‘qué va a pensar el padre de ti’, ‘¡lo que hiciste es tremendo!, ¡te va a regañar!, ¡no se lo digas!’, ‘al fin y al cabo no fue tan malo, mejor guárdatelo’. No hagas caso. Dice san Pablo que somos hijos de la Luz, no de las tinieblas, no conserves tus pecados ‘en lo oscurito’. Confiésalos, ¡deshazte de ellos!
No dejes que la pena te detenga. Muchas iglesias tienen confesionario. Busca una. Podrás confesarte con la seguridad de que el confesor no te verá ni sabrá quien eres.
Cuando le dices algo a alguien pidiéndole que no lo platique, es seguro que se lo contará a quien más confianza le tenga, y esa persona a su vez lo contará, y así, tarde o temprano, medio mundo conocerá tus intimidades. En cambio en el Sacramento de la Confesión tienes la absoluta seguridad de que nada de lo que digas se sabrá. Puedes desahogarte, quitarte ese peso que te ha venido agobiando, quedar con el alma aligerada, salir casi flotando del Confesionario. ¡Es delicioso!
Dice Jesús que sin Él no podemos hacer nada (ver Jn 15, 5). Con tus solas fuerzas no lograrás superar tu pecado, sobre todo si se te convirtió en hábito. Necesitas la ayuda del Señor, y en la Confesión la recibes. No sólo te perdona, sino te fortalece para no volver a pecar. Y aunque es probable que lo vuelvas a cometer, con cada nueva Confesión te vas fortaleciendo más y más para resistir esa tentación que antes te hacía caer.
¿Qué puedes hacer si al recordar Confesiones pasadas te acuerdas de que en alguna o peor aún, en varias de ellas, callaste a propósito pecados que habías cometido, y por lo tanto han sido inválidas?
Lo que suele recomendarse en estos casos es hacer una cita con algún buen confesor (pregunta a tu familia y amigos, de seguro conocen a varios), para tener lo que se conoce como ‘Confesión general’. ¿Qué es y qué se necesita para realizarla? Te lo diré, primero Dios, la próxima semana.
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