La primera vez que vi la imagen del Sagrado Corazón de Jesús fue en mi parroquia, en una escultura que hay en una capilla lateral. Me llamaron la atención su mirada misericordiosa y sus brazos abiertos, como esperándome para darme un abrazo. Estaba oscuro todavía y en la penumbra apenas rota por la tenue luz de unas veladoras, era todo lo que alcancé a distinguir.
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Conforme fue clareando el día capté algo que llamó mi atención: se le veía el corazón. Me preguntaba por qué se le habría ocurrido al escultor ponerlo así, por fuera. No tenía idea de que esa imagen era llamada ‘Sagrado Corazón de Jesús’, y que lo de ponerlo por fuera no había sido idea del escultor, sino del propio Jesús, que mostrando Su corazón, se le apareció, en una revelación privada, a santa Margarita María Alacoque, y le dijo: “He aquí Mi Corazón, que tanto los ha amado…y sólo recibe…ingratitudes, irreverencias y sacrilegios, frialdades y menosprecios.” Saber que esa imagen la mostró el propio Jesús hace que cobren relevancia cada uno de sus elementos: Su corazón, la corona de espinas, la cruz y el fuego. Vale la pena detenernos reflexionar sobre ello.
Es conmovedor que Jesús condescienda a mostrarnos Su corazón y no Sus entrañas. ¿A qué me refiero? A que en la Biblia, el amor se relaciona con las entrañas, más aún con los riñones (por eso habla de ‘entrañas de misericordia’). El corazón se considera sede del entendimiento y la voluntad. ¿Por qué nos muestra Su corazón el Señor? Porque se adaptó a nuestra sensibilidad. Sabe lo que para nosotros significa un corazón y quiso darnos una representación de Su infinito amor.
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Jesús tenía el cuerpo flagelado por 120 azotes que cayeron una y otra vez donde ya estaba lastimado, provocándole un dolor insoportable, cuando soldados trenzaron una corona -la Sábana Santa muestra que fue más bien un casco- de espinas. Sabía que se la pondrían con saña en la cabeza, clavándole 50 espinas, causándole un sufrimiento indescriptible, y ¡lo permitió! Siendo el Rey del Universo, dejó que lo coronaran de espinas y se burlaran de Él. No sólo nos pidió ser mansos y humildes, sino nos dio ejemplo de mansedumbre y humildad, hasta el extremo.
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Contemplar la corona de espinas en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerda lo que fuimos capaces de hacerle; nos recuerda lo que fue capaz de soportar por nosotros, con toda paz y paciencia, y nos llama a tener, como pide san Pablo: “los mismos sentimientos de Cristo”.
Cabe hacer notar que en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús la cruz está asentada en el corazón. Podía haber estado a un lado, arriba o abajo, pero surge del corazón. ¿Qué quiere decir esto? Que la cruz es fruto del amor. Jesús la aceptó por amor a nosotros, y nos invita también a aceptar por amor cargar nuestra cruz de cada día.
A veces pensamos que la cruz que nos toca llevar es un castigo, una maldición de Dios o señal de que se olvidó de nosotros y nos cayó la ‘mala suerte’. Nada más falso. Toda cruz (llámese enfermedad, desempleo, crisis familiar, etc.), es una oportunidad para amar y dejarnos amar: un camino hacia la santidad.
Decía san Francisco de Sales que el sufrimiento por sí mismo es insoportable, pero cuando se vive de la mano de Dios se vive con paz e incluso con alegría. El hecho de que la cruz salga del corazón, nos recuerda también lo que dijo san Pablo sobre Jesús: “Me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gal 2, 20). Él, que primero aceptó la cruz por nosotros, nos ayuda a nosotros a llevar nuestra cruz, a hallarle su sentido redentor, para poder aceptarla con gratitud y con amor.
Jesús dijo: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49). Las llamas que brotan en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerdan que Él anhela hacer arder el nuestro con un fuego que nos ilumine, para seguir siempre Sus caminos; que nos caliente y libre de nuestra fría indiferencia hacia las cosas de Dios; que purifique, derrita y queme todo lastre que nos impida seguirlo y encienda en nosotros el deseo ardiente de siempre amarlo y servirlo.
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