El Credo explicado frase por frase
El Credo es la profesión de fe de los católicos. En este artículo encontrarás una explicación de cada una de las frases que lo conforman.
El Credo es la oración que resume la fe que profesamos los católicos (profesar significa creer y confesar). Y se llama Credo porque las oraciones suelen recibir el nombre de la palabra o frase con que empiezan. Credo significa ‘creo’ en latín, es la palabra inicial de esta profesión de fe.
A continuación encontrarás la explicación de cada una de las palabras o frases que componen el Credo.
Leer: El Credo; Oración
-Creo
En el lenguaje cotidiano decir ‘creo’ expresa cierta duda. Si dices: ‘creo que la fiesta es hoy’, te pueden preguntar: ‘¿crees o estás seguro?’. Ni siquiera puedes decir de alguna persona, institución o causa: ‘creo en ella’, con la total certeza de que nunca te decepcionará. Es que lo que se cree con relación a este mundo tiene siempre un tinte de inseguridad.
Mi papá (qepd), solía recitar un famoso versito de Campoamor: ‘en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira’. En otras palabras, todo aquello en lo que puedes creer en este mundo, depende de seres humanos y por ello es subjetivo, inestable, frágil, sujeto a cambio y error.
En estos tiempos en que se vive la ‘dictadura del relativismo’, se considera ‘de gran altura intelectual’ y ‘políticamente correcto’ que cada persona tenga ‘su propia verdad’, y no pretenda ‘imponérsela’ a nadie.
He tenido oportunidad de charlar con personas no creyentes, muchas de las cuales se ufanan de no creer en ningún ‘dogma’ o ‘verdad de fe’, como si ello las elevara por encima del común de los mortales, siendo que en realidad las hunde en las arenas movedizas de la incertidumbre.
Qué diferencia cuando tienes tu fe sólidamente cimentada en Dios y en lo que Él ha revelado. Puedes tener la certeza de que no quedarás defraudado y pronunciar con convicción la primera palabra del Credo: ‘Creo’.
Cuando dices ‘creo’ expresas que aunque no lo veas, sabes que hay una realidad más allá de la de este mundo, y no te conformas con creer sólo lo que ven tus ojos.
Si dices ‘creo’ afirmas no sólo que crees que Dios existe, como podrías creer que existe Marte, sin que ello te afecte, sino que crees que Dios está presente e interviene en tu vida, y eso lo cambia todo.
Decir ‘creo’ te compromete a responder a Su presencia viviendo como creyente. Significa que tu fe determina tus decisiones…
Cuando dices ‘creo’ reconoces que formas parte de la familia de los hijos de Dios, que creen lo mismo que tú. Como dice un bello himno de la Liturgia de las Horas: “Allí donde va un cristiano, no hay soledad sino amor, pues lleva toda la Iglesia dentro de su corazón, y dice siempre ‘nosotros’, incluso si dice ‘yo’…”
Cuando proclamas el Credo en Misa, en medio de otros que lo proclaman también, sabes que estás entre hermanos que comparten tu misma fe y, como tú, procuran vivir cumpliendo la voluntad de Dios.
Cuando dices ‘creo’ te diferencias de quienes no creen que existe Dios, de quienes no hallan sentido a su existencia y piensan que cuando ésta termine todo se va a acabar. Tu firme fe te convierte en testigo, que de palabra y obra puede interpelar su incredulidad, y contribuir a sembrar en ésta una duda que la empiece a resquebrajar…
-En un solo Dios
En el corazón de todo ser humano hay una intuición religiosa, una sensación de que el mundo que le rodea está regido por la divinidad, por un ser poderoso, superior. Y cuando el hombre por sí mismo trata de determinar cómo es ese ser superior, se equivoca rotundamente.
Ahí tenemos el caso de tantas religiones antiguas que, por ser producto de la imaginación humana, atribuían cualidades divinas a lo que no lo tenía, por ejemplo al sol, al mar, a un gato, a una vaca, o inventaban una serie de personajes fantásticos, por cierto, con los mismos defectos de los seres humanos, a los que consideraban dioses. Y tenían muchos.
Vemos, por ejemplo, que egipcios, hindúes, griegos, romanos, incluso nuestros ancestros prehispánicos, creían en gran cantidad de dioses. Entonces cabe preguntar, ¿cómo fue que alguien llegó a la conclusión de que había un solo Dios?
La respuesta es que no fue una conclusión, fue una revelación.
Para comprenderlo cabe considerar lo siguiente: Si quieres saber algo de un ser inferior a ti, por ejemplo de un insecto, puedes adquirir un conocimiento muy completo con sólo observarlo, medirlo, disecarlo, analizar sus partes en el microscopio.
Si quieres saber algo acerca de un ser semejante a ti, puedes averiguar mucho con sólo mirarlo, pues si tiene, como tú, ojos, nariz, boca, orejas, manos, pies, puedes deducir que, al igual que tú, puede mirar, oler, hablar, oír, tocar, caminar. Claro que hay mucho que no podrías saber con sólo mirarlo, por ejemplo su nombre, su ocupación, su historia, pero basta que te comuniques con él para averiguarlo.
Pero cuando se trata de saber algo de Dios, un ser superior a ti, invisible, del que no conoces nada y del que sólo puede ver las huellas de Su presencia en lo que te rodea, no tendrías la menor posibilidad de conocerlo por tus propios limitados medios.
Fue lo que sucedió con los pueblos antiguos: lo intuían, pero lo desconocían, y por eso inventaban lo que se les ocurría y a cualquier cosa llamaban dios y se ponían a adorarle.
Hasta que Dios se dio a conocer. Eso marcó la diferencia. Permitió a los hombres entrar en contacto con Él, no como lo imaginaban sino como es en realidad.
Los ayudó a descubrir que las religiones politeístas eran falsas, que no hay numerosos dioses, que sólo uno es el verdadero. No fue una conclusión humana, fue una revelación divina.
Así pues, decir ‘creo en un solo Dios’ expresa que aceptamos lo que Dios ha revelado: que Él existe, y que no hay otro fuera de Él.
Expresa también que, con Su ayuda, queremos vencer una tentación que desde la antigüedad hasta nuestros días ha estado siempre presente en la vida humana: la de la idolatría, la de rendir culto a otros dioses.
Y no me refiero sólo a los de antiguas religiones paganas (que se han estado poniendo nuevamente de moda), sino a los que el mundo nos pone hoy delante: el dios poder, el dios dinero, el dios hedonismo, el dios frivolidad, el dios promiscuidad, el dios consumismo, el dios adicción, el dios rencor, el dios violencia y todos los demás dioses falsos ante los cuales es tan fácil postrarse cuando no se conoce al verdadero Dios.
Proclamar ‘creo en un solo Dios’ es atrevernos a declarar públicamente que rechazamos toda forma de idolatría, y que ni tenemos ni queremos servir a otros señores, porque sólo Dios es nuestro Señor.
-Padre
¿Por qué sabemos que Dios es Padre? Porque Él también nos lo reveló.
En el Antiguo Testamento Dios se muestra como Padre en el sentido general de Creador, dador de vida. Es un concepto que se comprende en colectivo, Dios se da a conocer como Padre de Su pueblo elegido: “Padre me llamaréis y de Mi seguimiento no os volveréis” (Jer 3,19).
Saber que Dios es Padre nos descubre dos aspectos fundamentales acerca de Él:
Primero, que no es un Dios lejano. Se equivoca quien cree que Dios hizo el mundo y se desentendió. Considera esto: si a un papá cuyos hijos están pasando por dificultades, le preguntas: ‘¿cómo estás?’, jamás te responde: ‘¡muy bien, gracias!’; sino te dice: ‘mal, mi niña está enferma’, o ‘preocupado, pues mi hijo no halla empleo’.
Su paternidad le hace sentir como propios los asuntos de sus hijos, inquietarse y conmoverse por ellos. Así también sucede con Dios Padre: Se interesa y se conmueve por todo lo nuestro, hasta el último detalle, y no nos pierde de vista, no porque quiera tenernos ‘checaditos’ para ponernos ‘tache’ si hacemos algo malo, sino porque está atento a ver cómo puede ayudarnos.
Y cuando ve que nos tropezamos, que fallamos, que caemos, se compadece de nosotros. Dice el salmista: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por Sus fieles, se acuerda de que somos barro” (Sal 103, 13).
El segundo aspecto que descubrimos de Dios como Padre es que no es uno de esos papás que nunca están en casa, que no saben lo que sucede con sus hijos y para compensar sus ausencias les regalan y conceden todo lo que éstos quieren, hasta volverlos ‘juniors’ buenos para nada.
Dios Padre está siempre al tanto de lo que nos pasa y nos conoce bien, y como todo buen papá, es educador, pedagogo, formador; nos va guiando, moldeando, puliendo para hacer surgir lo mejor de nosotros y ayudarnos a superar lo malo; no teme reprendernos cuando hace falta (ver Prov 3,12), y no nos echa a perder dándonos todo lo que se nos ocurre pedirle.
Que Dios sea nuestro Padre nos da la certeza de saber que interviene en nuestra vida para bien (aunque no siempre sepamos reconocerlo ni agradecerlo), y sólo nos da, concede y permite lo que conviene para nuestra salvación.
En el Nuevo Testamento el concepto de Dios Padre adquirió una nueva dimensión, desde que Jesús enseñó a Sus discípulos a llamar ‘Padre’ a Dios, usando la palabra ‘Abbá’ que es una especie de balbuceo con el que un niño pequeño, que apenas está aprendiendo a hablar, se dirige a su papá: abbá, abbá, abbá (podría traducirse como: ‘pa’ o ‘papi’).
Antes de Jesús nadie se había atrevido a dirigirse a Dios Padre con tanta familiaridad, hubiera sido considerado irrespetuoso. ¿Por qué lo propuso Jesús? Desde luego porque Él mismo se dirigía o refería así a Dios (en los cuatro Evangelios hay ciento setenta ejemplos de ello), y también porque esta palabra expresa a la perfección cómo quiere que nos relacionemos con Dios: como niños pequeños, para los cuales su papá es lo máximo, el que les explica el mundo, el que los cuida y protege, el que indica lo que pueden y no pueden hacer, el que admiran, el modelo que quieren seguir cuando sean grandes, al que aman y en el que confían de todo corazón.
Y cabe hacer notar que Jesús no sólo nos enseñó a llamar ‘Padre’ a Dios, sino que realmente ¡nos introdujo a Su familia!: nos envió el Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo y que nos hace hijos adoptivos del Padre (ver Gal 4, 4-7).
Así pues, cuando en el Credo proclamamos nuestra fe en un solo Dios, Padre, también proclamamos nuestro gozo y gratitud de saber que no sólo somos barro en manos del Alfarero que nos ha creado (ver Is 64,8), sino Sus hijos amados.
-Todopoderoso
Solemos entender la palabra ‘poder’ de dos maneras: como expresión de que haya capacidad y posibilidad de hacer algo (decimos: ‘temo no poder’ o ‘sí voy a poder’), y también como término que expresa fuerza y dominio sobre otros (hablamos del ‘poder’ del dinero; el ‘poder’ político…).
En este mundo todo poder, entendido en cualquiera de sus sentidos, está necesariamente limitado por alguna barrera física, de tiempo, de espacio, social, cultural, económica.
Nos alegramos de ello, pues no es difícil imaginar que si el poder de los seres humanos no tuviera límites, no tardarían en destruirse. Y es que se dice que el poder embriaga a la gente, y quien lo tiene no suele resistir a la tentación de abusar de él, cometer injusticias y atropellos.
Pero lo que aplica al hombre no aplica a Dios.
Dios sí tiene poder ilimitado; sólo Él tiene todo el poder, es decir, es Todopoderoso.
Varias veces en la Biblia se hace referencia al ilimitado poder de Dios. El propio Jesús afirmó que “para Dios todo es posible” (Mt 19, 26).
Eso significa que tiene toda la capacidad, la posibilidad y la fuerza para hacer lo que quiera, como quiera y cuando quiera. Saber esto podría ser motivo de preocupación, de temor para nosotros.
Resulta inquietante considerar que estamos a merced de un Dios que tiene todo el poder para perjudicarnos y acabar con nosotros. Y sin embargo no nos inquietamos en lo más mínimo. ¿Por qué?
Porque Dios no es solamente Todopoderoso, es también Padre nuestro.
Lo decimos en el Credo: ‘Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso’. Eso lo cambia todo.
Significa que este Dios, para el que nada es imposible, le ha puesto voluntariamente límites a Su poder: cuando se trata de ejercerlo en nosotros lo emplea sólo para nuestro bien, sólo para beneficiarnos, porque nos ama con amor paternal.
Como un león que esconde sus garras mortales cuando empuja juguetón con sus patas a sus cachorritos, como una loba que transporta a su lobezno prensándolo por el cuello con su hocico sin encajarle jamás los colmillos, el poder de Aquel cuya sola voz puede descuajar los cedros, sacudir el desierto, retorcer los robles, descortezar las selvas (ver Sal 29), cuya sola presencia hace temblar y retemblar la tierra (ver Sal 18), el poder avasallador, temible, tremendo de Dios, se disuelve como una ola que se convierte en espuma en la arena de la playa, se vuelve delicado, silencioso, discreto, no nos avasalla, no nos atropella, no nos daña, no nos da pavor porque los prodigios que obra son siempre en nuestro favor.
Tenemos sobrados ejemplos de ello: Con Su poder creó el mundo, el universo, nos hizo a nosotros, nos dio todo para que fuéramos felices, y cuando nos apartamos de Su lado, no usó Su poder para aniquilarnos sino para salvarnos.
Y tal vez en este punto valga la pena aclarar que ser hijos del Todopoderoso no nos da el derecho a pedir lo que se nos ocurra esperando -incluso exigiendo- que nos lo conceda, como si Él fuera un papi millonario que le concede a sus niños todos sus caprichos.
Saber que Aquel que todo lo puede es nuestro Padre nos permite abandonarnos confiados a Su cuidado, poner nuestra vida en Sus manos con la certeza de que intervendrá en ella para bien, sostenernos si tropezamos, levantarnos si caemos, rescatarnos si nos perdemos, conducirnos de Su mano y hacia Él.
-Creador del cielo y de la tierra
Actualmente parece que acaparan más nuestra atención las creaciones humanas que la Creación así con mayúsculas, es decir, lo creado por Dios.
Nos dejamos apantallar por la tecnología, y estamos tan pendientes de una pantalla, un teclado, un motor, un foco o la carátula de un reloj, que ya no nos asombra el milagro de las estaciones del año, que a cada noche le siga el día; que haya árboles y aves que aniden en ellos; que una flor brote en un muro de piedra; que un colibrí se mantenga inmóvil en el aire.
Entonces rezamos el Credo, cuando menos una vez por semana en Misa y nos ubicamos, recuperamos la perspectiva; recordamos que por más creadores y creativos que nos sintamos, no somos dioses, somos humanos; criaturas de Aquel que creó el cielo y la tierra y cuanto hay en ellos, incluidos nosotros.
¿Por qué podemos afirmar que Dios lo creó todo? Tenemos al menos dos razones para hacer semejante afirmación:
La primera es que así como al ver una escultura o una pintura, deducimos la existencia de su autor, aunque no lo conozcamos, al contemplar la Creación, no podemos menos que deducir que existe un Creador que, partiendo de ceros, lo hizo todo, pues de no ser así no existiría ninguna cosa, ya que la materia no se crea a sí misma, la nada produce nada.
Es una de las pruebas más lógicas y evidentes de la existencia de Dios (ver Rom 1, 20). La perfección de la Creación, su genialidad, su ritmo, la manera como todo armoniza, no puede ser obra de la casualidad.
La segunda razón es que él mismo Dios nos lo reveló. En el libro del Génesis el autor bíblico narra poéticamente que Dios creó todo cuanto existe (ver Gen 1). También san Juan lo atestigua en el prólogo de Su Evangelio (ver Jn 1,1-3). Y a lo largo de la Biblia Dios se da a conocer como el Creador. (ver Is 43, 15; 45, 18; Sal 95, 4-5; 100, 3; 124, 8; Jer 33, 2; 51, 15; Heb 3,4; Ap 14,7).
Ello tiene para nosotros, por lo pronto, dos implicaciones:
La primera es reconocer que como Él es nuestro Creador, así como un fabricante conoce a la perfección lo que ha fabricado, Dios conoce mejor que nadie cómo funcionamos, qué nos hace bien y qué nos hace mal, qué puede descomponernos y qué clase de ‘mantenimiento’ requerimos, así que lo que más nos conviene es seguir sus instrucciones.
Están asentadas en la Biblia, explicadas en el Catecismo de la Iglesia Católica.
Nos proporcionan cuanto necesitamos saber para alcanzar nuestro máximo potencial, la plenitud, la santidad, la salvación a la que estamos llamados, a la que Dios, nuestro Creador, quiere destinarnos.
La segunda es que saber que Dios lo creó todo, y además ver que lo hizo bello y bueno para ponerlo a nuestra disposición, nos hace comprender cuánto nos ama, cuánto nos valora, y eso aumenta nuestro amor y confianza hacia Él, y nos permite exclamar, como el salmista: “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121, 1-2)
-De todo lo visible y lo invisible
Afirmamos que creemos en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, (es decir de cuanto existe, pues se suele hacer referencia al todo mencionando los extremos), y añadimos: “de todo lo visible y lo invisible’.
En otras palabras, afirmamos que Dios creó lo que vemos y también lo que no vemos.
Decir que creó lo que vemos no requiere mayor explicación, es obvio que lo sabemos Autor de todas las maravillas de la Creación que están a nuestra vista.
Pero ¿qué queremos decir cuando proclamamos que creó lo invisible? Quizá cabría entender esta afirmación en varios aspectos.
Uno se referiría a lo que por siglos nadie vio porque no se ve a simple vista, por ejemplo organismos unicelulares, que ahora podemos observar con ayuda de un microscopio o galaxias lejanas, que ya podemos ver con telescopio.
Otro aspecto se referiría a las virtudes que Dios creó y sembró en nosotros, y están ahí por obra Suya y nos mueven a actuar, aunque no las podemos ver, nos permiten cumplir Su voluntad y vivir edificando Su Reino.
No es casualidad que seamos buenos o tengamos cualidades, es obra de Dios. Decía san Agustín: “Señor, todo lo bueno que hay en mí proviene de Ti”.
Otro aspecto se referiría a la existencia de seres creados por Dios pero invisibles para nosotros, específicamente, los ángeles.
Hay cristianos que como nunca han visto un ángel no creen que existan. ¿Creen en Dios al que no ven, pero no en los ángeles porque no los ven?, ¿no es incoherente?
Otros dicen que la Iglesia inventó la existencia de los ángeles, otros aseguran que lo de los ángeles es una metáfora para hablar de Dios, teorías que no se sostienen cuando se ve que siglos antes de la Iglesia Católica, la Biblia habla de los ángeles como seres espirituales, creados por Dios para gloria Suya y bien nuestro.
No son atributos de Dios son criaturas de Dios, que no es lo mismo.
Y su existencia es dogma de fe. A este tema dedica el Catecismo de la Iglesia Católica un apartado especial dentro de su repaso del Credo (ver CIC #328-336).
Tal vez también cabría interpretar lo de que Dios es Creador de lo invisible como referido a todas esas intervenciones Suyas que no vemos pero que siempre son para bien (pues así como todo lo visible lo creó bueno, todo lo invisible también).
Por ejemplo, cuando lo que vemos nos parece mal, doloroso, triste, Dios obra invisiblemente, por una parte consolando, sosteniendo, fortaleciéndonos, y por otra parte, interviniendo sin que nos demos cuenta, para que todo se resuelva para bien, con miras a nuestra salvación.
Qué bello al rezar el Credo recordar las invisibles intervenciones de Dios a nuestro favor y darle gracias.
Y desde luego, no se puede dejar de mencionar una realidad que es ahora invisible para nosotros, pero a la cual anhelamos llegar: el Cielo, para pasar la vida eterna con Dios.
Así pues al afirmar en el Credo que Dios creó lo visible y lo invisible, reconocemos que no sólo nos fiamos de lo que vemos (basta mirar las llamadas ‘ilusiones ópticas’ para darnos cuenta de que nuestra vista no es tan de fiar como creemos), sino que sabemos que Dios no se limitó a crear sólo lo que podemos ver, creó también lo que no vemos, pero que esperamos llegar a contemplar a Su lado un día, para decir gozosos: ‘nunca lo ví, pero ¡ya lo sabía!’
-Creo en un solo Señor
Estamos tan acostumbrados a usar la palabra ‘señor’ para dirigirnos o referirnos a cualquier ser humano del sexo masculino que no es niño ni joven, que tal vez se nos olvida lo que ese termino significaba antiguamente.
No era un título cualquiera; se aplicaba a alguien poderoso, que se hacía respetar, que tenía a su cargo un territorio, que tenía a su servicio empleados y esclavos que vivían pendientes de servirlo en todo.
Señor era sinónimo de amo, de dueño.
Y tener un señor, un amo, implicaba estar siempre dispuesto a servirle sin réplica ni demora en cuanto se le ocurriera mandar; y exigía ponerse a su disposición en forma exclusiva.
Jesús dijo: “no se puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro” (Mt 6, 24).
Es que, toda proporción guardada, a quien sirve a más de un señor le puede suceder como al portero de un condominio que recibe de distintos inquilinos órdenes que se supone debe cumplir en ese instante: uno quiere que le lave su coche; otro, que vaya por tortillas, otro que le compre el periódico y otro, que esté atento a ver si pasa el camión del gas. ¡Pobre hombre! no logrará cumplirles a todos, y si por atender a otros desatiende al más importante, probablemente será despedido.
Queda claro que sólo se debe servir a un señor, para poder prestarle toda la atención.
Y en ese sentido, se comprende también que en la Biblia se emplee el término ‘Señor’ para referirse a Dios.
¿Cómo sabemos que Dios es el Señor? Porque Él mismo se llamó así. En la Biblia, en el Antiguo Testamento hay numerosas muestras de ello.
Por ejemplo, lo primero que dijo al darle a Moisés los mandamientos fue: “Yo soy el Señor, tu Dios” (Ex 20,1). Y cuando le dio unos preceptos que debía comunicar al pueblo, decía, a manera de rúbrica al final de cada uno: “Yo soy el Señor” (ver Lev 19, 1-37).
En el Nuevo Testamento se da a Jesús el título de Señor. Cuando estaba en el seno de María y ella fue a visitar a su prima Isabel, ésta se preguntó: “¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43).
Y a lo largo de los Evangelios, el libro de los Hechos de los Apóstoles, las cartas de san Pablo, san Pedro, Santiago, etc. una y otra vez se le llama a Jesús el Señor. (ver Mt 7, 21-22; Jn 13,13-14; 20,28; Hch 2,21; 1Cor 12,13; Flp 2,11).
Llamar ‘Señor’ a Dios tiene al menos dos implicaciones:
Reconocerlo como nuestro Dueño, con derecho de pedirnos y esperar que cumplamos Su voluntad. Y reconocer que nos corresponde obedecerle, servirle, darle gusto.
Llegamos así a la frase del Credo que aquí nos ocupa. Creo en un solo Señor.
¿Qué significa? Como ya se ha mencionado aquí, la fe no consiste sólo en creer que existe Dios, sino en obedecerle. Decir ‘creo’ no sólo indica que creemos que Él existe, sino que nos adherimos a Él.
Y decir ‘Creo en un solo Señor’, expresa no sólo que sabemos que es nuestro Señor, nuestro Amo, nuestro Dueño, y que le debemos obediencia, sujeción, lealtad, sino, sobre todo, que no queremos tener otros señores, que no queremos tener el alma dividida, que deseamos servirle sólo a Él.
Se trata de una afirmación muy comprometedora que exige coherencia para respaldarla.
