¿De dónde viene la fe? La fe nos es dada, pero no basta recibirla. Foto: archivo DLF.
¿De dónde viene la fe? Responder a esta pregunta es, en apariencia, algo sencillo: basta afirmar que la fe es un don sobrenatural que proviene de Dios. Él la ofrece como un regalo para que podamos acoger y creer la verdad que Él mismo ha revelado.
La dificultad aparece cuando distinguimos entre recibir el don de la fe y vivir la fe. Para vivirla, necesitamos la gracia del Espíritu Santo, quien abre la mente y el corazón para ejercerla y no quedarnos sólo en un conocimiento teórico.
La fe es, por tanto, también una respuesta humana a la revelación divina: es reconocer la existencia de un poder Creador y emprender su búsqueda mediante un proceso constante de formación, que permite conocer y amar a Dios más allá de nuestras capacidades naturales.
El Papa Benedicto XVI subrayaba que la comunidad de creyentes es el ambiente privilegiado para el crecimiento de la fe, y de manera particular, para el desarrollo de la fe cristiana.
La fe cristiana no es sólo la aceptación de un conjunto de creencias, sino la búsqueda de las verdades esenciales sobre Dios y su relación con la humanidad. En su Carta a los romanos, san Pablo señala que el hombre puede vislumbrar a Dios a través de la creación, lo cual lo lleva a reconocer su divinidad y a rendirle culto. Es decir, que la fe cristiana comienza con la comprensión básica de la existencia de Dios.
Cabe señalar que la Iglesia Católica no es solo un sistema ideológico, sino un organismo vivo que busca guiar a las personas hacia la verdad y la gracia de Jesucristo. Y se manifiesta en acciones de caridad y amor hacia los demás. Por eso, el Papa Benedicto XVI invitaba constantemente a los creyentes a vivir su fe a través de la cercanía con los pobres y a responder generosamente a las llamadas de Dios.
Los católicos estamos convencidos de que, a partir de los valores del Evangelio, es posible