No podemos decir que creemos en un solo Señor, si servimos a otros señores (como el señor dinero, poder, sexo, droga, alcohol…), porque entonces nos sucedería como al portero aquel, que por querer quedar bien con muchos inquilinos, queda mal con el ‘mero mero’ al que debía haberle interesado complacer.
Además, cuando servimos a esos señores, quedamos agotados, vacíos, en cambio servir al Señor nos hace plenos, nos deja felices, y es que no hay otro Amo mejor que Él, que nos ama tanto que no nos considera sus siervos, sino Sus amigos. (ver Jn 15, 15).
-Jesucristo
¿Qué motiva a alguien a ponerle cierto nombre a su recién nacido?
Las razones más comunes incluyen que así se llama su papá, mamá, un pariente, un famoso; que suena bien; tiene bello significado; está de moda; corresponde al santo del día en que nació; viene en el calendario (aunque por seguir esta costumbre alguien le puso a su niño Aniv Rev, abreviatura de ‘Aniversario de la Revolución’).
Nadie elige un nombre previendo lo que será de ese niño, pues no se puede predecir el futuro.
Sólo Dios, que está por encima del tiempo y del espacio, puede otorgar un nombre que anuncie la misión que cumplirá quien lo reciba.
Dos ejemplos: En el Antiguo Testamento, al patriarca al que prometió una descendencia numerosa como las estrellas del cielo, Dios le puso ‘Abraham’, que significa ‘padre del pueblo’ (ver Gen 17, 5).
Y en el Nuevo Testamento, cuando Jesús nombró a Simón la roca sobre la que fundaría Su Iglesia, le cambió el nombre a ‘Pedro’ (ver Mt 16, 18).
Los nombres en la Biblia son profundamente significativos, y el de Jesucristo lo es de manera especial. Para descubrirlo, hay que empezar por saber que está formado por dos palabras: Jesús y Cristo.
Jesús viene del hebreo ‘Yeshua’, que quiere decir: ‘Yahveh salva’, o ‘el Señor salva’.
Cristo es la traducción griega del hebreo ‘Mesías’ (Mashiaj), que significa ‘ungido’. En Israel se ungía con aceite la cabeza de quien era nombrado rey. Dios prometió enviar a Su ungido, a reinar eternamente sobre Su pueblo (ver 2Sam 7, 12-13.16; Lc 1, 31-33).
La unión de Jesús (el Salvador) y Cristo (el Ungido) expresa que ese rey eterno, ese Mesías que Dios prometió enviar a Su pueblo, vendría a salvarlo.
¿A salvarlo de qué? Los judíos pensaban que Dios enviaría un salvador a rescatarlos del dominio de los romanos; esperaban un libertador político, pero Dios envió a Jesús a liberarlos de algo infinitamente más importante: del pecado y de la muerte.
Se comprende que cuando Jesús realizaba exorcismos y los demonios le gritaban que sabían que Él era el Mesías, los hacía callar, porque no quería que se supiera, pues la gente no estaba lista para comprender la clase de liberación que había venido a traer (es lo que se conoce como el ‘secreto mesiánico’), (ver Mc 1, 24-25).
Nosotros, en cambio, ya lo sabemos. Y nos alegramos por ello, como se alegraron los pastores cuando el Ángel les dijo: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor.” (Lc 1, 10-11).
Y cuando en el Credo afirmamos que creemos ‘en un solo Señor, Jesucristo’, proclamamos gozosos que Aquel a quien reconocemos como nuestro Señor, es decir, nuestro Amo, nuestro Dueño, no vino a dominarnos, a tiranizarnos, a convertirnos en siervos esclavos Suyos, sino todo lo contrario, vino a rescatarnos, a liberarnos, a salvarnos.
Una vez escuché a alguien decir: ‘¿qué es eso de la salvación?, me suena a naufragio y yo no soy un náufrago, no necesito que me salven’.
A lo cual cabe responder: Si hubiera que dar una muy concisa definición de lo que es la salvación, sería ésta: ‘pasar de la esclavitud a la libertad’.
Ser liberados de todo aquello que nos ata y no nos deja ser felices (los apegos, el pecado, el temor, la angustia, la desesperanza…), para así alcanzar la libertad de la que gozan los hijos de Dios.
Y la salvación más importante: la que nos libra de la muerte y nos permite alcanzar la vida eterna. Nadie puede decir que no necesita ser salvado.
Y la buena noticia es que ¡tenemos un Salvador! Aquel que reina eternamente, Jesús, el Cristo, nuestro único Señor.
-Hijo único de Dios
Un señor contaba que de niño fue adoptado por un matrimonio que ya tenía un hijo propio, y aunque a ambos los trataban igual de bien, él no podía dejar de pensar que seguramente amaban más a su verdadero hijo.
Entonces un día cuando jugaba en un terreno cerca de su casa, cayó en un agujero profundo y angosto del que no podía salir. Sus gritos alertaron a los vecinos, llegaron sus papás, llamaron a los bomberos.
Se vio que había peligro de que cayera más abajo y que en ese hoyo no cabía un adulto pero sí un niño. Los papás no lo pensaron dos veces.
Su hijo mayor era ágil y delgado, así que los bomberos lo amarraron de los pies y lo introdujeron de cabeza en el agujero con una soga para que pudiera amarrar a su hermanito y ellos pudieran jalarlos y rescatarlos.
Era una maniobra algo arriesgada, pero gracias a Dios resultó muy bien y ambos niños salieron del agujero.
Decía ese señor que ese día comprendió cuánto lo amaban sus papás que estuvieron dispuestos a arriesgar a su hijo por él, y cuánto lo amaba también su hermano que se ofreció a rescatarlo.
Y desde entonces nunca más tuvo dudas del amor que le tenía su familia adoptiva y se sintió muy agradecido y feliz.
Recordaba esto al considerar lo que significa para nosotros que en el Credo proclamemos que Jesús es “Hijo único de Dios”.
Lo primero que queda claro, desde luego, es que Jesús es Hijo de Dios, es decir, que no fue sólo un gran hombre, un gran pensador o filósofo o líder, como algunos quieren considerarlo, sino que participa de la naturaleza divina, es Hijo de Dios Padre.
En los Evangelios se narra cómo en dos ocasiones (en Su Bautismo y en Su Transfiguración), se escuchó la voz de Dios Padre que afirmó que Jesús era Su “Hijo amado” (ver Mt 3,17; 17,5).
Esta verdad es de tal relevancia que cuando Jesús preguntó a Sus discípulos quién decía la gente que era Él y Pedro le dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, Jesús supo que eso se lo había revelado Su Padre y lo nombró la piedra sobre la que fundaría Su Iglesia (ver Mt 16, 15-19).
Desde su inicio la comunidad cristiana dio a conocer que Jesús era el Hijo de Dios. Fue lo primero que predicó san Pablo tras su conversión (ver Hch 9, 20).
Lo segundo que esa afirmación nos revela es que Jesús es Hijo único. Saber esto puede hacer que alguien se pregunte: ‘¿por qué dicen que es el único?, ¿y yo qué?, ¿acaso no soy también hijo de Dios?’
A esta pregunta cabe responder que hay una gran diferencia entre la filiación de Jesús y la nuestra.
Jesús es el Hijo único de Dios. Nosotros somos Sus hijos adoptivos, gracias al Espíritu Santo que Jesús nos envió y que recibimos en el Bautismo.
Dice san Pablo: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo…para que recibiéramos la filiación adoptiva.”(Gal 4, 4-5).
Ahora bien, que nadie piense que porque somos hijos adoptivos Dios nos ama poco o menos que a Jesús, Su Hijo único. Nos ama tanto que nos lo envió a salvarnos.
Y si aquel señor que fue adoptado de chiquito se convenció del amor de su familia al ver que estuvieron dispuestos a rescatarlo de aquel agujero, cuánto más nosotros podemos sentirnos amadísimos por Dios Padre al ver que sin mérito de nuestra parte, no sólo nos integró a Su familia y nos permitió ser Sus hijos adoptivos, sino que nos envió a Su Hijo único – y Él aceptó venir – a rescatarnos del peor de los agujeros, el más oscuro, uno del cual nunca hubiéramos podido salir por nosotros mismos: el del pecado y la muerte.
Ya lo dijo Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. “ (Jn 3, 16).
-Nacido del Padre antes de todos los siglos
En el Credo afirmamos nuestra fe en Jesucristo, “nacido del Padre, antes de todos los siglos”.
¿Qué significa que nació del Padre? Que Su origen no es la ‘nada’, que Jesús viene de Dios Padre. Y a qué se refiere lo de ‘antes de todos los siglos’? A que como el Padre es eterno, Jesús es también eterno.
Es decir, que existe desde siempre y para siempre.
Tenemos un Señor que no sólo conoce nuestro pasado, sino el pasado, no sólo nuestra historia, sino la historia, porque antes de crear el mundo Él ya existía y seguirá existiendo después de que nuestro mundo llegue a su fin.
Saber que conoce todo el pasado, el presente y el futuro, podría darnos temor, si no fuera porque sabemos que este Señor eterno nos ama con amor eterno (Jer 31, 3).
Prueba de ello es que se introdujo en el tiempo, aceptó someterse a su lento transcurrir, con tal de venir a compartirlo con nosotros y también a rescatarnos de él.
Y como no está limitado por el tiempo, como nosotros, puede ayudarnos a sanar lo que nos lastimó en el pasado, e ir poniendo en nuestro camino las ayudas que requeriremos para superar lo que nos tocará vivir.
Saber que Jesús vive eternamente es saber que contamos con la amorosa ayuda de Aquel que nos trajo a la existencia y nos invita a vivir por toda la eternidad con Él.
-Dios de Dios
Quedó claro que nadie tenía ni idea de quién era. Cuando Jesús preguntó a Sus discípulos qué decía la gente acerca de Él, respondieron que unos decían que era Juan el Bautista, otros que era Elías, otros que Jeremías o algún profeta resucitado (ver Mt 16, 14).
Es que cuando cada uno elucubra lo que se le ocurre, puede llegar a las conclusiones más descabelladas. Para conocer la verdad es indispensable contar con una fuente confiable de información.
En ese sentido, resulta muy significativo que cuando Jesús les preguntó a Sus apóstoles quién decían ellos que era Él, y Simón Pedro atinó a dar la respuesta correcta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), Jesús lo llamó bienaventurado porque esa respuesta no la sabía por sí mismo, sino que se la había revelado Dios Padre, y a continuación lo nombró Pedro, la piedra sobre la que edificaría Su Iglesia (ver Mt 16, 18).
Jesús fundó la Iglesia en ese momento, y cabe suponer que una de las razones por las que lo hizo fue porque quiso dejar en el mundo una autoridad competente, una fuente fidedigna de información sobre Él, una institución establecida por Él, que ante la diversidad de conceptos de la gente, pudiera, bajo la guía del Espíritu Santo, dar una sólida directriz, dirimir las diferencias, señalar el camino correcto, revelar la única verdad.
Gracias a ello, cuando a lo largo de los siglos han surgido doctrinas contrarias a la verdad revelada por Cristo, la Iglesia ha podido refutarlas.
Tenemos como muestra el Credo.
Definido a lo largo de varios Concilios, entre sus objetivos estaba no sólo proporcionar a los creyentes un conjunto de verdades básicas que expresaran su fe, sino también elementos para contrarrestar las ideas erróneas que pudieran ocurrírsele a la gente.
Por ejemplo, la frase del Credo que nos ocupa surgió cuando comenzó a difundirse una herejía de Arrio (256-336), sacerdote de Alejandría que decía que Jesucristo no era Dios pues Dios lo creó de la nada. Como respuesta, en el Concilio de Nicea (año 325) se definió que Jesucristo es “Dios de Dios”.
¿En qué se basa dicha afirmación? En la Sagrada Escritura. El propio Jesús reveló que Él era Dios y que venía de Dios (ver Jn 7, 29; 10,30).
De hecho la acusación que le hicieron para condenarlo a muerte fue que decía ser igual a Dios (ver Jn 10, 31-33; Mt 26, 63-66).
También en los Evangelios se narra que Jesús realizó acciones que sólo Dios puede hacer, como calmar tempestades (ver Mc 4, 39), sanar incurables (ver Mc 1, 40-42), revivir muertos (ver Lc 7, 14-15), perdonar pecados (ver Mt 9,2) y, desde luego, la mayor de todas, la que da sentido a nuestra fe en Él: resucitar de entre los muertos (ver Jn 20).
La divinidad de Jesús constituyó el centro de la proclamación de los apóstoles (ver Hch 2,14-36; 7,5-56), y es el tema de incontables textos del Nuevo Testamento (ver, por ejemplo, Flp 2,5-11; Heb 4,14;2Pe 1,1).
A los que ayer consideraban a Jesús un simple profeta, y a los que hoy dicen que fue solamente un gran pensador, un líder religioso, un ángel o incluso una criatura de otro planeta (¡qué disparates imagina la gente!), la Iglesia ofrece una sola respuesta.
Y no es inventada por ella.
Así como Pedro supo dar la respuesta correcta, no por sí mismo sino porque se la reveló Dios Padre, la Iglesia sabe la verdad porque se la ha revelado el Espíritu Santo que Jesús le prometió y le envió para guiarla (ver Jn 14, 16-17.26; 16,13).
¿Cuál es esa respuesta? Que Jesucristo es Dios, que proviene de Dios, y que al hacerse hombre no perdió Su divinidad, sino que en Su Persona conviven dos naturalezas: la divina y la humana.
-Luz de Luz
¿Te imaginas qué sucedería si en este momento se apagara la luz?
Y no me refiero a uno de esos cortes de energía eléctrica a los que, según donde vivimos, estamos más o menos acostumbrados, sino a que se extinguiera la luz del sol, la de la luna y las estrellas, y que en el mundo nada alumbrara las calles ni las casas, que se quedaran a oscuras las pantallas de cine, de televisión, de las computadoras, los celulares, vamos que no se pudiera prender ni un cerillo, que para dondequiera que voltearas todo estuviera negro, negro, negro.
Nos quedaríamos paralizados, sin atrevernos a movernos por temor de tropezar y caer, y espantados de oír a nuestro alrededor ruidos, gritos, choques, y; como nadie podría ver, nadie podría ser ayudado o ayudar a otros, sería un desastre total.
Volvería a reinar el caos y la confusión que había en el mundo antes de que Dios creara la luz (ver Gen 1, 2).
No sobreviviríamos sumidos en la tiniebla.
Considerar esto nos permite apreciar lo que significa que Jesús haya dicho de Sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12).
Primero cabe aclarar que no lo dijo porque Él sea una especie de ‘energía luminosa’, como algunos ‘gurús’ supuestamente ‘iluminados’ se empeñan en afirmar; lo dijo para significar que así como la luz en este mundo nos es indispensable para vivir, movernos libremente, ver por dónde vamos, no tropezar, caer o extraviarnos; reconocer a los demás, disfrutar lo que nos rodea, etc. así también nos es indispensable la luz de Cristo para tener vida, liberarnos de las ataduras del pecado, descubrir en los demás el rostro del hermano, caminar seguros hacia el Padre.
Esto se expresa bellamente al inicio de la Vigilia Pascual, cuando se apagan todas las luces del templo, quedamos sumidos en la oscuridad, y en eso entra encendido el cirio pascual, que representa a Cristo, el sacerdote canta tres veces: ‘¡Cristo, luz del mundo!’ y tres veces respondemos: ‘¡Demos gracias a Dios!’, y vemos cómo la sola llama de ese cirio es capaz de romper la más densa oscuridad, y además se va comunicando hasta que de pronto lo que antes estaba negro, resplandece.
¡Vaya que damos gracias a Dios!, por la luz de Cristo, que nos rescata de la negrura que nos envuelve y paraliza: la del mal, la del miedo, la del sufrimiento, la de la angustia y la desesperanza, la de la muerte.
Se comprende que en el Credo proclamemos gozosos que Jesucristo es Luz.
Lo que tal vez no quede tan claro es por qué afirmamos que es ‘Luz de Luz’. ¿Qué significa esto?
Que la Luz de Jesús es la Luz de Dios, en el que “no hay tiniebla” (1Jn 1,5).
Hay quien tiene la idea errónea de que el mundo está regido por una dualidad, que hay dos fuerzas antagónicas igualmente poderosas, la del bien y la del mal, que al poder bueno de Dios se contrapone el poder malo de Satanás, que al poder de la luz se opone el poder de las tinieblas.
Es una teoría no cristiana que lleva a quien la acepta a vivir en la permanente inseguridad de no saber cuál de ambas fuerzas, que supuestamente son igualmente potentes, triunfará.
Pero es una idea falsa.
El mal, el maligno, es una criatura; tiene poder limitado y sus días están contados.
En el Credo proclamamos, porque así lo ha revelado Dios, que sólo Él tiene el poder, que no hay otro ‘dios’ ni nada o nadie igual a Él que se le pueda oponer.
Y que tenemos la seguridad de que no hay oscuridad que se resista a la Luz de Cristo; que no hay tiniebla que la pueda vencer (ver Jn 1,5).
-Dios verdadero de Dios verdadero
Cuando una mamá quiere que sus hijos recuerden algo importante, probablemente se los dice varias veces, hasta asegurarse de que han prestado atención y tomado en cuenta sus palabras.
Cuando un maestro quiere que a sus alumnos se les grabe una enseñanza, suele repetírselas y hacer que la repitan hasta memorizarla.
Cabe pensar que por eso la Iglesia, nuestra Madre y Maestra, repite y nos hace repetir en el Credo, dos frases muy parecidas pero en cierto modo distintas, para asegurarse de que asimilemos y proclamemos un concepto fundamental para nuestra fe: la divinidad de Jesucristo, del cual no sólo decimos que es: ‘Dios de Dios’, sino enfatizamos que es ‘Dios verdadero de Dios verdadero’.
Ya reflexionamos sobre el significado de la primera afirmación (ver ficha 16), ahora nos toca considerar qué significa la segunda.
Cabría entenderla en, al menos, tres sentidos:
Como una reafirmación en la divinidad de Cristo.
Hay cristianos que por querer ver a Jesús como alguien muy cercano, se enfocan tanto en Su humanidad, que olvidan que es Dios y llegan a decir que Él no sabía quien era, no hizo milagros, no podía penetrar el pensamiento de otros, no conocía el futuro, incluso llegan a negar que haya resucitado.
Pero el hecho de que, como dice san Pablo, Cristo haya renunciado a las prerrogativas de Su condición divina para hacerse hombre (ver Flp 2, 6-7), no quiere decir que se hubiera vuelto solo humano.
Siendo verdadero Dios se hizo verdadero Hombre.
La Biblia y el Catecismo de la Iglesia Católica muestran claramente que Jesús tenía plena conciencia de Su identidad divina (ver Jn 6,62; 16,28; CIC #590); hizo milagros (ver Jn 5, 36; CIC #447. 548); penetraba las conciencias (ver Lc 5,22; CIC #473); sabía lo que pasaría (ver Mt 20, 17-19; CIC # 474), y, lo más importante, pues da sentido a nuestra fe en Él: que resucitó (ver Jn 20; CIC 647).
Como una afirmación de que Jesús es el único Dios, el verdadero.
Hoy como ayer, vivimos en un mundo politeísta.
La gente sigue toda clase de dioses falsos, desde los de exóticos cultos orientales y los de gurús radiofónicos, televisivos y telefónicos, que aseguran conocer el futuro o la clave de la felicidad, hasta los dioses promovidos por el mundo (el dios dinero, poder, pornografía, consumismo…).
Y muchos cristianos se dejan seducir por estos falsos dioses.
Y más que la lectura de la Palabra de Dios, buscan la lectura del café, las cartas, la mano; no consultan al Señor, consultan el horóscopo (¡ay, si vieran qué risa le da a sus autores escribirlo y más que otros lo crean!).
En medio de tantos dioses falsos, los cristianos afirmamos en el Credo que el único Dios verdadero de Dios verdadero es Jesucristo.
Como proclamación de que Jesús es verdadero, en el sentido de Veraz.
En un mundo en el que mentir se considera aceptable e incluso ‘piadoso’, debido a lo cual hay mucha gente defraudada, sin esperanza, sin saber en quién o en qué creer, afirmamos lo verdadero de Jesucristo, del Único del que se escribió que “no hubo engaño en su boca” (Is 53,9; 1Pe 2,22; Jn 18,37), que en el Apocalipsis es llamado “Testigo Fiel y Veraz” (Ap 1,5; 3,14), que declaró ser “Testigo de la Verdad” (Jn 18, 37), que nos enseñó a decir “sí cuando es sí y no cuando es no” (Mt 5, 37) y, lo más importante: que cuando anunció que daría Su vida por nosotros, para rescatarnos del pecado y de la muerte, y prometió que resucitaría, lo cumplió.
Saber que en el Señor no hay falsedad, nos permite ponernos en Sus manos, sabiendo que no quedaremos defraudados.
-Engendrado
Llama la atención que treinta y nueve veces emplea san Mateo la palabra ‘engendró’ en la genealogía de Jesús que presenta al inicio de su Evangelio, pero ¡ninguna referida a Jesús!
La inicia en Abraham, y de ahí va descendiendo por una larga lista de ancestros de Jesús, diciendo quién engendró a quién, pero cuando llega a José no dice que éste haya engendrado a Jesús, solamente que fue “el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16).
También san Lucas en la genealogía de Jesús que presenta en su Evangelio, que a diferencia de la de Mateo va ascendiendo a partir de Jesús, no dice que Él fuera hijo de José sino que “se creía que era hijo de José” (Lc 3, 23), es decir que la gente lo consideraba hijo de José, pero no lo era.
¿Por qué en ninguna genealogía se dice que José hubiera engendrado a Jesús?
Porque no lo hizo.
Jesús no fue engendrado por un hombre.
¿Quién lo engendró?
Dios Padre.
Recordemos que en los Evangelios se narra que, cuando Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán, se escuchó la voz de Dios que dijo desde el cielo : “Tú eres Mi Hijo; Yo te he engendrado hoy” (Lc 3, 22).
Queda claro que Jesús fue engendrado por Dios Padre, pero ¿por qué dice que lo engendró ‘hoy’?
Para entenderlo cabe recordar que el ‘hoy’ del Padre no es como el nuestro, no se refiere a un día específico, sino a un presente eterno, a una actualidad que no tiene ayer ni mañana, porque para Dios, que está por encima del tiempo, la eternidad transcurre en un hoy.
Dice san Pedro, citando el Salmo 90,4, que “ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día” (2Pe 3, 8).
Así pues, decir que Jesús fue engendrado por Dios Padre “hoy” no significa que haya empezado existir en el tiempo. El Padre lo ha engendrado eternamente.
En el Credo se afirma que Jesús ha “nacido del Padre antes de todos los siglos” y que es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” (ver fichas 16-18).
En el Nuevo Testamento se dice de Jesús que es “igual al Padre” (ver Filp 2,6).
El propio Jesús lo dio a entender cuando dijo: “Todo lo que tiene el Padre es mío” (Jn 16, 15).
Jesús, Hijo eterno del Padre, es Dios, como el Padre es Dios.
Ahora bien, no olvidemos que Jesús no es solamente verdadero Dios, también es verdadero Hombre.
Entonces si como Dios fue engendrado eternamente por el Padre, como Hombre ¿quién lo engendró?
La respuesta es que fue engendrado por Dios, sin participación de ningún hombre, en el seno de María.
Y allí sí, en un tiempo específico.
En el feliz día de la Anunciación, cuando María le dio el ‘sí’ a Dios.
Dice el Papa Benedicto XVI, citando lo declarado en el Concilio de Calcedonia del año 451: “Nuestro Señor Jesucristo fue “engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y…por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad”. (Benedicto XVI, Declaración Dominus Iesus #10).
-No creado
En el Credo afirmamos que Dios creó “el cielo y la tierra”.
Sabemos que es el autor de la Creación, así con mayúscula (ver Gen 1-4), y desde luego nuestro Creador (ver Gen 1, 26-27).
Así mismo afirmamos que Jesucristo es Hijo del Padre.
Entonces, tal vez alguno se pregunte, ¿también Jesucristo fue creado por Dios Padre?
En respuesta cabe recordar que en los primeros siglos del cristianismo, el sacerdote sirio Arrio, del que ya se ha hablado en estas fichas, divulgó la idea equivocada de que Jesús fue creado por el Padre y que por lo tanto era una criatura de Dios, la más excelente, pero criatura al fin y al cabo.
Era una herejía, que el obispo Atanasio, uno de los Padres de la Iglesia, se empeñó en combatir.
Fue por ello que en el Concilio de Caledonia se definió esta frase del Credo de cuya segunda parte nos ocupamos hoy: ‘engendrado, no creado’, para definir que Jesús fue engendrado eternamente por el Padre, pero no creado por Él.
Para comprender esto consideremos al menos tres características que tiene todo lo creado:
1. Lo creado es inferior a su creador.
Nadie puede crear a un semejante; toda obra que salga de tus manos, necesariamente será inferior a ti.
Por eso dice en la Biblia que el cacharro no se puede poner a hablarle al tú por tú al alfarero (ver Is 29, 16).
Como todo lo creado es inferior a quien lo crea, y Jesús no es inferior, sino igual al Padre. (ver Jn 10,30), se deduce que Jesús no fue creado por el Padre.
2. Lo creado empieza a existir en un momento dado.
Si pinto un cuadro, primero me enfrento a un papel o a un lienzo en blanco.
No hay nada allí más que un vacío que se irá llenando conforme mi pincel vaya llenando de formas y colores la superficie.
El cuadro no estaba allí desde antes, empezó a ser.
Lo mismo sucede con cualquier otra cosa creada, desde el megapuente que construye un ingeniero hasta el guisadito que hace un ama de casa, tuvieron un comienzo.
En cambio Jesús vive desde siempre y para siempre (ver Jn 1,1-2; 8, 58).
3. Lo creado está sujeto a los límites que le impone su creador.
Retomando los ejemplos anteriores, si pinto una acuarela, ésta no se puede convertir en óleo, ni se puede salir del papel en el que está plasmada; el puente del ingeniero no puede echarse a volar; el guisado del ama de casa no se puede convertir en pastel.
También nosotros, fuimos creados con límites que no podemos traspasar: por ejemplo no podemos conocer el futuro, aparecer instantáneamente del otro lado del planeta; superar por nosotros mismos nuestras miserias o vivir en este mundo eternamente.
En cambio Jesús no está sujeto a ningún límite.
Para Él todo es posible.
La Biblia narra que sanó enfermos; devolvió la vida a los muertos; calmó tempestades, multiplicó panes, y lo más extraordinario de todo: ¡derrotó la muerte y el pecado con Su resurrección!, y luego, ya resucitado, se apareció en medio de Sus apóstoles cuando estos estaban encerrados a piedra y lodo. Ejemplos que muestran que Jesús no estaba limitado por las leyes de la Creación, como todas las criaturas.
Cabe hacer notar que como toda creación nos habla de la existencia de un creador, porque un cuadro no se pinta solo, un puente no se edifica solo, un guisado no se cocina por sí mismo, del mismo modo la Creación es prueba irrefutable de la existencia de un Creador.
Tuvo que haber alguien que lo hizo todo, Alguien no creado, no inferior a nadie, que no empezó a existir en el tiempo, que no tiene límites.
Ese Alguien es Dios. El Creador no creado. El ‘motor inmóvil’ que echó a andar todo lo demás, del que hablaba santo Tomás.
En el Credo afirmamos que Jesús no fue creado y en la Sagrada Escritura se afirma que lo creó todo, ello significa que Jesús es Creador, no creado. Otra manera más de afirmar que Jesús es Dios.
-De la misma naturaleza del Padre
‘Está en mi naturaleza’, decimos, con relación a algo que es tan nuestro, tan esencialmente propio, que no podemos renunciar a ello ni aún queriendo.
Hablar de la propia naturaleza es referirse a la esencia de uno mismo.
Así pues, cuando el Credo se refiere a la naturaleza de Jesucristo, está refiriéndose a lo que es inherente a Él, a Su propio ser.
¿Qué significa que la naturaleza de Jesucristo sea la misma del Padre?, ¿cómo es la naturaleza del Padre? Es divina.
Por lo tanto, como la naturaleza de Jesucristo es la misma del Padre, así como el Padre es Dios, el Hijo es Dios.
¿Por qué era necesario afirmar esto en el Credo?
Para combatir dos herejías: una según la cual Jesús fue solamente humano, y otra que planteaba que por haberse hecho hombre siendo Dios, Su divinidad era inferior a la del Padre e incluso se citaba ese texto del Evangelio según san Juan, en el que Jesús declara: “el Padre es más grande que Yo” (Jn 14, 28).
Es una mala interpretación.
Recordemos que en varias ocasiones Jesús declaró ser igual al Padre (ver Jn 10,30).
¿Cómo hay que entender que dijera que el Padre era más grande que Él?
Lo explica santo Tomás de Aquino. Aclara que “el Hijo no es inferior al Padre, sino igual. Pues el Padre no es mayor que el Hijo en poder, eternidad y grandeza, sino por la autoridad de ser dador.
Porque el Padre no recibe nada de otro…, pero el Hijo, recibe, por así decirlo, Su naturaleza del Padre, en una generación eterna.
Así que el Padre es mayor porque da, sin embargo el Hijo no es inferior, sino igual, porque recibe todo lo del Padre. ‘Dios le ha dado el nombre que está sobre todo nombre’ (Flp 2,9)…” (Tomás de Aquíno, Super Ioannem, cap 14, lect 8, 1971).
Al saber que el Padre y el Hijo comparten la misma naturaleza divina, tal vez alguien se pregunte: ¿qué hay con respecto a la naturaleza humana de Cristo?, ¿también el Padre la comparte?
La respuesta es no.
Jesús es la única Persona de la Santísima Trinidad que se encarnó.
Sólo Él vino a compartir nuestra naturaleza humana.
Sólo Él tiene dos naturalezas: la Divina, que lo hace igual en todo a Dios Padre, y la humana, que lo hace semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (ver Heb 4,15).
La que nos ocupa hoy es otra más de las afirmaciones del Credo que establecen claramente que Jesús no fue solamente un gran hombre, un gran profeta, un gran líder religioso, como algunos lo consideraban y consideran, sino que es Dios mismo. Siendo de naturaleza divina, tomó también nuestra naturaleza humana, y conservó ambas naturalezas.
El Concilio de Calcedonia lo definió así:
“Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación.
La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona” (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302). (CIC # 467)
¿Qué implica esto para nosotros?
¡Algo extraordinariamente alentador!
Que contamos con el más perfecto intercesor posible, porque es Dios, así que todo lo sabe y todo lo puede, y es también Hombre, así que nos comprende y acompaña; no nos contempla indiferente desde el cielo, sino que se conmueve y está siempre dispuesto a tendernos la mano.
Como dice el texto bíblico:
“Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Heb 4, 14-16)
-Por quien todo fue hecho
Cuando escuchas hablar del Creador de todo cuanto existe, ¿en qué Persona de la Santísima Trinidad piensas?
Probablemente en Dios Padre.
Una de las primeras afirmaciones del Credo, dice que Dios Padre es “Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”.
Queda claro que Dios Padre creó todo cuanto existe. Sin embargo, no es el único Creador.
Si leemos el texto del libro del Génesis donde se narra la creación del mundo, vemos que al momento de crear al ser humano Dios dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”(Gen 1, 26).
¿Por qué dijo “Hagamos”?
No es un ‘plural mayestático’, como el que usan los reyes y políticos, que hablan en plural para sonar incluyentes y ‘políticamente correctos’. A lo largo de toda la Biblia vemos que Dios habla siempre en primera persona, deja bien establecido que es Él y no otro el que habla. Por ejemplo: “Yo soy el Dios de tu padre.” (Ex 3, 6); “Yo soy el que soy. Y añadió: ‘Así dirás a los israelitas. ‘Yo soy’ me ha enviado a vosotros’…” (Ex 3, 14). “Todo esto que Yo os mando, cuidaréis de ponerlo por obra” (Dt 13,1).
Tampoco puede ser que, como sostienen algunos grupos de la ‘nueva era’, le estuviera hablando a los ángeles, puesto que ello implicaría que los estaría invitando a participar de la Creación, pero no fue así, porque sólo Dios lo hizo todo, como Él mismo lo declaró en muchas ocasiones. Por ejemplo: “Así dice el Señor, tu redentor, el que te formó desde el seno. Yo, el Señor, lo he hecho todo, yo, solo, extendí los cielos, yo asenté la tierra, sin ayuda alguna.” (Is 44,24).
Entonces, ¿quién más podía haber estado presente ahí con Él, antes de la creación del mundo y de la humanidad?, ¿a quién invitó a hacer al hombre a Su imagen y semejanza?
Los padres de la Iglesia (hombres santos y sabios de los primeros siglos del cristianismo), consideran que ese plural expresa la presencia de la Santísima Trinidad, que la Creación no fue obra sólo de Dios Padre, sino de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo.
Por ejemplo, san Ireneo, en el siglo II, afirmaba: “Están en efecto, siempre con Dios Padre, el Verbo y la Sabiduría, el Hijo y el Espíritu, por medio de los cuales y en los cuales, libre y espontáneamente hizo todas las cosas. Es a ellos a quienes se dirige el Padre diciendo: ‘Hagamos al hombre a imagen y semejanza’…”
Tertuliano afirmaba: “Dios empleó deliberadamente el plural. ¿Con quién creaba al hombre? ¿A semejanza de quién lo creaba? Hablaba, por una parte, con el Hijo, que debía un día revestirse de carne humana; de otra, con el Espíritu, que debía un día santificar al hombre…”
Y san Agustín, comentando este mismo pasaje en su obra la Ciudad de Dios, afirma: “Se entiende bien allí la pluralidad de la Trinidad”.
También el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “La Creación es la obra común de la Santísima Trinidad” (CIC 292).
Todas aquellas interpretaciones de ese texto del Antiguo Testamento sobre la Creación, quedan reafirmadas cuando leemos en el Nuevo Testamento, en el Prólogo del Evangelio según san Juan: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.” (Jn 1, 1-3).
Es Cristo al que Juan considera la Palabra eterna del Padre, que estuvo con Dios Padre antes de todos los tiempos (ver Jn 1,1), que se encarnó y habitó entre nosotros (ver Jn 1,14).
Saber que es Aquel ‘por quien todo fue hecho’ le da nueva dimensión a nuestra fe en Él. Nos mueve a comprender que nos creó, como enseña el Catecismo, ‘con sabiduría y amor’; un amor sin medida, que lo movió a realizar lo inimaginable, como lo expresan las siguientes frases del Credo.
-Que por nosotros los hombres
Aquí caben los santos y los pecadores; los creyentes y los no creyentes; los católicos practicantes y los alejados de la Iglesia; los que siempre lo han sabido y los que lo han ignorado (incluidos ateos, agnósticos, librepensadores, apóstatas, miembros de sectas o de otras religiones…).
Es una frase que ha venido pronunciando cada cristiano, desde los orígenes más remotos del cristianismo, en todas las épocas, en todas las regiones del planeta, igual que las pronunciamos los que vivimos ahora en el mundo en el tercer milenio, y que pronunciarán los que vengan después de nosotros , de aquí hasta el fin de los tiempos.
Estremece reflexionar en esta frase del Credo, veraz y siempre vigente: “que por nosotros los hombres” (y antes de que protesten las feministas, cabe recordar que el término ‘hombres’ no excluye a las mujeres, es simplemente una manera de hablar, que hoy en día tal vez algunas personas consideran ‘políticamente incorrecta’, pero que se ha usado por siglos para referirse a la humanidad).
En ese ‘por nosotros’ estamos incluidos ¡todos!, buenos y malos, justos y pecadores, ¡nadie queda fuera!
Conmueve considerar que el Credo podría haber contenido una afirmación muy distinta, que nos hubiera sonado muy lógica; en lugar de ‘por nosotros’, podría haber dicho: ‘por María’, o ‘por los santos’, alguien que lo mereciera más, pero no dice así. No dice ‘por otros’, dice por ‘nosotros’.
Por nosotros, que vivimos en tinieblas y en sombras de muerte.
Por nosotros, esclavos del rencor, ateridos de miedo y soledad.
Por nosotros, ovejas errantes, cántaros vacíos, lámparas sin aceite.
En otras palabras, por nosotros, que no somos dignos, pero estamos muy necesitados de la luz, del amor, del Salvador.
Qué alivio saber que aunque nada, pero nada de lo que hayamos hecho en el pasado, hagamos hoy o podamos hacer en el futuro, nos haría merecedores de que el Señor haga algo ‘por nosotros’, y, sin embargo, lo hizo, lo hace y lo hará.
¿Por qué?, ¿qué lo motiva?
Sólo hay una respuesta: Su amor.
En ese ‘nosotros’ viene implícito: ‘por amor a nosotros’, la única motivación del Señor es que nos ama.
A todos, y a cada uno.
Aunque ese ‘nosotros’ encierre a muchos, ello no implica que te pierda de vista a ti.
Ese ‘por nosotros’ implica siempre un ‘por mí’.
Y es que aunque hubiera más millones de seres humanos en el mundo, Dios no te amaría menos, y si sólo estuvieras tú en este mundo, no te amaría más. Su amor por ti ya es total, eterno, perfecto, inquebrantable.
¿Por qué no lo decimos así en el Credo?, ¿por qué no decimos ‘por mí’?, porque, al igual que en el Padrenuestro, estamos invitados a emplear un plural que nos haga darnos cuenta de que estamos rodeados de otros, que somos familia de Dios, y que estamos llamados a compartir con los demás lo que nos da el Señor.
Aquel que vino ‘por nosotros’, quiere encontrarse ‘con nosotros’ para colmarnos de Su gracia y bendición.
Un ‘nosotros’ que nos rescata del individualismo, que nos enseña a ensanchar el corazón.
-Y por nuestra salvación
¿Tienes necesidad de salvación?
Se preguntó esto a gente que fue visitada en su hogar durante una misión.
Sorprendió que aunque la gran mayoría contestó que si, hubo personas que aseguraron que ya estaban salvadas, y otras que afirmaron que eso de ‘salvación’ era un concepto de fanáticos religiosos, algo superado, que ellas no necesitaban ser salvadas de nada, y que así estaban bien, muchas gracias.
Quedó en evidencia que no todo el mundo tiene claro qué se entiende por ‘salvación’.
Pero es un asunto determinante para nuestra vida en este mundo y en la eternidad, así que no conviene evadirlo o ignorarlo, pues tarde o temprano tendremos que enfrentarlo.
En el Credo proclamamos que Cristo vino a este mundo ‘por nuestra salvación’.
¿Qué significa?
Puede ayudarnos a comprenderlo esta afirmación de Jesús: “Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no siga en tinieblas.” (Jn 12, 46).
Nota que dice “no siga en tinieblas”, da por hecho que todo el mundo está en tinieblas.
Y es verdad.
Todo ser humano experimenta tiniebla en su vida.
Por ejemplo en el dolor, cuando sufre o ve sufrir a otros y no halla sentido al sufrimiento; en el miedo ante lo que le toca vivir; en el egoísmo, cuando vive para sí, sin pensar en otros; en actitudes de injusticia, rencor, maldad, que no logra dominar; en la soberbia de sentirse perfecto o autosuficiente (hasta que se ve forzado a reconocer su error); en la ignorancia, cuando vive sin Dios, sin conocer Su misericordia, sin hallar respuesta satisfactoria a interrogantes como ¿quién soy?, ¿quién me creó?, ¿para qué?, ¿qué sentido tienen la vida y la muerte?, ¿hay algo después de la muerte?.
La tiniebla no nos permite captar la presencia de Dios en nuestra vida y ver a otros como hermanos; nos impide caminar libremente, corremos el riesgo constante de tropezar y caer; no nos deja descubrir el mejor camino, podemos perdernos; nos estorba para vivir plenos, conforme al designio amoroso para el que fuimos creados.
Dice san Gregorio de Niza: “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador…” (CIC # 459).
La tiniebla del pecado y de la muerte es una realidad innegable que todos padecemos y de la que no podemos librarnos por nosotros mismos.
Por eso Jesús, Luz del mundo, quiso rescatarnos.
El afirmó que vino: “para salvar al mundo” (Jn 12, 47).
Ello queda expresado bellamente en la noche de la Vigilia Pascual, cuando se apagan las luces en la iglesia, se nos permite experimentar la oscuridad y ver cómo la rompe la luz del cirio, que representa a Cristo, y luego, a su luz, se proclaman todas las lecturas que van repasando la historia de la salvación, que culmina en Cristo.
Descubrimos cómo todo lo que ha hecho Dios, desde la creación del mundo hasta la Resurrección de Cristo, ha sido con miras a nuestra salvación, que “el Padre envió a Su Hijo para ser salvador del mundo” (1Jn 4, 14), para llamarnos “de las tinieblas a Su luz admirable” (1Pe 2, 9).
Ahora bien, cabe aclarar que la salvación es un don de Dios que se puede aceptar o perder.
Nadie puede creerse ‘salvo’, ya salvado.
La tiniebla es una realidad siempre presente en la vida humana y hay que luchar continuamente, con la ayuda de Dios, para no dejarse envolver por ella.
Por eso pide san Pablo: “Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece” (Flp 2, 12-13).
¿En qué consiste trabajar por nuestra salvación?
En aprovechar “el don de la salvación por Cristo, (que) nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes.
Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los Sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal” (CIC 1811).
-Bajó del cielo
Se dice fácil.
Cuando en el Credo afirmamos que Jesucristo ‘bajó del cielo’, pensamos: ‘claro, si estaba con Dios en el cielo, era lógico que bajara’; nos suena tan natural como enterarnos de que alguien que vive en una zona montañosa desciende al valle a hacer una visita.
Pero el asunto no es tan simple.
Que Jesús bajara del cielo implica una renuncia extraordinaria, algo que sobrepasa toda comprensión.
Para intentar captar al menos un poquito de lo que significa, quizá nos ayude considerar cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a ciertos derechos y privilegios.
Por ejemplo, si convivimos con personas que amamos, si disponemos de cierta cantidad de dinero al mes, si nos gusta el lugar donde vivimos, si gozamos de cierto bienestar, incluso si nos hemos acostumbrado a usar ciertos electrodomésticos y aparatos electrónicos, no querríamos prescindir de nada de eso.
Sólo una razón muy poderosa puede motivarnos a renunciar a aquello a lo que nos hemos acostumbrado y apegado.
Viene a la mente el caso de los misioneros, que con tal de ir a anunciar la Buena Nueva de Cristo a quienes no la conocen, son capaces de abandonar su confortable estilo de vida e ir a pasar penurias entre los más pobres de los pobres.
Pero aún entonces no renuncian a todo lo que son o lo que tienen.
¡Nada se compara con la renuncia que asumió Cristo cuando “bajó del cielo”!
Él, que todo lo creó, se sometió a Su creación y a Sus creaturas.
Él, que estaba por encima del tiempo, se sometió al desesperantemente lento transcurrir de los segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años.
Él que estaba en todas partes, se encarnó, quedándose en el mismo lugar más de treinta años.
Él que estaba por encima del espacio, se sometió a las leyes de la física, de la gravedad.
Él, que es Todopoderoso, se hizo frágil, vulnerable, bebé.
Él, que todo lo domina, se sujetó a una autoridad humana.
Él que todo lo sabe, se dejó enseñar a hablar, a caminar, a rezar.
Él, la Palabra de Dios, se sometió a la sordera de los hombres, a su palabrería mezquina, a sus preguntas malintencionadas, a sus gritos y a sus silencios.
Él, todo amor, bondad, misericordia, se sometió a la incomprensión, a las injurias, al odio, a la condena humana.
Él, que es Salvador del mundo, no se salvó a Si mismo de los latigazos, los escupitajos, la corona de espinas, la cruz.
Él, que es Eterno, vive desde siempre y para siempre, se sometió a la muerte para rescatarnos de ella.
No podemos ni siquiera imaginar lo que todo ello significó para Él.
Dice san Pablo: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con Su pobreza” (2Cor 8, 9).
“Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de Sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres…se humilló a Sí mismo” (Flp 2, 6-8a).
¿Qué pudo motivar a Cristo a bajar del cielo?, ¿qué lo hizo aceptar voluntariamente renunciar a tanto?
Sólo hay una explicación, la misma que se da siempre, la única que hay:
Su amor nosotros, por ti.
Venir a salvarnos a nosotros. Salvarte a ti.
-Y por obra del Espíritu Santo
La primera intervención que conocemos de Él es impactante.
Aleteaba sobre las aguas antes de la creación del mundo, cuando todo era caos y confusión (ver Gen 1,2).
También resulta impresionante cómo intervino a lo largo de la historia de Israel.
Fue Él quien inspiró a Moisés y a otros líderes y profetas a comunicar la Palabra de Dios, interpretar Su Ley, guiar y defender al pueblo elegido.
Una y otra vez a lo largo del Antiguo Testamento dice: ‘y el Espíritu de Dios vino sobre…’ alguien a quien el Señor le encomendó realizar alguna tarea para bien de su gente.
Es, pues, significativo que cuando en el Credo proclamamos que por nosotros, por nuestra salvación, Jesucristo bajó del cielo, se mencione la intervención del Espíritu Santo.
El mismo Espíritu Santo que intervino en la creación del mundo, interviene ahora, porque la venida de Jesús al mundo anuncia una nueva creación.
El mismo Espíritu Santo que inspiró a los que anunciaban la Palabra de Dios, interviene ahora, porque Jesús es el Verbo (ver Jn 1,1), la Palabra definitiva del Padre (ver Heb 1, 1-4).
El mismo Espíritu Santo que suscitó líderes que guiaran al pueblo a lo largo de su historia, interviene ahora porque Jesús es el enviado de Dios que guiará a Su pueblo en su camino de la esclavitud a la libertad, de la oscuridad del pecado y de la muerte hacia la luz de la salvación definitiva.
Por medio de Su acción creadora, renovadora, iluminadora, liberadora, el Espíritu Santo participa en la realización del plan de salvación, que Jesús vino a cumplir, por el cual bajó del cielo enviado por el Padre.
¿Qué significa esto para nosotros?
Que así como intervino entonces, sigue interviniendo ahora, obrando en nuestra vida, para que se cumpla en nosotros el plan de salvación del Padre.
Por obra del Espíritu Santo que participó en la creación del mundo, que ordenó el caos, podemos ser, en Cristo, criaturas nuevas, dejar atrás lo pasado, el pecado, la oscuridad, la desesperanza, el caos en nuestra vida, y reordenarla, reorientarla hacia Dios.
Dice san Pablo: “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo.” (2Cor 5, 17).
Por obra del Espíritu Santo podemos abrir el entendimiento para acoger al Verbo, para recibir la Palabra de Dios y dejar que sea lámpara para nuestros pasos.
Por obra del Espíritu Santo, podemos comprender que Jesús es el Señor (ver 1 Cor 12,3), que por Su infinita misericordia quiso venir a salvarnos; descubrirlo presente en nuestra vida, acoger Su proyecto amoroso en nuestro corazón y seguirlo, dóciles, en el camino hacia la salvación.
-Se encarnó
Se hizo carne.
Así decimos en el rezo del Ángelus refiriéndonos al Verbo, citando una frase del prólogo del Evangelio según san Juan (ver Jn 1,14).
En el Credo afirmamos que Jesucristo “se encarnó”.
En el Catecismo de la Iglesia Católica dice que “la fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: ‘Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios’ (1 Jn 4, 2)…” (CIC 463).
¿Qué significa hacerse carne, encarnarse?
“La Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (CIC 461).
Y, surge una nueva pregunta, ¿por qué tuvo que encarnarse Cristo?, ¿no podía haber hallado otra manera de salvarnos?
La respuesta es no.
Porque si fue un hombre, Adán, el que rompió la comunión con Dios, tenía que ser un Hombre, Cristo, el que la restaurara. (ver Rom 5, 12-19).
Si fue la naturaleza humana la que cayó, tenía que ser la naturaleza humana la que fuera levantada.
Y nada que el hombre hubiera podido hacer, hubiera podido conseguirlo.
El ser humano por sí mismo jamás hubiera podido alcanzar su redención.
En el Antiguo Testamento vemos que se ofrecían continuamente sacrificios y holocaustos para la expiación de los pecados, pero no bastaba.
Era necesario algo más.
Y ese algo más era la Encarnación.
Para redimirnos a nosotros, que somos de carne, Jesús tenía que hacerse también de carne.
La Carta a los Hebreos lo expresa bellamente cuando aplica a Cristo lo que dijo el salmista (ver Sal 40, 7-9):
“Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de Mí está escrito en el Libro- a hacer, oh Dios, Tu voluntad!” (Heb 10, 5.-7).
¿Por qué aceptó Jesús encarnarse?
La Iglesia ofrece cuatro razones:
1.- Para salvarnos, reconciliándonos con Dios (CIC 457).
Jesús vino a restaurar nuestra amistad con Dios, a devolvernos la dignidad que nos arrebató el pecado; vino a abrir de para en par la casa paterna para que podamos volver a ella, reconciliarnos con el Padre y experimentar Su abrazo.
2.- Para que nosotros conociéramos así el amor de Dios (CIC 458).
Jesús vino a darnos a conocer el amor de Dios, pero no sólo de palabra, sino de obra.
El saber que sin tener ninguna necesidad de hacerlo, Él quiso voluntariamente renunciar a los extraordinarios privilegios de Su condición divina para venir a compartir nuestra carne sufriente, doliente, nos habla más elocuentemente que nada sobre el infinito amor que motivó al Padre a enviarnos a Su Hijo (ver Jn 3,16).
3.- Para ser nuestro modelo de santidad (CIC 459).
Jesús vino a enseñarnos, sobre todo con Su ejemplo, a amar, a perdonar, a servir, a encontrar más alegría en dar que en recibir.
Nos dejó como mandamiento amar como Él nos ama (ver Jn 15, 12).
Dice san Pablo: “Tened los mismos sentimientos de Cristo” (Flp 2,5).
Seguir a Cristo, imitarle, preguntarnos a cada instante: ‘ante esta circunstancia que vivo, ante este asunto que se me presenta, ante este problema que debo resolver, ¿qué habría hecho Jesús?’, y actuar en consecuencia, es, para nosotros camino seguro de santidad.
4.- Para hacernos participar de la naturaleza divina (CIC 460).
Jesús se hizo Hijo de hombre, para que nosotros pudiéramos ser hijos de Dios.
¡Nos elevó por encima de nuestra condición humana y nos permitió entrar en Su familia!
Hizo un intercambio ¡muy desigual! movido tan sólo por Su infinita misericordia y caridad: Quiso padecer en nuestra carne para que nosotros pudiéramos gozar de Su divinidad.
-De María
No se trata de una imaginación, una metáfora, una manera de hablar. Le sucedió a una persona determinada, en un tiempo y lugar determinados.
El Credo afirma que Jesucristo, “por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen”, es decir, de María de Nazaret.
Es un hecho histórico.
Afirma el Evangelio según san Mateo: “La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José, y ante de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18).
¿De qué manera obró el Espíritu Santo?
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “El Espíritu Santo preparó a María con Su gracia… Ella fue concebida sin pecado.” (CIC 722).
Aquel a quien recibimos en nuestro Bautismo, y que nos libra del pecado original, preservó a María de dicho pecado.
Así lo confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción: “la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano” (CIC # 491).
El Espíritu Santo preparó así una morada digna para acoger al Hijo de Dios.
Pero no sólo eso.
El Espíritu Santo también derramó toda Su gracia a la que sería la Madre de Jesús.
Dice el Credo de los Apóstoles que Jesús se encarnó ‘por obra y gracia del Espíritu Santo’. Y explica el Catecismo: “Convenía que fuese ‘llena de gracia’ la Madre de Aquel en quien ‘reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente’ (Col 2,9)…” (CIC 722).
Y, desde luego, fue gracias al Espíritu Santo que María concibió a Jesús sin intervención de varón, tal como se lo anunció el Ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
Considerar estas tres intervenciones del Espíritu Santo nos permite conocer, admirar y agradecer Su poder.
Pero consideremos también la manera como María respondió a dichas intervenciones, porque ello no sólo nos ha de mover a conocerla, admirarla y agradecérselo, sino sobre todo a aprender de ella e imitarla.
María, fue concebida sin pecado, pero ello no le quitó la libertad de pecar. Pudo hacerlo, pero no lo hizo. Nunca le dijo ‘no’ a Dios. Eligió libremente cumplir siempre y en todo la voluntad del Señor.
María supo abrirse enteramente a la gracia que el Espíritu Santo derramó en ella. Por eso el Ángel la llamó “llena de gracia” (Lc 1, 28).
A diferencia de nosotros, que nos resistimos a la gracia, que la aceptamos a cuenta gotas y selectivamente, para unas cosas sí y para otras no, Ella no opuso resistencia, no le cerró ninguna puerta.
María pudo decir sí al Señor, a pesar de no tener todas las respuestas, porque confiaba plenamente en Él y eso le bastaba. Su aceptación incondicional permitió que Él se encarnara en ella.
También nosotros podemos decirle sí a Dios.
Recuerdo que el Papa Juan Pablo II en su Carta Encíclica ‘Ecclesia de Eucharistia’, dijo que así como por obra del Espíritu Santo, Jesús se hizo presente en el interior de María cuando ella dijo “hágase en mí”(Lc 1, 38), así también por obra del Espíritu Santo Jesús se hace presente en la Eucaristía, y cuando antes de comulgar al presentarnos la Hostia Consagrada se nos dice: ‘El Cuerpo de Cristo’ y respondemos ‘amén’, también, como María, decimos sí, decimos ‘hágase en mí’ y lo recibimos a Él en nuestro interior.
Pidámosle a María, como dice la canción: “Madre de todos los hombres, enséñanos a decir ‘amén’…”
Que así como a las obras del Espíritu Santo, correspondieron las obras de María, también nosotros correspondamos a la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. Pidámosle a María que ruegue por nosotros, para que sepamos imitarla en amoldar como ella nuestra voluntad a la de Dios, y agradezcámosle y bendigámosla porque gracias a su perfecta aceptación, fruto de su fe, humildad y amor, pudimos y podemos recibir al Señor.
-La Virgen
Pueden tardar siglos en cumplirse, pero se cumplen las promesas de Dios.
En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI dice que en la Biblia hay palabras que no se realizaron al momento de ser pronunciada, sino quedaron a la espera de cumplirse en un futuro.
Por ejemplo lo que anunció el profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14), no sucedió en su tiempo, sino mucho después, como se lo hizo ver a José el Ángel que se le apareció en sueños y le recordó esa profecía, cumplida en Jesús, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros (ver Mt 1,23).
Allí se anuncia la virginidad de la Madre de Jesús, y en el Credo afirmamos que Jesucristo, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la Virgen.
¿Por qué la llamamos así? ¿En qué consiste su virginidad?
Es una virginidad espiritual y física.
Virginidad espiritual
El diccionario da, entre otros significados a ‘virgen’, el de ‘puro’, inadulterado.
Se puede hablar de virginidad espiritual en María porque ella mantuvo siempre su pureza en, al menos, dos aspectos: por una parte, toda ella era de Dios, nunca idolatró a criatura o cosa alguna, en su alma no hubo cabida para nadie más que el Señor.
Mantuvo su fe pura.
Y por otra parte, tuvo siempre total pureza de intención, en ella no había doblez, hipocresía, ni vanagloria; no hacía nada para lucirse o figurar.
Lo prueba lo poco que reveló de sí misma a los evangelistas, sólo lo indispensable, y no por afán protagónico, sino para dar a conocer cómo Dios intervino en la Encarnación.
El diccionario pone como ejemplo de virginidad una tierra que no ha sido cultivada.
Este aspecto se manifestó en María en que siempre recibió la Palabra de Dios como si fuera la primera vez, como una tierra que se abre a la semilla por vez primera, fresca, lista para recibirla, ávida de ser fecundada para dar fruto.
Pidámosle que nos participe de su virginidad espiritual.
Virginidad física
En la Biblia queda claro que el Espíritu Santo intervino para que siendo María virgen, concibiera a Jesús sin intervención de varón, como se lo anunció el Ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
Pero no sólo fue virgen antes de concebir a Jesús, siguió siéndolo luego de que Él nació.
Es dogma de fe de la Iglesia Católica que María es siempre Virgen.
Para ello contamos con sólidos argumentos bíblicos y de sentido común.
Argumentos bíblicos
Cuando Jesús se les perdió de vista a José y María y lo hallaron en el Templo, sólo ellos lo buscaron (ver Lc 1,48).
Si hubiera tenido hermanos y hermanas, también éstos hubieran ayudado a buscarlo.
Cuando en los Evangelios se menciona a sus “hermanas y hermanos” (ver Mt 12, 46-47) se refiere a ‘parientes’.
Prueba de ello es que en Gen 12,5 se dice que Abraham y Lot eran tío y sobrino, y en Gen 13,8 se dice que eran ‘hermanos’, palabra usada para referirse a parientes en general.
Cuando en Mt dice que José no tuvo relaciones conyugales “hasta que ella dio a luz” (Mt 1, 25), no significa que después sí las tuvo. En la Biblia el uso de ‘hasta’ no implica que hubiera cambio después (ver 2Sam 6,23; Jn 9,18; 1Tm 4, 13).
Desde la cruz, Jesús encomendó a Su Madre al discípulo amado, quien la llevó a vivir a su casa (ver Jn 19, 25-27). Si Jesús hubiera tenido hermanos y hermanos, a ellos les hubiera encomendado a Su Madre.
Argumentos de sentido común
Si Dios mismo quiso conservar la virginidad de María, ¿cómo no iban María y José a conservarla también?
Aquella que recibió el encargo más importante de toda la historia: concebir y criar al Hijo de Dios, no quiso tener otros hijos que la distrajeran de tan vital encomienda.
En un tiempo en el que se consideraba una gran bendición tener muchos hijos, si María los hubiera tenido, nadie lo hubiera ocultado.
Desde su origen, la Iglesia ha afirmado siempre la virginidad perpetua de María.
Profundiza en este tema, lee el Catecismo de la Iglesia Católica #496-511.
-Y se hizo hombre
Podía haber seguido haciéndose presente entre nosotros como lo hizo alguna vez, por ejemplo en una zarza ardiente, o en una columna de nubes o de fuego, o entre rayos y truenos en lo alto de un monte, o incluso en una brisa suave (ver Ex 3,4; 13,21; 19, 16-19; 1Re 19, 11-13).
Podía haber seguido enviándonos más y más profetas que nos predicaran en Su nombre exhortándonos a la conversión.
Podía habérsenos aparecido con un aspecto sobrenatural, irradiando luz, o revestido de una blancura imposible de conseguir en este mundo (ver Mc 9, 2-3), pero no lo hizo.
¿Por qué?
Porque quiso venir a compartir nuestra condición humana.
Hacerse uno de nosotros.
En el Credo afirmamos que por obra del Espíritu Santo, Jesucristo se encarnó de María, la Virgen “y se hizo hombre”.
¿Por qué siendo Dios se hizo hombre?
Se pueden dar muchas razones, pero cabe destacar al menos tres:
1. Porque como fue un hombre, Adán, el que pecó, y tras él toda la humanidad, tenía que ser un hombre el que pudiera ofrecer un sacrificio en expiación por el pecado.
El problema es que no había en la tierra nadie que pudiera ofrecer un sacrificio perfecto, capaz de expiar el pecado de toda la humanidad.
Por eso Dios mismo tuvo que hacerse hombre, para que siendo uno de nosotros, pudiera ofrecerse al Padre en expiación por nuestros pecados.
Jesús se hizo hombre para restaurar nuestra amistad con Dios.
Pero no se conformó con que volviéramos a ser amigos Suyos:
2. Se hizo hombre para realizar un intercambio admirable: compartir nuestra condición humana (en todo excepto en el pecado), para elevarnos a Su condición divina, para invitarnos a formar parte de Su familia, para hacernos hermanos Suyos e hijos adoptivos de Su Padre.
Compartió nuestra naturaleza caída para levantarnos; nuestra mortalidad para rescatarnos de la muerte, nuestra finitud para invitarnos a la eternidad.
3. Jesús, hombre como nosotros, es nuestro modelo, nuestro ejemplo a seguir.
Nos enseña a vivir, nos muestra con Su vida humana que sí es posible amar hasta el extremo, compadecerse de los que sufren, luchar por la justicia, bendecir a los enemigos, devolver bien por mal, perdonar lo imperdonable, dar sin esperar nada a cambio.
Que Jesús se haya hecho hombre nos permite preguntarnos a cada instante, en cada circunstancia de nuestra vida: ‘¿qué haría Jesús?, ¿cómo reaccionaría ante esta persona, ante esta dificultad, ante esta situación que me está tocando vivir?’ Y actuar en consecuencia.
Y algo más: saber que Jesús se hizo hombre no sólo nos ayuda a conocer el infinito amor con que vino a redimirnos, y seguir Su ejemplo, sino también nos permite tener la certeza de que nos comprende como nadie.
Podemos estar seguros de que Él conoce lo que sentimos cuando estamos cansados, tenemos hambre o sed; cuando estamos felices o tristes.
Igual que nosotros, enfrentó tentaciones, es decir, pruebas, circunstancias en las que podía elegir entre cumplir la voluntad de Su Padre o ir por otro camino. Y las superó.
Qué felicidad para nosotros saber que Dios comprende perfectamente lo que sentimos, no sólo porque conoce nuestro interior, sino porque Él mismo pasó por lo que nosotros vivimos.
Descubrir que Dios se hizo humano, nos ayuda a sentirlo ¡tan cercano!
Cuando el Verbo se hizo hombre, Dios nos habló más elocuentemente que nunca, porque con Su Palabra penetró nuestros oídos, pero con Su presencia, nuestro corazón.
Para profundizar en este tema, lee en el Catecismo de la Iglesia Católica #470-483
-Y por nuestra causa
‘Y ¿a mí por qué me echan la culpa si ni había nacido?’ – preguntó un joven a su mamá, cuando escuchó en una homilía que los causantes de que Jesús muriera en la cruz fuimos todos los seres humanos.
Al terminar la Misa su mamá acompañó a su hijo a la sacristía a pedirle al padre que le aclarara esa duda, y por el interés que esto despertó entre quienes estaban allí, que se acercaron a escuchar la explicación, fue evidente que es una pregunta que muchos se plantean, sobre todo porque cada vez que recitan el Credo, afirmamos que Jesucristo fue crucificado ‘por nuestra causa’.
Por ello vale la pena examinar qué significa dicha afirmación.
Solemos interpretarla como ese joven, en términos de culpa, consideramos que lo de ‘por nuestra causa’ es sinónimo de ‘por nuestra culpa’, es decir, que fue por nuestra culpa que Jesús fue crucificado. Y desde luego no se puede negar que si el ser humano no hubiera pecado, no hubiera necesitado ser rescatado del pecado y de la muerte. Más aún, tenemos que reconocer que nuestros pecados actuales causan nuevos sufrimientos a Cristo, como nos lo recuerda duramente san Francisco de Asís:
“Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal, ‘crucifican’ por su parte de nuevo al Hijo de Dios… Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los que lo crucificaron. Porque según el testimonio del apóstoles ‘de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de a Gloria’ (1Cor 2,8). Nosotros, en cambio, proclamamos que lo conocemos” (CIC 598).
Es pues, cierto, que fue a causa de nuestros pecados que Jesús fue crucificado. Pero no nos atoremos solamente en la culpa. Dice san Agustín: “¡Feliz culpa que nos mereció tal Redentor!”.
Al reconocernos pecadores, reconozcamos también que somos pecadores rescatados, pecadores amados; que Jesús vino a redimirnos porque nos ama. Recordemos que la palabra ‘causa’ indica una razón, pero también una motivación.
Y si examinamos la motivación por la que Jesús se dejó clavar en la cruz, nos encontramos con Su amor, con Su infinita misericordia.
La causa de que Jesús se dejara clavar en la cruz fue Su amor por nosotros.
Dice san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom 5,8).
Así lo enfatiza el Catecismo de la Iglesia Católica:
“Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, los ‘amó hasta el extremo’ (Jn 13,1) porque ‘nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos’ (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, Su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: ‘Nadie me quita [la vida]; Yo la doy voluntariamente’ (Jn 10,18)…” (CIC 609).
Cuando se le pregunta a los creyentes a qué vino Jesús a este mundo, con frecuencia responden que vino a morir por nosotros, pero si esa fuera la única razón, hubiera podido cumplirla muriendo al nacer. No vino sólo a morir. Vino a amarnos hasta el extremo; Vino a amarnos y a invitarnos a seguirlo; a amarnos y a enseñarnos a amar.
Él, que dejó a Sus apóstoles sólo un mandamiento, el de amarse unos a otros como Él los amó (ver Jn 13, 34), vino a librarnos de todo aquello que nos impide o dificulta amar, vino a despejarnos la senda que conduce al Padre, camino que habíamos dejado perder, invadido por la maleza del pecado y del mal.
Somos la causa de que Jesús fuera crucificado, porque Él abrazó nuestra causa, nos ama tanto, le importamos tanto, que la hizo Suya, la consideró una ‘buena causa’, y por eso, nos hizo la inmerecida caridad de venir a rescatarnos de donde por nosotros mismos jamás nos hubiéramos podido salvar: del pecado, del miedo, del dolor, de la desesperanza, de la eterna oscuridad.
Para profundizar en este tema, lee en el Catecismo de la Iglesia Católica #598-605
-Fue crucificado
Todos los días vemos la cruz, tal vez en alguna pared de la casa, en el presbiterio de una iglesia, en un cementerio, o colgando del cuello de alguien.
Hay quien la considera un simple objeto decorativo, e incluso la banaliza al grado de convertirla en ‘accesorio’ y usarla como arete o ‘adorno’ que se porta por ‘moda’, por motivos estéticos, no religiosos.
No nos acostumbremos tanto a ver la cruz, que pasemos por alto lo que ésta significa.
Cuando en el Credo proclamamos que Jesucristo “fue crucificado”, estamos llamados a contemplar “al que traspasaron” (Jn 19,37; Zac 12, 10) y considerar la causa y consecuencia de Su sacrificio.
Benedicto XVI toca este tema, con su característica luminosa profundidad y sencillez, en su extraordinario libro ‘Introducción al Cristianismo’.
Dice el Papa que se suele pensar que por estar infinitamente ofendido por el pecado del hombre, Dios, en Su severa justicia, exigió el sacrificio de Su propio Hijo, pero pensar así vuelve inverosímil el mensaje cristiano del amor.
Dice que la cruz es “expresión del amor radical que se da plenamente”, que a diferencia de lo que plantean las religiones no cristianas, según las cuales los hombres han de realizar sacrificios para expiar sus pecados y contentar a la divinidad, el cristianismo supone una revolución, una visión completamente distinta: no es el hombre quien se acerca a Dios para ofrecerle un don que restablezca la relación, es Dios que se acerca al hombre para darle un don.
“En Cristo, ‘Dios reconcilia el mundo consigo mismo’ (2 Cor 5,19); cosa inaudita… Dios no espera a que los pecadores vengan a Él y expíen, Él sale a su encuentro y los reconcilia. He ahí la verdadera dirección de la encarnación, de la cruz.”
Dice el Papa que por ello, adorar a Dios consiste en darle gracias, en aceptar Su don, en decirle ‘sí’ al amor, en unirnos a Él.
¿Cómo podemos unirnos a la cruz de Cristo?
Un modo privilegiado es la participación en la Eucaristía.
En la Misa “el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual…
…En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que ‘derramó por muchos…pera remisión de los pecados’ (Mt 26, 28)…
La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial (es decir, un acontecimiento que pasa por encima del tiempo y del espacio y se hace presente, se actualiza en el hoy) y aplica su fruto” (Catecismo de la Iglesia Católica #1364-1366).
Cada vez que participamos en la Eucaristía, es como si estuviéramos al pie de la cruz, con María y Juan y María Magdalena, participando de ese único momento en el que Cristo dio Su vida para salvarnos. (ver CIC 1366-1367).
Hay quien piensa equivocadamente que los católicos creemos que en cada Eucaristía se repite el sacrificio de la cruz; incluso hay un canto de moda, ‘Jesús amigo’ que dice, erróneamente: ‘me vuelves a salvar como lo hiciste en la cruz, en cada Misa repites Tu sacrificio’. ¡Qué disparate! ¡Jesús nos salvó una sola vez, y en cada Misa no se repite Su sacrificio, se actualiza! (en dado caso debería decir: ‘me vienes a salvar…en cada Misa renuevas Tu sacrificio’).
En la Eucaristía la Iglesia se une a la intercesión de Cristo, se ofrece con Él.
“En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo.
La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo, se une a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo” (CIC 1368).
También nos unimos a la cruz de Cristo cuando aceptamos Su invitación a seguirlo llevando nuestra cruz de cada día (ver Mc 8,34), es decir, cuando nos atrevemos a vivir como cristianos en un mundo que se rige por criterios opuestos a los de Cristo, cuando todo lo que nos toca vivir lo unimos a Su sacrificio redentor, lo aceptamos con gratitud y se lo ofrecemos con amor.
-En tiempos de Poncio Pilato
¿Por qué los cuentos de hadas solían empezar diciendo: ‘Había una vez’, o ‘Érase que se era’?
Porque no podían situarlos en un tiempo preciso, ni siquiera en un sitio preciso (todo transcurría en reinos, países o bosques lejanos y sin nombre).
Claro, como lo que contaban era pura fantasía, había que mantener vaga cualquier referencia de época o lugar.
No sucede así con lo que narra la Biblia.
Y muy en especial con lo que se refiere a Jesús.
Los Evangelios están llenos de datos históricos, que ofrecen indicaciones exactas de tiempo y de lugar con relación a Jesús y a quienes lo conocieron personalmente.
Por ejemplo, el evangelista san Lucas especifica que en “el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión …” (Lc 3, 1-3).
Más adelante nos narra cómo Jesús fue allí, a la orilla del Jordán, a ser bautizado por Juan. Deja bien claro que Juan y Jesús eran contemporáneos, así como quiénes ejercían el gobierno político y el gobierno religioso en la época en la que ambos vivieron.
Y además de san Lucas, los otros tres evangelistas, y también san Pablo y san Pedro, dan acerca de Jesús datos que aprobarían el más riguroso examen histórico.
Considera esto: si los historiadores catalogan como altamente confiable una evidencia relacionada con algún hecho sucedido dentro de un rango de doscientos años, cuánto más pueden ser catalogados como súper confiables los testimonios del Nuevo Testamento, el primero de los cuales fue escrito cuando todavía vivían numerosas personas que conocieron a Jesús, y no pocos de Sus discípulos.
¿A qué viene mencionar todo esto?
A que en el Credo afirmamos que Jesús fue crucificado “en tiempos de Poncio Pilato”, y cabe mencionar que semejante afirmación se basa en sólidas evidencias bíblicas y no bíblicas.
Evidencias bíblicas
Los cuatro Evangelios lo mencionan (ver Mt 27, 2.11-26.32-44; Mc 15, 1-15.23-27; Lc 23, 1-5. 13-24.33-34; Jn 18, 28-19, 22;).
Pedro se refirió a Pilato y a la crucifixión de Jesús (ver Hch 3, 12-15; 1Pe 2,24).
Pablo también menciona a Pilato y la crucifixión de Jesús (ver 1Tm 6,13; Flp 2,8; ).
Evidencias no bíblicas
Flavio Josefo, el más famoso historiador judío del siglo I, escribió:
“Hubo en este tiempo un hombre sabio, Jesús, si es que es lícito llamarlo un hombre, pues era un hacedor de maravillas, un maestro tal que los hombres recibían con agrado la verdad que les enseñaba. Atrajo a sí a muchos de los judíos y de los gentiles. Él era el Cristo, y cuando Pilato, a sugerencia de los principales entre nosotros, le condenó a ser crucificado, aquellos que le amaban desde un principio no le olvidaron, pues se volvió a aparecer vivo ante ellos al tercer día; exactamente como los profetas lo habían anticipado y cumpliendo otras diez mil cosas maravillosas respecto de su persona que también habían sido preanunciadas. Y la tribu de cristianos, llamados de este modo por causa de él, no ha sido extinguida hasta el presente.” (Antigüedades. XVIII.33).
En la Sábana Santa, de la que cada vez más estudios científicos demuestran que fue el lienzo que cubrió el cuerpo de Jesús cuando lo colocaron en el sepulcro, hay evidencia de que, según se usaba en aquel tiempo, para mantener los párpados cerrados, se colocó encima de cada uno, una moneda, un ‘leptón’, moneda acuñada por Poncio Pilato entre los años 26 y 36.
¿De qué nos sirve saber que Jesús fue crucificado ‘en tiempos de Poncio Pilato’?
Nos ayuda a tener la absoluta seguridad de que un acontecimiento tan fundamental para nuestra fe, no es un mito, una invención, sino sucedió en un tiempo y lugar preciso, fue una realidad, un hecho de probada historicidad.
-Padeció
Dijo que debía padecer.
No dijo que era algo que podía o no suceder.
Cuando Jesús se refirió a Su Pasión, dejó claro que padecería (ver Lc 9, 22; 24, 26.46).
Y surge la pregunta: ¿por qué Jesús tuvo que padecer?
Porque para redimirnos tuvo que asumir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, y el sufrimiento es parte inherente de nuestra condición humana.
Dice monseñor Novelo Pederzini, en su estupendo libro ‘Para sufrir menos, para sufrir mejor’, que “los seres humanos se dividen en dos categorías: los que ya han sufrido y los que van a sufrir” (p.9)
Es que en mayor o menor medida, tarde o temprano todos sufrimos.
Por eso Jesús quiso tomar sobre Sí todos nuestros sufrimientos, hacerlos Suyos.
Y así, supo lo que es tener hambre, sed, sentirse agotado, perder seres queridos, llorar, ser criticado, malinterpretado, injustamente juzgado.
Supo lo que lastima la mentira, la traición, el abandono, ver caer o sufrir a quien uno ama.
Conoció el miedo, más aún, el pavor, la angustia mortal; sufrió la frustración de no ser escuchado, la tremenda injusticia de ser condenado siendo inocente.
Soportó burlas, empujones, azotes, escupitajos, que lo despojaran de sus vestiduras frente a todos, que lo sometieran a la extrema tortura de ser crucificado (se han publicado numerosos informes médicos acerca de lo que sufrió Cristo en la cruz, fue algo realmente espantoso. Puedes leer uno AQUÍ).
¡En verdad hizo Suyo nuestros sufrimientos!
¿Qué implica para nosotros que Jesús haya padecido?
Por una parte, nos da la certeza de que no hay dolor nuestro que Él no haya sentido en carne propia, y que nada de lo que padecemos le es ajeno ni indiferente.
Al que sufre le puede decir: ‘sé por lo que estás pasando’, no sólo porque conoce lo que hay en el corazón de cada uno, sino porque Él lo padeció todo primero.
“Dios ha penetrado en lo más profundo del dolor humano. Desde entonces ya nadie puede decir: ‘Dios no sabe lo que yo sufro’…” (Youcat # 101).
Y cabe añadir, que lo padeció por todos, para rescatarnos a todos.
“No hay ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (CIC 605).
Por otra parte, el que Jesús haya padecido nos permite unir nuestro sufrimiento a los Suyos y participar así de Su obra redentora. (ver CIC 1505).
Y es que así como Cristo nos redimió padeciendo, si nosotros le ofrecemos lo que padecemos, nos asociamos a Su sacrificio redentor.
Dice el Papa Juan Pablo II, en su extraordinaria Carta Encíclica ‘Salvífici Doloris’, sobre el sentido cristiano del sufrimiento, que algo que agobia a quien padece, es no hallarle sentido a su dolor, pero que quien ofrece su sufrimiento a Cristo, realiza un ‘servicio insustituible’, pues “en la lucha ‘cósmica’ entre las fuerzas espirituales del bien y las del mal…los sufrimientos humanos unidos al sufrimiento redentor de Cristo constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.” (SD 27).
¡Esto abre una posibilidad maravillosa a esos enfermitos y ancianitos que tal vez ya no pueden ni pararse de la cama y sienten que su vida no vale nada!
Les permite descubrir que su aportación es ¡valiosísima!, que lo que están padeciendo tiene sentido, y que su sufrimiento, unido al de Cristo, está contribuyendo nada menos que a ganarle la batalla al mal. ¡No poca cosa!
Ahora bien, cabe aclarar que no se trata de buscar sufrir, sino de ofrecer lo que inevitablemente nos toca sufrir.
Y hay que tener también muy claro que no es el sufrimiento en sí lo que redime, sino el amor con el que Cristo aceptó y vivió Su sufrimiento.
“El ‘amor hasta el extremo’ es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida.” (CIC 616).
Cuanto padezcamos puede conducirnos a la locura o a la santidad, todo está en si dejamos que nos agobie y desespere o si sabemos unirlo a lo que padeció Cristo, le hallamos así su sentido redentor, lo aceptamos con gratitud y se lo ofrecemos con amor.
-Fue sepultado
‘El miedo a la oscuridad es cosa de niños’.
Solemos decir eso porque pensamos que tenemos domesticada la oscuridad.
La provocamos cuando queremos, por ejemplo, para dormir (previa comprobación de que no está el monstruo que según algunos niños vive escondido debajo de la cama), y si queremos que vuelva (la luz, no el monstruo), basta un clic al apagador, o encender un cerillo, linterna, o celular.
Pero en el fondo tenemos que reconocer que el temor a la oscuridad no es cosa de niños.
Si nos viéramos de pronto encerrados en una negrura total, en la cual no pudiéramos distinguir nada de nada; si nos encontráramos involuntariamente sumidos en un tiniebla absoluta, de la cual no supiéramos cuándo o si acaso vamos a salir, sí que nos daría miedo, más aún, terror.
Es que sabemos que sin luz no sobreviviríamos.
No en balde en la Biblia se relaciona la oscuridad con la muerte (ver por ej: Mt 4,16; Lc 1,79).
Ese concepto era palpable en tiempos de Jesús, porque la gente enterraba a sus difuntos en oscuras cuevas excavadas en roca, dejándolos envueltos en total tiniebla.
Brutal recordatorio de que ya no pertenecían al mundo de los vivos.
Así sucedió con Jesús.
Los Evangelios no sólo narran cómo murió (ver Mt 27, 50;Mc 15, 37; Lc 23, 44-46; Jn 19,30-34;), también Su sepultura (ve Mt 27, 57-61; Mc 15, 42-47; Lc 23, 50-55; Jn 19, 38-42).
El Credo dice que Jesús “fue sepultado”, y nos estremece comprender que Jesús penetró hasta el fondo de la más devastadora, temible, negra realidad humana, la que hacía perder la esperanza; final sin final.
¿Por qué lo hizo? San Máximo Confesor, abad, plantea que como Cristo es la Vida, se dejó tragar por la muerte para sembrar en ella un germen vital que la destruyera desde dentro.
Como quien dice, la muerte se ‘indigestó’ por engullir al Autor de la vida, se envenenó, fue destruida.
Por eso Jesús aceptó morir y ser dejado en un sepulcro, porque no pensaba quedarse allí.
Si entró al sepulcro no fue para que contemos con el consuelo de Su compañía en esa temible oscuridad, sino para abrirle una puerta, para ayudarnos a encontrar la salida.
Nota:
Cabe mencionar que el ‘Credo de los Apóstoles’, luego de proclamar que Jesús fue sepultado, afirma que “descendió a los infiernos”. ¿Qué significa eso?
“Quiere decir que Dios, hecho hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo: «los infiernos».
Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros a atravesarla con Él.
Todos hemos experimentado alguna vez una sensación espantosa de abandono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar.
Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios.
Sucedió lo impensable: es decir, el Amor penetró «en los infiernos»; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera.
El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida.
En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos…” (Benedicto XVI, meditación pronunciada el 1 de mayo de 2010).
-Y resucitó
¿A qué se debe que tanta gente crea en Jesús?, ¿por qué tanta gente lo sigue?
No es porque hubiera sido un gran hombre, gran filósofo o líder religioso, de ésos ha habido muchos que no tuvieron o tuvieron muy contados seguidores.
Tampoco porque hablara muy bonito; dijo muchas cosas que no nos gusta oír.
Ni siquiera se debe a que haya muerto por nosotros, muchos grandes hombres a lo largo de la historia han dado su vida por una buena causa, y se les recuerda con aprecio, incluso con admiración, pero no se les sigue.
¿Entonces?, ¿en qué está la diferencia?, ¿qué hace distinto a Jesús?
¡Que resucitó!
Prometió que lo haría (ver Mt 16, 21;17,23; 20,19; Mc 8, 31;9,31;10,34; Lc 9,22;18,33; Jn 11, 25), y ¡lo cumplió!
Aceptó morir, pero no se quedó en el sepulcro.
Derrotó a la muerte, y con ello nos liberó del poder del mal y del pecado, y nos dio la inimaginable posibilidad de resucitar como Él y acompañarlo en la vida eterna!
La Resurrección de Cristo es lo que da sentido a nuestra fe, la verdad central, fundamental, que justifica y sostiene nuestro seguimiento de Cristo, lo que prueba irrefutablemente que realmente es el Hijo de Dios.
Decía san Pablo, que si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana y seríamos dignos de lástima, pero no es así, pues Cristo en verdad resucitó (ver 1Cor 15, 14-20).
Verlo resucitado fue lo que dio a Sus Apóstoles la fuerza para vencer el miedo y salir a predicar.
Comprobar que estaba Vivo fue lo que dio a los primeros cristianos, y desde entonces a todos los demás a lo largo de los siglos, la razón para seguirlo.
¿Por qué? Porque Su Resurrección lo cambia todo.
Nos da la certeza de que ni el pecado, ni el mal tienen poder sobre nosotros, que la muerte no tiene la última palabra.
Nos rescata de la desesperanza.
Le pone límites al dolor, a toda tiniebla en nuestra vida.
Nos permite tener la seguridad de que así como Él murió, moriremos nosotros, y así como Él resucitó, resucitaremos nosotros (ver 1Cor 15), y nos anima a demostrar con hechos que aceptamos el regalo que nos ofrece, que queremos pasar la eternidad con Él.
Le da un sentido a nuestra existencia, la vuelve camino hacia una meta luminosa.
De ahí que sea muy grave que haya quien sugiera que la Resurrección fue un invento de los Apóstoles, o sólo un modo de expresar que sentían a Jesús ‘vivo’ en sus corazones.
Para rebatir esta falsedad daremos, en esta ficha y en las dos siguientes, numerosos argumentos. Comenzamos por los más elementales:
Al narrar las apariciones del Resucitado los evangelistas usaron verbos como ‘ver’, ‘tocar’, ‘comer’(ver Lc 36,43), se referían a realidades palpables, no imaginarias.
Quienes aseguraban haber visto al Resucitado, referían una presencia física, no que lo sentían ‘vivo en su corazón’, por eso no les creían.
En 1Cor 15, 5-8 Pablo dice quiénes fueron los que vieron a Jesús vivo, da nombres de testigos y deja claro que se refiere a que lo vieron físicamente.
Hay un evidente cambio antes y después de la Ascensión. Antes, se narra cómo Jesús se aparecía físicamente, podían verlo, tocarlo, comer con Él. Tras la Ascensión ya no. Si sólo lo hubieran visto ‘vivo en su corazón’, lo hubieran seguido viendo.
Los discípulos vieron morir a Jesús y, aterrados de pasar por lo mismo, se encerraron. Pero al comprobar que Jesús resucitó, ya no temieron. Salieron valerosamente a predicar en el nombre de Jesús. Fue por verlo Resucitado que perdieron el miedo a morir.
Los discípulos no sabían qué era la Resurrección, (ver Mc 9, 9-10; Lc 18, 34), ¿cómo iban a inventar algo que desconocían?
Los Apóstoles predicaban que Jesús estaba Vivo, y padecieron e incluso dieron la vida por Él. No hubieran estado dispuestos a sufrir ni a morir, si la Resurrección hubiera sido mentira o producto de su imaginación.
-Al tercer día
¿Por qué ‘al tercer día’? ¿Por qué no resucitó Jesús al día siguiente, o una semana después o al año?
Quizá cabe dar una triple respuesta:
El número tres en la Sagrada Escritura expresa superlativo, totalidad, algo a su máxima expresión.
Por ejemplo, para referirse a Dios en la Biblia no se emplea, como nosotros hoy, el término: ‘Santísimo’, sino se lo llama tres veces Santo (ver Is 6,3; Ap 4,8).
Así pues, el hecho de que Jesús permaneciera tres días en el sepulcro significa que se adentró en forma total en la realidad de la muerte, al máximo.
No sólo se asomó y se salió de inmediato, permaneció muerto toda la tarde y noche del viernes, todo el día y la noche del sábado, y fue hasta el alba del domingo cuando resucitó.
Dice Benedicto XVI, que esa permanencia de Jesús en la muerte expresa la solidaridad total del Señor para con nosotros.
Además, si Jesús hubiera resucitado el mismo día o al día siguiente, tal vez se hubiera podido suponer que no murió, que simplemente sufrió un desmayo o un breve estado de coma, pero como permaneció muerto tres días, no cabe la menor duda de que realmente murió.
Para darnos vida, tomó sobre Sí nuestra muerte, la asumió hasta sus últimas consecuencias; así que no hay realidad humana por oscura o irremediable que parezca que no sea capaz de comprender, de iluminar, de hallarle salida.
En tiempos de Jesús se considera que un cadáver comenzaba a corromperse al cuarto día (ver Jn 11, 39).
Que Jesús resucitara al tercer día indica que Su cuerpo muerto no sufrió corrupción.
Se cumple así lo profetizado en el Sal 16, 8-11, como lo interpreta san Pedro en su primer discurso (ver Hch 2, 22-31) y lo afirma san Pablo (ver 1 Cor 15, 3-5).
Además de la Biblia, existe un testigo que revela lo sucedido a Jesús en el sepulcro: la Sábana Santa, que científicos afirman envolvió el cadáver de Jesús.
Es de lino, mide 4.6 x 1.10 mt y ostenta dos tipos distintos de marcas: las primeras son marcas de sangre emanada de heridas que coinciden en todo con las que sufrió Jesús: golpe en la nariz, flagelación, corona de espinas, caídas, lastimadura en hombro y espalda por cargar algo rugoso y pesado, crucifixión por medio de clavos que atravesaron muñecas y tobillos, y ya muerto, la penetración de una lanza en el costado.
Dice Benedicto XVI que estas marcas de sangre son marcas de vida, porque Cristo nos dio vida derramando Su sangre.
Y cabría añadir que para el judío, la sangre es la sede de la vida, así que también en ese sentido resultan muy significativas.
Las otras marcas en la Sábana, posteriores a las de la sangre, fueron producidas por una radiación que emitió, ingrávido, el cuerpo envuelto en ella.
Dichas marcas imprimieron en negativo y tercera dimensión, una imagen del hombre que estuvo envuelto en la Sábana y luego se esfumó, dejándola intacta pero vacía. (por eso Juan lo “vio y creyó” (Jn 20,8). (Ver C:I.C. # 640).
Lo que no hay en la Sábana son marcas de los fluidos que emana un cuerpo en descomposición. Otra razón más para afirmar que se trata del sudario que envolvió el cuerpo de Cristo, y que éste no sufrió corrupción.
Siglos antes de la venida de Cristo ya los profetas anunciaban este ‘tercer día’.
Pero de las profecías y de su cumplimiento, nos ocuparemos en la próxima ficha.
-Según las Escrituras
En toda la historia de la humanidad, sólo ha habido alguien de quien siglos antes de que naciera, ya se había anunciado hasta el detalle, cómo sería su concepción, dónde y cuando nacería, qué carácter tendría, cuál sería su misión, e incluso cómo sería su muerte y lo que le sucedería después de ésta.
Me refiero a Jesús.
De nadie más, ni antes ni después de Él, se ha escrito tanto, con tanta anticipación.
Y sobre todo, con tal acierto (ver por ej: Is 7,14; 9, 1-6; 11, 1-2; 42, 1-9; 2Sam 7, 12-16; Miq 5, 1-2; Is 52, 13-14; 53; Sal 22, 8-9.16.19; 69, 22; Ex 12, 46; Za 12, 10; Sal 16, 8-11).
Profetas que vivieron en distintos siglos, en lugares distintos y lejanos, sin conocerse entre sí, coincidieron todos en anunciar lo que le sucedería, y no se equivocaron (claro, ¡fueron todos inspirados por el mismo Espíritu Santo!).
Así pues, cuando en el Credo decimos que Jesucristo resucitó al tercer día “según las Escrituras”, estamos refiriéndonos a los anuncios de la Resurrección que nos presenta la Biblia. Y cabe mencionar que nos los presenta en tres tiempos distintos:
El primer tiempo es en el Antiguo Testamento, cuando apenas se anuncia que un día habrá Resurrección (ver 2Mc 7, 14; Is 26, 19 y en Ez 37, 1-14).
El segundo tiempo es cuando Jesús habla de la Resurrección, sea en un sentido general (ver Mt 22, 23-32), o refiriéndose a la Suya propia (ver Mt 16, 21; 17, 22-23; 20, 17-19).
Y el tercer tiempo es el posterior a la Resurrección.
Incluye los relatos de lo que aconteció en la primera comunidad cristiana, y también incorpora lo que el Antiguo Testamento anunció sobre la Resurrección, y lo interpreta a la luz de la Resurrección de Cristo.
Es el contenidos de la predicación y escritos de los Apóstoles, que se esforzaban por dar a conocer cómo en Jesús se cumplió lo que estaba escrito en la Palabra de Dios (ver Hch 2, 22-36; 3, 18-24).
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que la “Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión ‘según las Escrituras’ indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones” (CIC 652).
El propio Cristo enseñó a Sus Apóstoles a interpretar a la luz de ésta, lo anunciado en el Antiguo Testamento: “en la Ley de Moisés, en lo Profetas y en los Salmos… Y… abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: ‘Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día…’…”(Lc 24, 44-46).
Lo escrito en la Sagrada Escritura acerca de la Resurrección, especialmente los relatos posteriores a ésta, no deja dudas acerca de la veracidad e historicidad del que es el acontecimiento fundamental de nuestra fe (ver Lc 24, 36-43; Jn 20, 24-29).
Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “El misterio de la Resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento.” (CIC 639).
Y cita a san Pablo, quien afirmó: “que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven…” (1Cor 15, 3-4).
Para creer en la Resurrección, el testimonio más creíble y convincente (aparte del que puede dar cada cristiano que descubre a Cristo vivo y presente en su vida), es el de quienes fueron testigos presenciales, según consta en las Sagradas Escrituras.
-Subió al cielo
Tal vez lo malinterpretamos como referencia de lejanía.
Recordamos que de niños soltamos un globo que subió alejándose, achicándose, hasta perderse de nuestra vista para siempre.
O viajamos en avión, y al despegar vimos que casas, coches y gentes se volvieron puntitos y desaparecieron.
Así que cuando en el Credo decimos que Jesucristo “subió al cielo”, quizá pensamos que se fue tan alto y tan lejos que ni nos ve ni nos oye.
Pero no hay que entenderlo así, sino tener en cuenta cinco aspectos:
El cielo está muy por encima de nosotros, es inabarcable. También Dios. Por ello se les relaciona (ver Is 55, 8-9), y se dice que Dios habita en el cielo (ver Sal 11,4; 115, 3.16; 123,1).
Pero no hay que tomarlo al pie de la letra (como ese astronauta ruso que declaró haber perdido la fe porque esperaba ver a Dios en la estratósfera y no lo vio). El cielo no es un lugar físico, sino representa el ámbito de lo divino, una dimensión infinitamente superior a la nuestra.
Decir que Jesucristo “subió al cielo” expresa que siendo Hombre es también Dios.
Por eso cuando resucitó, dijo que subiría hacia Su Padre (ver Jn 20, 17), y luego, en la Ascensión, dejó que Sus Apóstoles lo vieran elevarse al cielo (ver Lc 24, 51; Hch 1,9).
“La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (ver Hch 1, 11)…” (CIC 665).
Cristo anunció que iría a prepararnos un lugar (ver Jn 14,2).
Decir que “subió al cielo” no implica que se marchó para alejarse y desentenderse de nosotros, sino que se adelantó, y nos está esperando.
Dice san Pablo que formamos un solo cuerpo en Cristo (ver Rom 12, 5), así que donde vaya Él, nuestra cabeza, debemos ir nosotros.
Decir que Jesús ‘subió al cielo’ nos consuela, al considerar que así como dondequiera que vamos está sobre nosotros el cielo, también dondequiera que vamos está sobre nosotros la mirada amorosa de Aquel que habita en el cielo (ver Sal 139, 7-8).
Jamás nos pierde de vista, y no porque quiera tenernos ‘checaditos’ a ver si nos portamos mal, sino porque está atento a lo que necesitamos, para ayudarnos, librarnos de incontables peligros y problemas o darnos Su gracia para superarlos (ver Sal 18, 7-20).
Dice el Papa Francisco: “Jesús es el único y eterno Sacerdote que, con Su Pasión, atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió al Cielo; está junto a Dios Padre, donde intercede para siempre en nuestro favor (ver Hb 9, 24).”
Creemos conocer el cielo, pero es realmente impredecible.
Los meteorólogos suelen hacer sonreír a Dios: dicen muy seguros: ‘mañana lloverá’, y hace sol; ‘hará calor’, y graniza; predicen la ruta de un huracán y se va por otro lado.
Cuando decimos que Jesús subió al cielo, tenemos presente que así como no podemos estar seguros de cómo estará el cielo y por ello hay que mirarlo para ver si dejamos el sweater o llevamos el paraguas, también hemos de elevar constantemente la mirada hacia Aquel que está en el cielo, para saber qué espera de nosotros.
Nunca pensemos que ya lo conocemos y no tiene nada nuevo que decirnos, darnos o pedirnos.
Así como no cuestionamos lo que sucede en el cielo (¿por qué llovió?, ¿por qué no llovió?’), tampoco hemos de cuestionar lo que Aquel que está en el cielo permite que suceda.
Debemos confiar en que a diferencia de nosotros, que vivimos limitados por el tiempo y el espacio, y no sabemos qué sucederá, ya no digamos mañana o dentro de un año, ni siquiera dentro de un minuto, Él sí lo sabe, porque está, como el cielo, muy por encima de nosotros, y como nos ama, permite sólo lo que nos conviene, y aunque de momento no podamos comprenderlo, podemos tener la certeza de que interviene en todo para nuestro bien (ver Rom 8, 28).
-Y está sentado a la derecha del Padre
¿Por qué en el Credo decimos que Jesucristo está sentado, si en ese cuadro sale de pie? -le preguntó a una amiga su nieto adolescente, señalando la imagen del Señor de la Divina Misericordia.
La pregunta la tomó por sorpresa, y como no supo qué contestar, hizo lo mejor que se puede hacer en estos casos: no inventar, sino decir: ‘no lo sé, pero voy a averiguar’.
Para responder a su pregunta, hay que considerar la frase completa, no sólo la primera parte.
En el Credo no sólo dice que Jesucristo ‘está sentado’, sino que “está sentado a la derecha del Padre’ (ver Mc 16, 19), y hay que situarla en contexto, tomar en cuenta que la decimos después de afirmar que Cristo resucitó y subió al cielo.
Ello implica que no sólo se refiere a Cristo resucitado, sino glorificado.
Nos hace saber que Aquel que por salvarnos del pecado y de la muerte, se encarnó, renunciando a las prerrogativas de Su condición divina (ver Flp 2, 6), las asumió de nuevo plenamente, y está Vivo y Glorioso, en el cielo.
Decir que Jesucristo está “sentado a la derecha del Padre”, no es una referencia de ‘postura’, como decir: ‘está de pie’, o ‘está caminando’, sino una manera de hablar para que podamos comprender lo que implica que Jesús esté en el cielo. Consideremos estos cuatro aspectos:
1.- Divinidad
En tiempo de los reyes, ¿quién podía sentarse junto al trono de un rey como su igual? Solamente alguien de su familia. Los súbditos permanecían abajo, separados por la altura y la distancia.
Decir que Jesús está “sentado a la derecha del Padre” es una afirmación de Su divinidad, muestra que Cristo es igual al Padre (ver Jn 10,30). Sólo Dios Hijo tiene derecho a estar sentarse a la diestra de Dios Padre.
2.- Honor
Hasta la fecha, se considera un honor sentarse a la derecha del anfitrión en un banquete.
Decir que Jesucristo está ‘sentado a la derecha del Padre’ indica que ocupa en el cielo el sitio de máximo honor, expresa que ha sido glorificado por Su Padre (ver Jn 8, 54).
También nos ayuda a comprender que a la gloria se llega a través de la cruz, el saber que a Aquel que, como dice san Pablo: “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz…Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Fl 2, 7-11).
3.- Poder
El hijo de un rey goza de su favor, recibe privilegios de los que nadie más goza, puede disponer de las propiedades de su papá, de sus ejércitos, de sus tesoros.
Ya que todo lo del Padre es también del Hijo (ver Jn 17,10), decir que Jesucristo “está sentado a la derecha del Padre” es reconocer que, como afirman san Pedro y san Pablo, Dios sentó a Jesucristo a Su diestra en el cielo, para que estuviera por encima de todo, para someterlo todo a Él (ver 1Pe 3, 22; Ef 1, 20-22).
Su Padre le ha dado “todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), y en Él se cumple lo que anunció el salmista: “Dice el Señor a mi Señor, ‘Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies’…”(Sal 110, 1).
Como Dios Todopoderoso, Cristo ha derrotado a Sus adversarios, ha vencido sobre el mal y sobre la muerte.
4.- Intercesión
El hijo del rey goza de cercanía, de intimidad con él, puede pedir clemencia para alguien que le ha encomendado que abogue por su causa ante su papá.
Dios Hijo intercede por nosotros ante Dios Padre (ver 1Jn 2,1).
Decir que Jesucristo “está sentado a la derecha del Padre” nos da el grandísimo consuelo de saber que contamos siempre con Su amorosa intercesión (ver 1Jn 2, 1; Rom 8, 34).
-Y de nuevo vendrá con gloria
De la primera venida de Jesús se enteraron relativamente pocas personas. Su Madre, la Virgen María, José su esposo, unos cuantos parientes, como su prima Isabel, los pastores, los sabios de Oriente, Simeón y Ana en el templo, la gente cercana a la que éstos se lo platicaron, y párale de contar.
Muy diferente será Su segunda venida.
Cuando Jesucristo venga al final de los tiempos, no pasará desapercibido para nadie en todo el planeta.
Todo el mundo se dará cuenta, todo el mundo lo verá.
En el Credo afirmamos que Jesucristo: “de nuevo vendrá con gloria”.
Ello nos permite tener claros al menos cuatro aspectos relacionados con la segunda venida de Cristo:
1. Nuestra fe no está puesta en un gran hombre, como tantos, que hizo o dijo grandes cosas, murió y sólo queda recordarlo. No.
Nosotros creemos en Jesucristo que antes de morir prometió que resucitaría (ver Mt 16, 21; 17, 23; 20, 19) y resucitó (ver Mt 28, 6-7); que antes de volver al cielo al lado de Su Padre, prometió que regresaría por nosotros (ver Jn 14, 2-3), y tenemos nuestra confianza y esperanza puesta en esa promesa, porque Dios la hizo y Él no miente (ver Tito 1,2).
Los cristianos no sólo recordamos y celebramos que Jesús haya venido a este mundo, no sólo celebramos que se ha quedado, invisible, entre nosotros, sino que aguardamos el momento feliz de Su retorno, al final de los tiempos, cuando esperamos verlo cara a cara (ver 1 Cor 13,12; 1Jn 3,2).
2. Aquel que en Su primera venida renunció a los privilegios de Su condición divina, aceptó hacerse pequeñito, nacer en un pesebre y ser exiliado a Egipto; al iniciar Su ministerio soportó ser tentado por Satanás; ser criticado y cuestionado; llegada Su hora se dejó aprehender, interrogar, golpear, escupir, flagelar, coronar de espinas y crucificar, vendrá esta vez de manera muy distinta: victorioso, radiante, dejando bien claro que es el Rey de reyes, el Señor de los señores.
Aquel que desde Su Ascensión al cielo se nos ha manifestado de manera discreta, se ha ocultado a nuestra vista en el Pan Eucarístico, ese día se revelará a todos, claramente, en todo Su esplendor.
“Aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria” (Mt 24, 30).
Esta vez hará lo que no quiso hacer en el Huerto de Getsemaní, (ver Mt 26, 53) hacerse acompañar de un ejército de ángeles y arcángeles (ver Mt 24, 31).
¡No pasará desapercibida Su segunda venida!
3. La segunda venida de Cristo será inconfundible y la verán todos los pueblos, así que no hay que creerle a cualquiera que afirme ser Jesucristo que ha vuelto discretamente, sólo para reunir a un grupito de ‘elegidos afortunados’.
Ya nos advirtió Jesús:
“Mirad que no os engañe nadie. Porque vendrán muchos usurpando Mi nombre y diciendo ‘Yo soy el Cristo’, y engañarán a muchos” (Mt 24, 4-5).
Y más adelante advierte:
“Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad el Cristo está aquí o allí’, no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! Así que si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis; ‘Está en los aposentos’, no lo creáis. Porque como el relámpago sale por oriente y brilla hasta occidente, así será la venida del Hijo del hombre” (Mt 24, 23-27).
Cuando vuelva Jesucristo, no dejará lugar a dudas de que se trata de Él.
4. Sabemos que Jesucristo vendrá, pero no sabemos cuándo.
Él dijo: “del día y la hora nadie sabe, ni aún los ángeles del cielo, sino sólo Mi Padre” (Mt 24, 36).
Así que como no sabemos cuándo será pero sí que nos tomará por sorpresa, no perdamos tiempo especulando, ni desperdiciemos el tiempo como si Jesucristo fuera a tardar en regresar (ver Lc 21, 34).
Preparémonos a Su llegada (ver 1Jn 2,28) viviendo como Él nos pidió, de modo que cuando venga nos encuentre cumpliendo Su voluntad, amándonos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 13, 34-35).
-Para juzgar a vivos y muerto
Esta frase del Credo despierta en los creyentes reacciones intensas y opuestas.
A muchas personas las aterra pensar en ser juzgadas por Dios.
Temen que les recuerde cuanto hicieron mal, y las mande al infierno.
Olvidan que Jesús no vino a condenar sino a salvar (ver Jn 3,17), que Dios es compasivo y misericordioso (ver Sal 103, 8-17), y que Jesús intercederá por nosotros ante Dios Padre (ver 1Jn 2,1).
Otras personas van al extremo opuesto; consideran que como Dios es Amor, es imposible que condene.
Piensan que lo del Juicio es simple amenaza para que nos portemos bien, pero ‘a la mera hora’ Jesús es tan misericordioso que salvará a todos, sin importar qué hayan hecho; será como uno de esos profesores ‘barcos’, que aprueban a todos sus alumnos, sepan o no la lección.
Pasan por alto que Dios no es sólo misericordioso, también es justo, y que no se comprendería Su misericordia sin Su justicia.
Dice la Iglesia: “el Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por Sus criaturas y que Su amor es más fuerte que la muerte” (CEC # 1041).
No hay argumento bíblico que respalde la idea de que todos se salvarán, y en cambio abundan las citas que advierten que seremos juzgados (ver Mt 16, 27); y que podríamos ser condenados (ver Lc 13,23-28; Mt 13, 24-30.36-43).
Y no faltan quienes aguardan con vengativo regocijo el Juicio final porque anhelan que Jesús mande al infierno a todas las personas que les caen mal.
No captan que con esa mentalidad tan poco caritativa pueden acabar acompañándolas o incluso condenándose en lugar de ellas…
Hace falta comprender qué significa que Jesús “vendrá a juzgar”, pues ello permite aguardar Su venida con un sano temor y evitando actitudes que pongan en riesgo nuestra salvación.
Caber recordar que la Iglesia enseña que cuando morimos enfrentamos un juicio particular (ver Heb 9, 27).
Quienes mueren sin pecado mortal ni venial, por ejemplo, los santos, pasan a gozar de la presencia de Dios. Es lo que llamamos ir al cielo.
Quienes mueren en amistad con Dios, (es decir no en pecado mortal), pero tienen faltas que deben expiar, pasan por el Purgatorio, un estado de purificación del alma, que les permite alcanzar la santidad requerida para entrar en el cielo (el ‘traje de fiesta’ del que habló Jesús en la parábola, ver Mt 22,2-14).
Tienen la seguridad de que irán al cielo (para seguir el ejemplo escolar, saben que ¡fiuf!, pasaron ¡de ‘panzazo’!), pero sufren, porque ya quisieran estar ahí. Podemos y debemos ayudarlas, ofreciendo diario por ellas las indulgencias plenarias que la Iglesia concede.
Quienes mueren en pecado mortal, sin arrepentirse, eligen así vivir la eternidad sin Dios.
Entrarán a la condenación eterna, lo que llamamos infierno, que es el horror sin fin de vivir en la tiniebla, sin amor, alegría, esperanza o consuelo, sumidos para siempre en su ira, odio, rencor, amargura, desesperación.
Ahora bien, cuando en el Credo se dice que Jesús vendrá “a juzgar a vivos y muertos”, se refiere a lo que la Iglesia llama el ‘Juicio Universal’, que tendrá lugar cuando venga Jesús por segunda vez, al final de los tiempos.
Dice la Iglesia que serán revelados “los secretos de los corazones… así como la conducta de cada uno con Dios y con el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras.” (Compendio de la Iglesia Católica #135).
¿Cómo prepararnos para ese momento?
Desde luego con gozosa esperanza. Será ¡el anhelado regreso de nuestro mejor Amigo!, ¿cómo podemos temer Su venida?
Y aunque es verdad que conoce nuestras faltas, Su intención no es condenarnos.
Muestra de ello y para seguir con el ejemplo escolar, es que no sólo ya nos contó el tema del ‘examen’, para que podamos prepararnos debidamente y aprobarlo, sabiendo como dijo san Juan de la Cruz, que ‘seremos examinados en el amor’, en el amor a Dios y a los hermanos; en lo que hicimos o dejamos de hacer por ellos (ver Mt 25, 31), sino que nos reveló la fórmula para lograr que no se tomen en cuenta nuestros errores, y obtengamos calificación sobresaliente.
Ya depende ahora de nosotros aprovechar dicha fórmula y aplicarla desde hoy: “Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt 5, 7).
-Y Su Reino no tendrá fin
‘Ser como todos’, no suele ser la mejor motivación pero fue la que hizo que los ancianos del pueblo elegido de Dios pidieran al profeta Samuel que les nombrara un rey (ver 1Sam 8,5).
Querían ser como otros pueblos y que los gobernara un hombre (ver 1Sam 8, 7).
Advertidos de los abusos que podría cometer el rey (ver 1Sam 8.10-18), no quisieron escuchar (ver 1Sam 8,20).
Así pues, Dios les concedió reyes.
Cuando éstos cumplieron la voluntad divina lograron cosas admirables, pero cuando siguieron sus propios deseos, hicieron cosas reprobables.
Entonces Dios prometió enviar un rey que reinaría como ningún otro, en la verdad, en la justicia, en la paz (ver Is 11, 1-9); un rey que no sería derrotado por sus enemigos; que reinaría para siempre (ver 2Sam 7,12.15-16; Dan 2,44; 7,14).
Ellos esperaron a ese rey del que pensaban les daría dominio sobre todos los pueblos.
Pero se quedaron esperando. Y no porque Dios hubiera incumplido Su promesa, sino porque no supieron reconocer que el rey que les envió era Jesús.
Un Rey que no vino a conquistar con violencia sino con amor, no vino a ser servido sino a servir, no vino a borrar de la tierra a sus enemigos, sino a perdonarlos; no vino a condenar sino a salvar.
Vino a este mundo, pero no era rey de este mundo (ver Jn 18, 36).
Vino a darnos a conocer Su Reino, a invitarnos a habitarlo, edificarlo, extenderlo.
Y Su Reino no se parece a ninguno otro:
Los reinos de este mundo se expanden mediante el uso de la fuerza, sometiendo a otros pueblos.
El Reino de Dios en cambio viene a conquistar corazones, a seducirnos con Su amor, busca nuestra rendición voluntaria. Jesús no impone, propone. Dice “si alguien quiere seguirme…” (Lc 9,23).
En los reinos de este mundo triunfan los que intrigan y mienten, los que escalan posiciones aplastando a otros, los que avasallan a los débiles.
En el Reino de Dios en cambio, brilla la verdad (ver Mt 5,37), la justicia (ver Mt 5,20), la misericordia (ver Mt 5,7), la compasión (ver Lc 6, 36).
El éxito está en dar, no en arrebatar (ver Lc 6,38), en ayudar no en perjudicar (ver Mt 25, 31-46), en perder la vida, desgastándola en los demás (ver Mt 16,25).
En los reinos de este mundo se valoran las grandes hazañas, en el Reino de Dios se valora lo pequeño, el más mínimo acto de amor, de ayuda desinteresada (ver Mt 13, 31-33).
En los reinos de este mundo se busca obtener títulos, figurar, ser ‘alguien’, en el Reino de los Cielos se valora la humildad, servir al otro, no servirse del otro, hacerse como un niño (ver Mc 10, 41-45; Mt 18, 1-4).
En los reino de este mundo se sobrevaloran los bienes materiales, impera la avaricia, el lujo, el derroche (un par de zapatos de una dama de la realeza cuesta más de lo que un migrante, campesino u obrero gana en un año). En el Reino de Dios lo que cuenta es ser, no poseer; lo valioso es compartir no acaparar, acumular un tesoro en el cielo, no en la tierra (ver Mt 6, 19-21; Mc 10,21).
Los reinos de este mundo son pasajeros, por bueno o malo que sea un rey, tarde o temprano morirá y dejará su lugar a su sucesor. Su ‘corte’ perderá sus privilegios. En cambio el Reino de Dios es para siempre, todo lo bueno y lo bello ¡nunca terminará!
Como afirmamos en el Credo, el Reino de Jesucristo “no tendrá fin”, como proclamamos en Misa: “Tuyo es el Reino, Tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor.”
Al inicio de Su ministerio Jesús anunció que el Reino de Dios estaba cercano, e invitó a la gente a convertirse y a creer en el Evangelio.
Acepta Su invitación quien no desea ser como quienes se rigen por los reyes de este mundo, sino quiere que el Señor reine en su corazón porque ha comprendido que no hay mejor manera de vivir en este mundo que ayudando a Jesús a edificar Su Reino, y no habrá mejor manera de pasar la eternidad que disfrutándolo en compañía del Rey eterno.
-Creo en el Espíritu Santo
Se le suele representar como una paloma, porque bajo esa forma descendió sobre Jesús cuando fue bautizado en el Jordán (ver Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22; Jn 1,32), pero el Espíritu Santo no es un ave.
También se lo representa como lenguas de fuego sobre María y los apóstoles, porque así se vio cuando descendió sobre ellos en Pentecostés (ver Hch 2,4), pero el Espíritu Santo no es lumbre.
Y si se pudiera pintar el aliento o el viento, de seguro lo veríamos representado así, porque el término ‘Espíritu’ traduce el término hebreo Ruah, que significa soplo, aire, viento (ver Jn 3,8; 20,22), pero el Espíritu Santo no es una ráfaga.
Tampoco agua, óleo, nube, sello, mano, dedo, símbolos con los que lo vemos en cuadros, murales y vitrales.
Entonces, ¿qué es?
La pregunta no debe ser ‘qué es’, sino ‘Quién es’.
El Espíritu Santo no es una cosa ni un ente abstracto, no es, como algunos disparatadamente lo consideran, una ‘energía’, una especie de ‘buena vibra’ celestial. No. El Espíritu Santo no es algo, es Alguien.
Ello resulta evidente cuando leemos en la Biblia que Jesús lo llamó Abogado y Consolador (ver Jn 15,26), prometió a Sus Apóstoles que el Espíritu Santo les recordaría Sus Palabras (ver Jn 14,26), los guiaría hacia la verdad plena (ver Jn 16,13), les inspiraría lo que tuvieran que decir cuando fueran llamados a comparecer para dar testimonio de su fe (ver Mc 13,11), y que San Pablo pidió que no entristezcamos al Espíritu Santo (ver Ef 4,30), unos cuantos ejemplos de expresiones que no se pueden aplicar más que a un Ser personal vivo, con inteligencia y voluntad propia.
Queda claro que el Espíritu Santo es persona. Pero no cualquier persona. Es una Persona Divina. En otras palabras, el Espíritu Santo es Dios.
¿Por qué es posible hacer semejante afirmación?
Porque en la Biblia abundan referencias a lo que es, hizo, hace y hará el Espíritu Santo, que sólo Dios puede ser y hacer. En ella se nos revela que es Eterno, pues ya existía antes de la creación del mundo (ver Gen 1,2); que engendró a Jesús, Hijo del Padre, en el seno virginal de María (ver Lc 1, 34-35); que tiene el poder de vencer el mal (ver Mt 12,28), y que derrotó la muerte (ver Rom 8, 11-13).
Cuando en el Credo decimos: “Creo en el Espíritu Santo”, estamos afirmando nuestra fe en Dios Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, nuestra fe en Su existencia y en Su poder, y nuestra disponibilidad a ser dóciles a Su acción en nuestra vida.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, que el Espíritu Santo nos revela a Dios Padre y a Dios Hijo, pero Él no se revela a Sí mismo, que es discreto, que es la Iglesia la que nos ayuda a conocerlo a través de diversos medios:
A través de la Palabra de Dios, que Él inspiró.
A través de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, que Él ilumina.
A través de los Sacramentos, mediante los cuales Él nos permite entrar en íntima comunión con Cristo.
A través de la oración, en la cual intercede por nosotros que no sabemos pedir lo que nos conviene (ver Rom 8, 26).
Y a través de incontables signos que nos hablan de Su acción poderosa en la historia de la salvación y en nuestra propia historia.
¿Cómo interviene el Espíritu Santo en dicha historia, qué hace por nosotros?
-Señor y Dador de vida
Lo primero que descubrimos del Espíritu Santo es que nunca deja las cosas como están.
Marca siempre una diferencia. Un antes y un después. Un nuevo comienzo.
Tal vez por eso no sea casualidad que en la Biblia se le suele mencionar en los inicios.
Al inicio del Antiguo Testamento se nos habla de Él, presente “en el principio”, en la creación del mundo, cuando “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo”, Él “aleteaba por encima de las aguas (ver Gen 1, 2).
Al inicio del Nuevo Testamento, en los dos Evangelios que contienen las narraciones de la infancia de Jesús, se anuncia que fecundó el vientre virginal de María, para engendrar a Jesús, Hijo de Dios Padre (ver Mt 1,18; Lc 1,35).
Al inicio del ministerio público de Jesús, el Espíritu Santo lo lanzó al desierto, a pasar cuarenta días y cuarenta noches en oración y ayuno (ver Mc 1,12), y luego cuando Jesús fue bautizado, bajó sobre Él en forma de paloma (ver Mt 3,16).
Al inicio de Su predicación, Jesús eligió proclamar el texto de Isaías que dice: “el Espíritu de Dios está sobre mí…” (Lc 4, 17-18s).
Al inicio de la Iglesia, se dejó sentir como viento huracanado y descendió sobre María y los Apóstoles en forma de lenguas de fuego (ver Hch 2, 1-4).
Definitivamente hay un ‘antes’ y un ‘después’ de las acciones del Espíritu Santo en la historia.
Y Sus intervenciones pueden ser tan llamativas como hacer que de pronto profeticen simultáneamente setenta ancianos (ver Num 11, 25), o tan discretas que pueden pasar casi desapercibidas (es el ‘Autor intelectual’ de la ¡toda Biblia!, inspiró a lo largo de diez siglos y en los más diversos lugares a todos los que la escribieron, y además se encargó de que todos los escritos tuvieran entre sí perfecta coherencia y armonía, mas no verás Su nombre en la portada, dejó a otros autores llevarse el crédito…), pero eso sí, siempre son poderosas, luminosas, transforman la existencia de quienes lo reciben, no la dejan igual.
En el Credo llamamos al Espíritu Santo “Señor y dador de vida”.
Llamarle ‘Señor’, que significa Dueño, Amo, es reconocerle Su divinidad, porque sólo Dios es el Señor (ver Mt 22,37).
¿Qué significa que sea “dador de vida”?
Que así como en la historia, también en nuestra vida marca la diferencia, y es una ¡gran diferencia!, nada menos que entre la muerte y la vida.
Para comprenderlo consideremos lo siguiente: desde el punto de vista de la fe, ¿qué es vivir?
No sólo es estar, existir. Es, sobre todo, emplear la existencia para gloria de Dios, bien de los demás, y la propia santificación.
El problema es que, como dice san Pablo, por el pecado, entró la muerte en el mundo (ver Rom 5,12).
Vivimos en un mundo de pecado; anida en nuestro interior una tendencia hacia la muerte, hacia el mal, de la cual sólo Dios puede rescatarnos.
Y nos rescata.
Nos envía al Espíritu Santo.
Cuando ante nuestra mirada se plantea la disyuntiva de elegir entre lo que nos conduce a la vida (amor, bondad, perdón, verdad, justicia, paz) o lo que nos lleva a la muerte (odio, maldad, rencor, mentira, injusticia, violencia), Él nos ayuda a optar por el camino de la vida.
El Espíritu Santo nos da la vida no sólo en un sentido físico, sino espiritual.
Lo recibimos en el Bautismo, que nos hace nacer a la vida como hijos de Dios.
Lo recibimos en la Confirmación, que nos capacita para edificar y dar a conocer el Reino de Dios.
Gracias a Él, que transforma el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, recibimos la Eucaristía, Alimento para la vida eterna. Está presente en todos los Sacramentos.
Gracias al Espíritu Santo, dador de vida, nos abrimos a la vida de la gracia divina, podemos dejar morir al viejo yo, egoísta, sumido en la tiniebla, y liberarnos del pecado y de la muerte (ver Rom 8, 1-13).
-Que procede del Padre y del Hijo
Es como una cuerda con tres nudos; como un trébol de tres hojas; como la forma geométrica de un triángulo.
Con estas y otras comparaciones, los teólogos de todos los tiempos han intentado ayudarnos a comprender cómo es la Santísima Trinidad, un solo Dios en tres Divinas Personas.
Pero no han tenido gran éxito, se han quedado siempre cortos, arañando apenas la superficie, vislumbrando desde fuera una realidad que no logran penetrar.
Cabe recordar aquí esa anécdota sobre san Agustín que cuenta que un día caminaba por la playa meditando acerca de la Santísima Trinidad, tratando de comprenderla, cuando se topó con un niño que había hecho un hoyito en la arena y con una conchita echaba allí agua de mar.
San Agustín le preguntó qué hacía y el niño le dijo que metía el mar en ese agujero.
El santo se rió y le dijo al chamaquito que la inmensidad del mar no podía caber en algo tan pequeñito.
Entonces el niño le replicó que tampoco podía pretender que el misterio de la Santísima Trinidad cupiera en la mente limitada de un hombre.
¡Zas! San Agustín comprendió que Dios había puesto a ese niño en su camino para darle una lección de humildad y hacerle ver que para un ser humano es imposible entender cabalmente ese misterio (que se llama ‘misterio’ no en el sentido que se usa en las novelas de suspenso; sino en un sentido religioso, que se refiere a una realidad divina que nos ha sido revelada, y que está más allá de lo que la mente limitada del ser humano puede captar o comprender).
Ahora bien, el que no podamos captar plenamente dicho misterio no impide que intentemos comprenderlo hasta donde nos sea posible, y para ello puede ayudarnos una explicación muy clara y sencilla que ofrece el teólogo Peter Kreeft en su libro ‘Fundamentos de la fe’.
Dice que todos estamos de acuerdo en que Dios es amor, tal como lo afirma la Biblia (ver 1Jn 4, 7-12).
Y si es verdad, como lo es, que Dios es amor, entendido como el amor que es donación total de sí mismo, entonces Dios tiene que ser, necesariamente, Trinidad.
¿Por qué?
Porque si Dios fuera una sola Persona, sólo podría amarse a Sí mismo, Su amor sería egoísta.
Si Dios fuera sólo dos Personas, Su amor se limitaría a ser mutuo.
Pero como Dios es tres Personas, entonces el Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre, y el Espíritu Santo es el amor que procede de ambos, desde toda la eternidad y para toda la eternidad.
Podemos afirmar que Dios es amor porque Dios es Trinidad, es comunidad de amor, amor dinámico, amor que se proyecta, que se comunica desde siempre y para siempre.
Dice Jesús: “Como el Padre me ama, así los amo Yo, permanezcan en Mi amor” (Jn 15, 9-11), y dice san Juan: “En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado de Su Espíritu”(1Jn 4, 12).
Cuando en el Credo afirmamos que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”, reconocemos Su divinidad, reconocemos que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, y reconocemos que nos comunica el amor del Padre y del Hijo.
Esta frase del Credo nos ayuda a tener presente que para nosotros, creados a imagen y semejanza de un Dios que es Trinitario, lo fundamental en nuestra vida es asemejarnos a Él en el amor, entrar en Su dinámica amorosa, relacionarnos con los demás amorosamente, recibir el amor de Dios y compartirlo, comunicarlo.
-Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria
¿A quién puedes adorar? Desde niños aprendimos en el Catecismo que sólo a Dios hemos de adorar.
Por lo tanto, cuando en el Credo decimos que el Espíritu Santo recibe la “misma adoración y gloria” que el Padre y el Hijo, eso sólo puede significar una cosa: que, al igual que Dios Padre y Dios Hijo, el Espíritu Santo es Dios, y por lo tanto, digno de que lo adoremos y glorifiquemos.
¿En qué consiste adorar a Dios?
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13)”. (CEC 2096)
“Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios.
Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49).
La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo”. (CEC 2097).
Y ¿en qué consiste dar gloria a Dios?
Para responder caber recordar que llamamos ‘gloria de Dios’ a la manifestación de Su poder y Su grandeza, por lo tanto, dar gloria a Dios eso reconocer Su poder y grandeza, alabarlo y agradecerle por ello, y darlo a conocer.
Al saber que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y verlo representado en forma de paloma, tal vez alguien pueda creer, equivocadamente, que el Espíritu Santo no es una Persona o no es de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo. Pero sí lo es.
La Iglesia definió, en el Concilio de Toledo, en el año 675, que el Espíritu Santo es igual al Padre y al Hijo, en el sentido de que comparten la misma naturaleza divina, son un solo Dios (ver CEC # 253).
En lo que son distintos es en que cada uno es una Persona, con voluntad y características que le son propias (ver CEC #254).
Jesús pidió a Sus apóstoles bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19) fórmula fundamental que desde entonces seguimos empleando en el Bautismo y en los demás Sacramentos, y decimos también al hacer la señal de la cruz, al empezar y terminar de orar, al recibir la bendición, y en otros momentos en los que invocamos y expresamos nuestra pertenencia a la Santísima Trinidad (cabe comentar que es importante decir: ‘y del Hijo’, ‘y del Espíritu Santo’, porque si omitimos la ‘y’ parece que estamos hablando, todo seguido, del ‘nombre del Padre del Hijo del Espíritu Santo’; se distorsiona su sentido. También al decir: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”, hay que decir ‘y’).
Que el Credo afirme que el Espíritu Santo recibe la misma adoración y gloria que el Padre y el Hijo, no sólo nos reafirma en la certeza de que el Espíritu Santo es Dios y nos invita a adorarlo y glorificarlo, sino también alegra nuestro corazón haciéndonos saber que contamos con la amorosa presencia y la divina intervención del Espíritu Santo en nuestra vida.
-Y que habló por los profetas
Actores y conductores de televisión suelen tener en la oreja un ‘apuntador electrónico’, mediante el cual les van leyendo lo que tienen que decir.
Quienes comparecen ante la justicia suelen contratar un abogado que hable por ellos.
Pero los bautizados contamos con una ayuda ¡infinitamente mejor!
No la de alguien que se limite a leernos un parlamento, o nos asista sólo si nos metemos en un lío legal, no la de alguien con quien se puede contar sólo en horas y días hábiles, que cobra un dineral, puede equivocarse y leernos un ‘guión’ equivocado o hacernos perder el juicio (en el amplio sentido de la palabra), sino la de Alguien del que podemos tener la absoluta seguridad de que nunca cometerá errores, siempre sabrá qué decir, nadie podrá derrotarlo, estará siempre a nuestro lado y no nos cobrará nada, porque lo único que espera de nosotros es que seamos dóciles a Sus inspiraciones y lo dejemos guiarnos hacia la salvación.
Me refiero a Dios Espíritu Santo.
En el Credo proclamamos que: “habló por los profetas”, y desde luego se refiere a que el Espíritu Santo inspiró a esos hombres de los que nos habla la Biblia, a los que Dios elegía y enviaba a comunicar Su Palabra.
Pero no sólo hay que entender esa frase como referencia pasada.
Dios sigue comunicándose con nosotros, y sigue requiriendo que haya alguien que vaya en Su nombre a darlo a conocer a los demás.
Por nuestro Bautismo recibimos la dignidad de profetas, es decir, la encomienda de ir en nombre de Dios a anunciar la Buena Nueva a nuestros hermanos.
Y si alguien se pregunta, como se preguntaron muchos profetas, que cómo se va a atrever a ir a hablar de Dios si no se siente capaz, si no está suficientemente preparado, hay que recordarle que Dios siempre nos capacita para que podamos cumplir lo que nos pide.
Por lo pronto, nos envía no como empleados, sino como hijos Suyos; gracias al Espíritu Santo que recibimos en el Bautismo podemos llamar a Dios ‘Padre’ (Rom 8, 15-16) e ir a dar testimonio de Su amor.
Y no nos envía solos, sino con Su Espíritu Santo, y ¿sabes cómo nos asiste Él en esta vital encomienda?
De ¡incontables maneras! Por ejemplo:
Derrama en nosotros el amor de Dios (ver Rom 5, 5).
Nos conduce hacia la Verdad (ver Jn 14, 13) y está siempre con nosotros para consolarnos y defendernos (ver Jn 14, 16).
Nos enseña y recuerda las palabras de Jesús (ver Jn 14, 26).
Intercede por nosotros, que no sabemos pedir lo que nos conviene (ver Rom 8, 26).
Nos colma de dones: sabiduría, para preferir los caminos de Dios; entendimiento, para captar cómo nos habla la Palabra de Dios; ciencia, para poner a Dios en el centro de nuestra vida; consejo, para aconsejar a otros con criterios de fe; fortaleza, para no flaquear ante la adversidad y perseverar en nuestros buenos propósitos; piedad, para amar las cosas de Dios, y temor de Dios, que no consiste en tenerle miedo, sino en tener temor de fallarle, de defraudarlo a Él que es tan Bueno y nos ama tanto. (ver Is 11, 1-2).
Nos da los carismas, (ciertas cualidades y virtudes) que nos permiten responder a la vocación de amar a la que Dios nos llama, y a la misión de ser constructores de Su Reino en nuestro mundo (ver 1Cor 12, 4-7), y dar frutos de amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio (ver Gal 5, 22-23).
Con la extraordinaria asistencia del Espíritu Santo, ¡no tenemos pretextos para evadir nuestra vocación de profetas!
El profeta Jeremías decía que cuando quiso renunciar, cuando decidió ya no hablar en nombre de Dios, no pudo, porque sentía como un fuego por dentro que no podía apagar (Jer 20,9).
Cabe pensar que era el fuego del Espíritu Santo.
El mismo que descendió sobre María y los Apóstoles en Pentecostés (ver Hch 2, 1-4), el mismo que desde tu Bautismo brilla en tu interior y el mismo al que se refería Jesús cuando dijo: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49).
Pidámosle al Señor que nos ayude a mantener vivo en nosotros el fuego de Su Espíritu, un fuego que nos ilumine y nos rescate de la oscuridad del miedo, la ignorancia, la desesperanza; un fuego que caliente y derrita nuestra indiferencia; un fuego que nos convierta en profetas, antorchas vivas que animen a otros a dejarse alumbrar, guiar, inspirar, encender, incendiar, por el Espíritu Santo.
-Creo en la Iglesia
‘Cristo sí, Iglesia no’, es una frase despistadísima que suelen decir algunas personas para expresar que creen en Cristo y quieren seguirlo, pero sin la Iglesia.
No se dan cuenta de que piden un imposible, porque Cristo no sólo fundó la Iglesia, sino que se identifica con ella.
Recordemos que en el libro de Hechos de los Apóstoles se narra que Saulo de Tarso “hacía estragos en la Iglesia (Hch 8, 3). Y cuando Jesús se le apareció no le preguntó: ‘¿por qué persigues a Mis seguidores?’, ni siquiera: ‘¿por qué persigues a mi Iglesia?’, sino “¿por qué Me persigues?” (Hch 9,4). Cristo es cabeza de Su Iglesia (ver Col 1, 18), quien la ataca, lo ataca, quien se aleja de ella, se aleja de Él.
Lo dejó muy claro cuando les dijo a Sus apóstoles: “Quien a vosotros os escucha, a Mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a Mí me rechaza; y quien me rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10, 16).
Cuando en el Credo decimos: ‘Creo en la Iglesia’, estamos expresando nuestra fe en ella no por sí misma, sino porque Cristo la fundó, la guía y la sostiene.
¿Para qué la fundó? Cabe destacar, entre muchas, tres razones:
Darnos una autoridad competente
Una comunidad requiere un líder que decida las cuestiones que se presenten.
Por ejemplo, cuando la primera comunidad cristiana discutía qué permitir o prohibir a los paganos convertidos, la Iglesia se reunió, en el primer Concilio de la historia, en Jerusalén, y con la autoridad conferida por Cristo, y luego de escuchar el parecer de todos, Pedro tomó una decisión que todos acataron (ver Hch 15, 1-12).
También es indispensable que alguien establezca los principios y verdades que debemos creer.
Algunas gentes dicen que no quieren pertenecer a una Iglesia que tiene ‘dogmas’, como si esa fuera mala palabra, sinónimo de ideas vetustas y rígidas e inmodificables.
No se ponen a pensar la gran ayuda que es tener dogmas, saber en qué debemos creer.
Que alguien que es más grande que nosotros, nos guíe en el camino, y no que cada creyente tenga que estar inventando la rueda y el hilo negro a cada paso.
Es como en la vida, si no hubiera dogmas matemáticos, muchos jamás llegaríamos por nosotros mismos a descubrir los números ni las operaciones matemáticas.
Aprovechar el conocimiento que otros nos han legado nos hace la vida más sencilla.
Del mismo modo, en la vida de fe, el poder caminar no a campo traviesa, entre matorrales y piedras, sino por la senda que a lo largo de siglos ha apisonado la Iglesia, nos permite aprovechar la sabiduría y experiencia de la que es nuestra Madre y Maestra.
Darnos la correcta interpretación de la Palabra de Dios
Los hermanos separados se guían por el principio de ‘Sola Scriptura’, según el cual al creyente le basta leer la Sagrada Escritura por sí mismo, sin ayuda de la Iglesia. Irónicamente, dicho principio no aparece en la Biblia (es que lo inventó Lutero), y resulta insostenible pues la Biblia se presta para toda clase de interpretaciones, pero sólo una puede ser la verdadera, y para descubrirla se requiere de una autoridad que cuente, como cuenta la Iglesia, con el Espíritu Santo, que el Señor le prometió y envió para guiarla hacia la verdad (ver Jn 16, 13).
Darnos los Sacramentos
Jesús fundó la Iglesia para hacerse presente entre nosotros en medio de ella, y colmarnos de Su gracia a través de los Sacramentos, signos sensibles de Su amor.
El Bautismo, que nos permite ser hijos del Padre y recibir al Espíritu Santo.
La Confesión, en la que recibimos el perdón de Dios y Su gracia para ayudarnos a superar el pecado.
La Eucaristía, en la que nos alimentamos del Pan de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo.
La Confirmación, en la que el Espíritu Santo nos da los dones y carismas que necesitamos para edificar el Reino de Dios. La Unción de Enfermos, en la que Cristo nos perdona y nos sana de alma y cuerpo.
El matrimonio, que da a los esposos la gracia de amarse como Dios los ama.
El orden sacerdotal, que transforma al ordenado en otro Cristo, que nos comunica Sus dones y bendiciones.
Cuando en el Credo decimos ‘Creo en la Iglesia’, no nos limitamos a pensar en la Iglesia local, en el padre de nuestra parroquia, si nos cae bien o nos cae mal, sino en la institución fundada por Cristo hace casi dos mil años, y de la que prometió que los poderes del mal no prevalecerían sobre ella y de la que nombró roca a Pedro (ver Mt 16, 18-19), de quien es sucesor en línea ininterrumpida el Papa Francisco.
-Que es una
Éste es uno de esos casos en los que si no se respetan las comas, lo que se dice no es lo que se debería decir.
Cuando en el Credo proclamamos “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”, hay que respetar las pausas de las comas, para que se vea que estamos mencionando cuatro características de la Iglesia, porque si decimos esta frase toda de corrido, parece que afirmamos que la Iglesia es ‘una santa’, siendo que lo primero que destaca el Credo es que la Iglesia es una.
¿Qué significa esto? ¿En qué sentido la Iglesia es ‘una’?
Es una porque Cristo fundó una sola Iglesia
No dijo ‘sobre esta piedra edificaré mis iglesias’ sino “Mi Iglesia” (Mt 16, 18).
Él es la cabeza de la Iglesia (ver Col 1,18), y una cabeza sólo tiene un cuerpo.
Es una en su fe y en su enseñanza
Todos los católicos compartimos la misma fe.
Los hermanos separados, aun dentro de una misma denominación, pueden creer doctrinas completamente opuestas entre sí, lo que provoca gran confusión y duda acerca de quién tiene la verdad.
En cambio el Magisterio de la Iglesia Católica enseña una misma doctrina, en concordancia con la Sagrada Escritura y la Tradición. El Catecismo de la Iglesia Católica nos conduce sin error hacia la verdad.
Es una en su culto
Puedes, por ejemplo, ir a Misa en una parroquia en cualquier lugar del planeta, y participar aunque no sepas el idioma, porque es la misma Misa.
Y a diferencia de lo que sucede en otras iglesias, lo que se lee, se conmemora, etc. no depende del gusto del celebrante, sino está acorde al mismo ciclo litúrgico que emplea la Iglesia Católica simultáneamente en todo el mundo.
Es una en los Sacramentos
La Iglesia tiene siete Sacramentos, signos sensibles del amor de Dios, que se realizan mediante los mismos ritos y confieren la misma gracia santificante a los católicos de todo el mundo.
Atentados contra la unidad:
A lo largo de los siglos ha habido diversos atentados contra la unidad, entre los cuales cabe destacar dos, a principios y a mediados del segundo milenio: el cisma de Oriente, que separó a la Iglesia Católica Occidental de la Iglesia Católica Oriental, y el cisma que provocó Lutero cuando se salió de la Iglesia fundada por Cristo, y fundó la suya propia, pues luego sus seguidores se salieron de la de Lutero y fundaron la suya propia, y cuando surgió un desacuerdo, otros más se salieron y fundaron sus iglesias y así hasta hoy.
Actualmente hay más de treinta mil denominaciones protestantes sólo en EUA, (más las que se acumulen esta semana), cada una de las cuales se considera la verdadera iglesia de Cristo. Pero no todas pueden serlo, porque Él fundó sólo una (ver Mt 16, 18-19).
Todas las iglesias protestantes han sido fundadas por alguien de ascendencia católica, que se separó de la Iglesia (de ahí que los llamamos ‘hermanos separados’), porque durante los primeros siglos del cristianismo, no había más que una sola Iglesia, la Católica.
Esta separación no es algo querido por Jesús. Él oró por la unidad: “Como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21).
También se atenta contra la unidad de la Iglesia cuando un ministro, catequista, o alguien con autoridad enseña algo distinto a lo que enseña el Magisterio de la Iglesia, o cuando un ministro altera la Liturgia a su conveniencia, por ejemplo, añade o suprime frases del Misal, o introduce elementos ajenos a la celebración, pues mueve a la feligresía no a amar la Misa sino ‘su’ Misa, a seguirlo a él, no a Dios.
Decía el Papa Benedicto XVI que la Liturgia no le pertenece al que la celebra, es algo más grande que él, pertenece a la Iglesia.
La unidad de la Iglesia es importante, hay que cuidarla.
Pide san Pablo que nos empeñemos “en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (Ef 4, 3-6).
Trabajemos y oremos siempre por la unidad de la Iglesia.
-Santa
‘¿Por qué dicen que es santa si está llena de pecadores?’, cuestionaba un joven, refiriéndose a sea frase del Credo que enumera, como una de las características de la Iglesia, que es santa.
Su pregunta tiene varias respuestas:
La Iglesia es santa porque es Santo su fundador
La fundó Jesucristo (ver Mt 16,16-18), que es Dios, y Dios es el Santo por excelencia. En el Nuevo Testamento con frecuencia se hace referencia a Jesús como el Santo, el Santo de Dios (ver Lc 1, 35; 4,34; Mc 1, 24; Jn 6,69; Hch 2, 27; 3, 14; Ap 3,7).
La Iglesia es santa porque nos enseña cómo alcanzar la santidad
Los católicos contamos con tres medios invaluables:
a.- La correcta interpretación de la Sagrada Escritura.
b.- La Tradición, que nos viene desde los orígenes más remotos del cristianismo, cuando todavía no se escribían los textos bíblicos y los Apóstoles transmitían sus enseñanzas oralmente (ver 2Tes 3,6;1Cor 15,1-2).
c.- El Magisterio de la Iglesia a la que Jesús le prometió que le enviaría al Espíritu Santo para conducirla hacia la Verdad (ver Jn 16,3).
La Iglesia una verdadera Maestra a la que podemos consultarle todo lo relacionado con nuestra vida de fe y tener la certeza de que si seguimos sus enseñanzas, contenidas en el Catecismo de la Iglesia Católica (libro imprescindible en todo hogar católico) y en los documentos vaticanos, caminaremos de manera segura y sin error hacia la santidad.
La Iglesia es santa porque por su medio recibimos de Dios la gracia que nos santifica
En la Iglesia recibimos los Sacramentos que nos comunican la gracia divina que nos hace santos.
Por ejemplo, el Bautismo nos borra el pecado original, nos otorga la dignidad hijos adoptivos de Dios Padre, de Aquel que nos llama a ser santos como Él es Santo (ver 1Pe 1, 14-16) y nos da Su Espíritu Santo para lograrlo.
En la Confesión recibimos de Dios no sólo el perdón del pecado sino Su ayuda para superarlo, para dejarnos hacer santos.
En la Eucaristía recibimos el perdón, la Palabra, la Eucaristía, ¡la mayor asistencia que hay para alcanzar la santidad!
En la Unción de Enfermos se pide para el enfermo su salud de alma y cuerpo, y la gracia santificante que le permita unir su sufrimiento al de Cristo y hallarle sentido redentor.
El Matrimonio otorga a los esposos una gracia que les permite amarse como Dios los ama y santificarse mutuamente.
Los ministros ordenados reciben una gracia santificante que les permite hacer presente a Cristo entre nosotros.
¡Muy diversas y muy ricas son las ayudas que nos da la Iglesia para alcanzar la santidad!
La Iglesia es santa porque de ella han surgido incontables santos
La Iglesia no sólo nos dice por dónde ir y nos da lo necesario para el viaje, también nos presenta compañeros de camino de los que podemos aprender mucho y recibir ayuda inigualable: los santos, que nos ayudan con su buen ejemplo y con su valiosa intercesión.
Por último, para responder al joven que hacía notar que hay pecadores en la Iglesia, cabe recordar lo que dijo el sacerdote católico Carlo Carreto, en su libro ‘He buscado, he encontrado’: que alguna vez, deseó poder fundar una Iglesia de gente buena, santa, perfecta, pero comprendió que él no tendría cabida en esa iglesia y que no sería la Iglesia de Jesucristo, quien vino por todos, no sólo por los ‘buenos’. Agradeció formar parte de una Iglesia que conjuga de manera en verdad admirable, la santidad de Su fundador, de sus enseñanzas y Sacramentos, con la compasión y la acogida hacia todos los que quieran formar parte de ella.
Y cabe mencionar también que los buenos son ¡mucho más que los malos!
No suele salir en los noticieros que diariamente hay millones de católicos que realizan actos heroicos desgastando su vida en la atención gratuita y caritativa de enfermos, ancianos, presos, personas en situación de pobreza extrema, marginados, abandonados, damnificados, etc.
Los medios de comunicación prefieren destacar los casos de miembros de la Iglesia que hacen algo lamentable, pero como decía un famoso rector: ‘no se juzga una universidad por los que reprueban’, y hay que reconocer que la Iglesia cuenta con un número apabullante de ‘aprobados’, y otro no poco de ‘sobresalientes’.
De ninguna otra institución han surgido tantos hombres y mujeres de probada santidad, para gloria de Dios y bien de toda la humanidad.
-Católica
¿Qué significa la palabra ‘católica’?
La primera vez que me preguntaron esto me desconcerté, me di cuenta de que siempre había asumido que esa palabra designaba a la Iglesia y no me había puesto a pensar que tuviera un significado.
Fui al diccionario y descubrí que ‘católico’ viene del griego ‘kath’olón’ que quiere decir: ‘según el todo’, y suele traducirse como: ‘universal’.
Así pues, cuando en el Credo proclamamos que la Iglesia es ‘católica’, estamos afirmando que es universal.
¿En qué aspectos es ‘universal’ la Iglesia? Podemos considerar los siguientes:
1. Es universal porque en ella está presente Cristo.
Por Él poseemos todos los medios para poder salvarnos y anunciar a otros la salvación.
2. Es universal porque está presente en todo el mundo.
La Iglesia Católica ha cumplido desde su inicio, el mandato de Jesús de “id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva” (Mc 16, 15), y ser testigos Suyos “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
Inspirados por el Espíritu Santo los apóstoles evangelizaron el mundo, tarea que nunca cesa.
Hoy no hay país donde no esté presente la Iglesia Católica, aun en aquellos donde es perseguida.
En toda lengua se comunica la Buena Nueva, hasta los últimos rincones del planeta.
Somos más de mil millones de católicos.
3. Es universal porque acoge a todo ser humano.
Sin distinción ni discriminación.
Otras iglesias admiten sólo a miembros de cierto pueblo, raza o condición social, en cambio la Iglesia Católica acoge a todas las personas.
En Misa participamos hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, sanos y enfermos, santos y pecadores.
Todos tenemos cabida, a todos se nos convida a la misma fiesta.
4. Es universal en su espiritualidad.
La Iglesia es una sola, regida en todo el mundo por iguales principios, liturgia, etc. mas dentro de su seno hay cabida para las formas más diversas de espiritualidad.
Conviven en ella lo mismo el contemplativo que ora en silencio y soledad, que el que alaba a Dios con cantos y palmas; la Iglesia ayuda a toda persona a acercarse a Dios del modo que mejor se adapta a su personalidad.
5. Es universal en sus carismas.
En la Iglesia, trabajando en unidad por un mismo principio y objetivo, cada miembro aporta sus particulares dones y cualidades, es decir, sus carismas.
Hay una riquísima diversidad de grupos, órdenes religiosas, institutos, etc. que aportan su creatividad e invaluable labor.
6. Es universal porque se interesa por todas las necesidades del ser humano.
La Iglesia Católica es la institución que más ayuda humanitaria gratuita da en todo el mundo, sin distinción de credos, razas o condición.
Allí donde hay personas necesitadas de ayuda, allí está la Iglesia Católica, atendiéndolas heroica y abnegadamente. A nadie niega su ayuda, ni a quienes la atacan.
Ella fue pionera en la defensa de los derechos humanos; la primera en alzar su voz contra la esclavitud, contra la explotación de las personas, contra la desigualdad social.
7. Es universal porque se interesa por todas las manifestaciones del ser humano.
La Iglesia Católica alienta las manifestaciones del espíritu humano.
Ha contribuido como nadie al arte en el mundo. ¡Cuántas esculturas, pinturas, obras arquitectónicas y musicales se deben a un Papa que las encargó a algún gran artista con objeto de evangelizar al pueblo de Dios!
Y si hablamos de ciencia, da risa cuando algunos tachan a la Iglesia de ‘medieval’ queriendo decir que es primitiva, ignorante y retrógrada, pues fue precisamente en la Edad Media cuando surgió la Universidad y fue creación de la Iglesia.
Y grandes científicos de todos los tiempos, no sólo han sido católicos sino clérigos.
La Iglesia se interesa por todo quehacer humano y lo ilumina.
Hay organizaciones de abogados católicos, médicos católicos, etc. que ejercen su oficio con coherencia con su fe.
8. Es universal en su intercesión.
La Iglesia, presente en todo el mundo, ora por todo el mundo.
Durante las veinticuatro horas de todos los días del año, eleva sus oraciones en Misa, la Liturgia de las Horas, la Adoración al Santísimo, el Ángelus, el Santo Rosario, la Coronilla de la Divina Misericordia, etc.
Pide no sólo por los católicos, sino por todos los seres humanos, vivos y difuntos.
Gracias a la Iglesia Católica, no hay nadie por el que nadie pida. Intercede por todos. Ahora mismo, está orando por ti…
-Y apostólica
Lo primero que hizo Jesús cuando empezó a anunciar la Buena Nueva del Reino, fue elegir a Sus discípulos (ver Mc 1, 16-20; 3, 16-19).
A partir de ese momento los Evangelios nos muestran a Jesús casi siempre con Sus discípulos.
Con ellos fue predicando de pueblo en pueblo, recorriendo a pie los caminos polvorientos bajo un sol ardiente, con ellos disfrutó también de ricas charlas alrededor de una fogata bajo un cielo lleno de estrellas, merendando al final de una jornada.
A Sus discípulos los enseñaba con Su Palabra y con Su ejemplo, los aconsejaba, también les llamaba la atención, y con frecuencia les daba explicaciones que no daba a nadie más.
Durante todo el tiempo que pasaron con Él los fue preparando, ¿para qué? para que cuando Él volviera al lado de Su Padre, ellos continuaran la misión que Él empezó.
Consideremos esto: si un hombre que con trabajo ha consolidado un negocio, espera que algún hijo suyo lo herede para que lo que edificó no se pierda cuando él ya no esté en este mundo, ¡cuánto más Jesús no quiso que lo que edificó se perdiera, que Su misión en la tierra terminara cuando Él ascendiera al cielo!
Leemos en el Evangelio que no sólo instituyó a los Doce “para que estuvieran con Él”, sino también “para enviarlos a predicar” (ver Mc 3,14).
Y para ello les dio el extraordinario poder de ir en Su nombre a sanar enfermos, expulsar demonios; perdonar los pecados (ver Mc 3,15.6, 7-13);
Y antes de Su Ascensión, les prometió enviarles al Espíritu Santo, y los envió a ir por todo el mundo a proclamar la Buena Nueva (ver Mc 16, 15).
Dejaron así de ser sólo discípulos, dedicados a seguirlo y a aprender de Él, y se volvieron apóstoles (que significa ‘enviados’).
Y como evidentemente Jesús tampoco quería que la misión de los Doce Apóstoles terminara cuando murieran (máxime que no tardarían mucho, pues casi todos murieron mártires, el único que llegó a la ancianidad fue Juan), les otorgó también el poder de comunicar a otros lo que Él les había comunicado a ellos.
Claro, cabe hacer notar algo muy importante: no a todos les dio el mismo poder.
Un día los puso a prueba, les hizo una pregunta para ver a quién le revelaba Su Padre la respuesta, y a quien se la reveló, que fue a Pedro, lo eligió como la roca sobre la que fundó Su Iglesia; a él le entregó las llaves del Reino de los cielos, y le dijo que lo que atare o desatare en la tierra, quedaría atado o desatado en el cielo (ver Mt 16, 13-19).
Aunque todos eran apóstoles, Pedro recibió una potestad que no tenía nadie más.
En el Libro de Hechos de los Apóstoles, por citar un ejemplo, se ve el papel preponderante de Pedro en la primera comunidad cristiana, el respeto que se le tenía y cómo se reconocía su autoridad (ver Hch 1, 15ss; 2,14ss; 5,15; 15, 7).
Incluso cuando se suscitaron discusiones o diferencias de opinión, a nadie se le ocurrió separarse del grupo y fundar su propia iglesia, sino que se buscaron soluciones en las que todos estuvieron de acuerdo, y se mantuvieron unidos en torno a Pedro (ver Hch 15).
Todo esto nos permite comprender que cuando en el Credo proclamamos que la Iglesia es ‘apostólica’, tomamos en cuenta cuatro aspectos:
1.- La Iglesia es apostólica en su origen.
Fue fundada sobre los Apóstoles.
2.- La Iglesia es apostólica en su enseñanza.
Desde su origen ha seguido fielmente las enseñanzas, escritas y orales, de los Apóstoles.
Es interesante constatar, por ejemplo, que la manera como los primeros cristianos celebraban la Eucaristía, es básicamente igual a la que celebramos hoy en día los católicos en todo el mundo (ver Hch 2,42; y C.E.C. 1345).
3.- La Iglesia es apostólica en su estructura.
A partir del apóstol Pedro, primer Papa de la Iglesia, se han sucedido todos los Papas, en línea ininterrumpida, hasta el Papa Francisco.
El Papa y los obispos continúan enseñando, santificando y dirigiendo la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo.
4.- La Iglesia es apostólica en su misión.
Desde su inicio ha salido “a predicar por todas partes” (Mc 16, 20), y no llevando a otros la luz del Evangelio y de los Sacramentos, sino también el testimonio de su incansable caridad.
Pensemos en los millones de misioneros católicos que a lo largo de los siglos han desgastado su vida en las regiones más remotas, en las condiciones más difíciles y peligrosas, aun a riesgo de su salud o de su vida, impulsados por el deseo de ayudar a otros a conocer a Dios.
Y pensemos también en los millones de católicos que hoy en día se toman en serio el llamado de Jesús, y salen a anunciar, de palabra y de obra, el gozoso anuncio del Evangelio.
La Iglesia ha sido, es y será siempre misionera.
-Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados
¿Tiene caso bautizar a un bebé?, ¿no es mejor esperar a que sea mayor de edad y dejar que por sí mismo decida si desea bautizarse, más aún, esperar a que sea viejito y bautizarlo en su lecho de muerte, para aprovechar que se le perdonarán los pecados de toda su vida?
Son dos preguntas cuya respuesta es un rotundo sí y un rotundo no.
Para comprender por qué consideremos lo siguiente:
¿Qué es el ‘Bautismo’?
Es un Sacramento, es decir, un signo sensible del amor de Dios, mediante el cual Él nos otorga una gracia especial.
Y ¿qué significa ‘bautizar’?
Viene de ‘patizein’, palabra griega que significa ‘sumergir’.
Quien es bautizado es sumergido en agua para simbolizar que muere con Cristo para resucitar con Él (ver Col 2, 12).
¿Qué gracias especiales recibimos en el Bautismo?
Se pueden mencionar, al menos, cinco:
1.- En el Bautismo recibimos el más completo perdón.
“Es tan pleno y completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas” (C.E.C. 978).
Es un verdadero ‘borrón y cuenta nueva’, que nos limpia, nos lava, nos permite iniciar una vida nueva con la gracia de Dios.
Por ello es el primero de todos los Sacramentos, el que abre la puerta a los demás.
2.- En el Bautismo recibimos el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios.
Gracias al Espíritu Santo entramos a formar parte de la familia de Dios, como hijos adoptivos del Padre (ver Rom 8,15-16; Gal 4,6).
3.- En el Bautismo recibimos las virtudes teologales.
Llamadas así porque provienen de Dios y nos conducen hacia Él.
Son la fe, que nos hace sensibles a Su presencia y amoldar nuestra voluntad a la Suya; la esperanza, que nos alienta a caminar de Su mano y hacia Él; la caridad, que nos alienta a amar como Él nos ama.
Son virtudes que nos permiten vivir la vida ordinaria de modo extraordinario.
4.- En el Bautismo recibimos al Espíritu Santo.
Él nos colma con Sus dones (ver 1Cor 12, 4-11), nos ilumina, nos guía, intercede por nosotros, nos sostiene y capacita para vivir como hijos del Padre (ver Mc 1,8; Jn 1,33; 1Cor 12,13 ; Rom 8, 14. 26-27).
5.- En el Bautismo recibimos la dignidad de sacerdotes, profetas y reyes.
Sacerdotes para interceder por otros y ofrecer a Dios sacrificios por amor a Él y en bien propio y de los demás; profetas, para saber escuchar a Dios y hablarle a otros de Él; reyes, para edificar y habitar ya desde ahora, el Reino de Dios.
Se comprende ahora que a las preguntas planteadas al inicio se responda: ¡claro que vale la pena bautizar a un bebé!, y ¡claro que no hay que esperar hasta el lecho de muerte para bautizarse!, es tal la riqueza espiritual que recibimos en el Bautismo, que conviene recibirla ¡lo antes posible!
Si a unos padres de familia se les avisara que hay una epidemia grave, no se negarían vacunar a su bebé, no pensarían que le están quitando la libertad de decidir si quiere o no enfermarse, y que mejor esperan a vacunarlo cuando sea grande. ¡Querrían impedir que se enferme hoy!
Del mismo modo, como la gracia recibida en el Bautismo perdona el pecado original y fortalece el alma contra los muchos males que pueden enfermarla, ¿cómo no aprovecharla lo más pronto que se pueda?
Por eso desde los más remotos orígenes de la Iglesia bautiza a los bebés, y ya cuando crecen los catequiza y les da múltiples oportunidades (por ejemplo en Pascua) de renovar por sí mismos las renuncias y promesas que sus papás y padrinos hicieron por ellos en su Bautismo.
Por último, es interesante hacer notar que a diferencia de las frases anteriores del Credo que dicen: ‘creo’, ahora decimos ‘confieso’.
Es otra manera de declarar que lo que afirmamos es verdad.
Y ¿qué es lo que afirmamos?
Que el Bautismo perdona los pecados y que hay un solo Bautismo (ver Ef 4, 5). Sí. El que ha venido realizando la Iglesia Católica desde su inicio; con la fórmula que el propio Jesús le dio cuando la envió a bautizar a todas las gentes “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
-Espero la resurrección de los muertos
Al igual que sucede en la vida cotidiana al decir ‘creo’, cuando decimos ‘espero’ expresamos cierta inseguridad. ‘creo que pasé el examen, espero que me den el empleo, pero no lo sé’.
Es natural, pues este mundo está sujeto a imponderables que pueden alterarlo todo.
No sucede así con las cosas de Dios.
En el Credo decir ‘espero la resurrección de los muertos’, no significa: ‘me gustaría, pero quién sabe’, sino que expresa absoluta confianza en recibir aquello que esperamos. ¿Por qué?, porque “fiel es el Autor de la Promesa” (Heb 10,23), porque Aquél que nos prometió que resucitaremos, cumple lo que promete.
Consideremos estos tres puntos:
1.- La Palabra de Dios anunció la Resurrección a través de profetas (ver Is 26,19; Ez 37,1-14).
Y Jesús no sólo afirmó que existe la Resurrección (ver Mc 12, 18-27), sino que anunció Su propia Resurrección (ver Mt 16, 21; 17,22; 20, 18-19; Mc 8, 31; 9,31; 10, 33-34; Lc 9, 22).
Contamos con el testimonio confiable de numerosos textos bíblicos que dan fe de que Cristo resucitó. (ver, por ej: Mt 28,9; Mc 16,9; Lc 24, 4; Jn 20,24-29; Hch 1,1-9; 1Ts 4, 13-14; 1Pe 1, 21).
Si en arqueología es considerado altamente confiable un escrito antiguo que narra algo sucedido siglos antes, ¡cuánto más resultan confiables los textos del Nuevo Testamento, escritos por testigos presenciales, contemporáneos de Jesús!
Y cabe mencionar que no sólo contamos con confiables documentos escritos, bíblicos y extra bíblicos, sino con el testimonio mudo pero elocuente de la Sábana Santa, el lienzo que envolvió el cadáver de Cristo en el sepulcro, y que revela el tiempo y lugar de la Pasión de Cristo (por análisis del tipo de tejido de la tela y el polen de plantas adherido a ésta, que corresponden a las de Palestina de tiempos de Jesús), lo que Cristo padeció (por las manchas de sangre de los golpes, la corona de espinas, la flagelación, los clavos, la lanza en el costado), y, lo más impactante de todo: lo que sucedió cuando resucitó (Su cuerpo ingrávido emitió una radiación poderosa -que dejó en la tela una marca como de negativo fotográfico- y luego ¡se esfumó!).
Es importante resaltar que desde el inicio del cristianismo, la predicación se centró en el hecho irrefutable de que Jesús murió y resucitó (ver Hch 2, 22-36; 1Cor 15).
2.- El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) dice que la Resurrección de Cristo: ‘es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento’. (CEC 639).
‘Es imposible interpretarla fuera del orden físico y no reconocerla como un hecho histórico’ (CEC 643).
Jesús resucitado se deja tocar por Sus discípulos (ver Jn 20, 27), pide de comer (ver Jn 21, 9. 13-15). ‘Les invita así a reconocer que Él no es un espíritu, pero sobre todo a que comprueben que Su cuerpo resucitado es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de Su Pasión (ver Jn 20,20.27).
Este cuerpo auténtico y real posee, sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, puede hacerse presente a Su voluntad donde quiere y cuando quiere (ver Mt 28, 9.16-17; Lc 24,36; Jn 20,19.26)…’ (CEC 645).
‘La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado… La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente.
En Su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio…’ (CIC 646).
Cabe mencionar que La Iglesia católica define, como dogma de fe, que: ‘Al tercer día, después de morir, Cristo resucitó glorioso de la muerte’.
Y desde el Concilio IV de Letrán, establece que: ‘resucitó en el cuerpo’.
3.- Jesús no sólo prometió que resucitaría Él, sino que nos resucitará a nosotros (ver Jn 6, 39-40.44.54).
Si cumplió lo primero, tenemos la absoluta certeza de que cumplirá lo segundo.
Por eso en el Credo podemos afirmar confiados que esperamos la resurrección de los muertos.
Todos estamos llamados a la vida eterna. Todos. Creyentes y no creyentes, buenos y malos. Ah, mas no todos la pasaremos igual; las posibilidades son muy distintas. Pero de eso se tratará en la próxima ficha.
-Y la vida del mundo futuro
En este mundo todo pasa, todo se acaba.
Nos alegra que así sea cuando nos toca sufrir.
Dice el dicho: ‘no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista’.
Pero cuando se trata de aquello que nos hace felices, ¡no quisiéramos que terminara nunca!
Ya lo decía aquella canción: ‘¡reloj, no marques las horas!’.
Pero el tiempo no se detiene, y nos parece que la vida pasa demasiado aprisa, querríamos que durara más, o mejor aún, que no finalizara nunca.
Los seres humanos tenemos ganas de vivir para siempre.
En todas las culturas de todas las épocas se ha hablado de una vida después de ésta.
Atenidos a su imaginación, muchos pueblos inventaron cómo podría ser esa vida.
Pero en nuestro caso no tuvimos que inventar nada, fue Dios mismo quien nos reveló que hay vida después de este mundo.
Se comprende que tengamos ansia de infinito, ¡claro!, si Dios nos ha dado esa sed es porque nos dará también el manantial para saciarla; anhelamos vivir para siempre porque ¡vamos a vivir para siempre!
Estamos destinados a la eternidad; nuestra vida no acaba; la muerte no es final, es puerta que da paso a una existencia interminable.
Con base en la Sagrada Escritura revelada por Dios, la Iglesia enseña que después de morir, el cuerpo se corromperá y el alma enfrentará un juicio personal que determinará a dónde pasará la eternidad.
El alma de quien muera en estado de gracia, sin tener pendiente expiar pecados o culpas, entrará en el cielo, a disfrutar la presencia de Dios, la plenitud de todo lo bello y lo bueno, donde ya no habrá llanto, ni dolor (ver Ap 21, 4), gozará de dicha eterna.
El alma de quien muera en amistad con Dios pero tenga todavía apegos, ataduras, pecados veniales que deba purificar para poder entrar al cielo con ese ‘traje de fiesta’ del que habla el Evangelio (ver Mt 22, 11-14), debe pasar por un estado de purificación llamado Purgatorio (y podemos ayudarle a salir más pronto de ahí con nuestras oraciones y ofreciendo Misas, sacrificios -ver CEC 1032).
El alma de quien muera en pecado mortal, sin arrepentimiento, es decir, que con pleno conocimiento y pleno consentimiento haya cometido falta grave y no se haya arrepentido, rechaza a Dios, y Él respetará su decisión. Dice san Agustín: ‘Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti’.
Quien rechace a Dios irá al infierno, al horror inimaginable de la ausencia de Dios, y por lo tanto sin amor, sin paz, sin luz, condenado a la desesperanza total y eterna, a la tiniebla interminable en la torturante compañía de Satanás. Los santos que en visiones visitaron el infierno han dicho que es aterrador.
Así serán las cosas hasta la Segunda Venida de Cristo, cuando Él regrese en el fin del mundo, al final de los tiempos.
Entonces los muertos resucitarán, y sus almas y sus cuerpos volverán a unirse, pero no ya como en este mundo, sino que serán cuerpos gloriosos, como el de Cristo Resucitado que no estaba sujeto a las leyes de la gravedad o al espacio o tiempo.
Y habrá un Juicio Universal para vivos y muertos, en el cual se dará a conocer todo de todos.
Allí quedará decidido o ratificado el destino eterno de cada persona.
Y ya sólo habrá dos opciones: pasar la eternidad en el cielo o en el infierno: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29).
Así pues, cuando en el Credo decimos que esperamos ‘la vida del mundo futuro’, estamos expresando nuestra esperanza de que cuando llegue el momento de la resurrección final, podamos vivir la eternidad en la presencia de Dios, en compañía de María y de todos los santos y santas; expresamos nuestra esperanza de volver a ver a nuestros seres queridos que ya fallecieron, expresamos que nuestra fe no consiste en recordar al Señor que vino hace dos mil años, sino también en esperar anhelantes Su venida, cuando este mundo pasajero deje de existir y podamos gozar plenamente de aquello a lo que fuimos llamados desde un principio, la bienaventuranza interminable de pasar la eternidad con Dios.
Y por eso esperamos impacientes y hacemos nuestras las últimas palabras de la Biblia: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
-Amén
¿Cuándo decimos ‘amén’?
Solemos usar frecuentemente esta palabra, por ejemplo cuando nos persignamos, cuando terminamos de rezar, en Misa la cual decimos amén al menos una docena de veces, una de las cuales es al final del Credo.
Por lo visto es una palabra que pronunciamos muy seguido, pero ¿sabemos qué significa?
Puede traducirse como ‘así es’, ‘que así sea’, ‘es verdad’, ‘verdaderamente’.
En su libro ‘Introducción al Cristianismo’, el Papa Benedicto XVI dice: “La palabra ‘amén’ expresa la idea de confiar, fidelidad, firmeza, firme fundamento, permanecer, verdad”.
Así pues, cuando al concluir el Credo decimos ‘amén’, expresamos, por una parte, nuestra certeza de que todo lo que hemos proclamado en esta profesión de fe es cierto, es verdad, y, por otra parte, expresamos nuestra fe en dicha verdad, es decir, nuestra adhesión a todas las afirmaciones contenidas en el Credo.
¡Resulta muy comprometedor pronunciar este ‘amén!, porque no se trata simplemente de una palabra final, como podría ser el sonoro acorde con el que termina una obra musical; no es una palabra que se pueda decir de ‘dientes para afuera’, sino que es una especie de rúbrica con la que cada uno está asumiendo públicamente no sólo que considera absolutamente verdaderas todas las afirmaciones del Credo, sino que, en consecuencia, se adhiere a ellas, son los principios que rigen su vida, los firmes cimientos sobre los que edifica su existencia.
Cuando en la Misa nos ponemos de pie para proclamar el Credo asumimos no sólo una postura física, sino sobre todo nuestra postura como creyentes; revelamos públicamente que no estamos ahí como visitas, como turistas o peor como ‘acarreados’, sólo físicamente presentes, sino que reconocemos públicamente que pertenecemos a la Iglesia Católica, que somos miembros de esta familia y compartimos la misma fe. Y el ‘amén’ al final del Credo, expresa nuestro aval a todo lo que afirmamos en dicha profesión de fe.
Esto se nota claramente cuando en lugar de que se recite el Credo, el celebrante emplea la fórmula de preguntas y respuestas, al final de la cual dice: ‘Esta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Jesucristo nuestro Señor’ Y respondemos: ‘amén’.
Pronunciar el ‘amén’ al final del Credo exige coherencia.
Si realmente creemos en esas verdades, entonces debemos vivir en consecuencia.
Esto no es fácil en un mundo que se rige por valores distintos y aún opuestos a los nuestros; en un mundo en el que muchos creyentes claudican, se dejan llevar por la corriente, y a los que les da vergüenza reconocer y sobre todo vivir su fe (dicen algunos: ‘soy creyente pero no practicante’ -¿cómo se puede creer en algo y no vivir según aquello en lo que se dice creer?).
Pero no estamos solos en nuestra lucha por vivir conforme a nuestra fe. Contamos con la asistencia de la Iglesia, nuestra madre y maestra; la poderosa intercesión de María, Madre de Dios y Madre nuestra, y lo más importante de todo: contamos con la ayuda de Dios, al que amamos y adoramos, en Quien, como lo declaramos en el Credo, tenemos puesta nuestra fe y nuestra esperanza.
Contamos con Su amor y con Su gracia. Ello nos basta.
Publicado originalmente en Desde la fe con motivo del Año de la Fe. Fue escrito por Alejandra María Sosa. Puede encontrarse desglosado en Ediciones 72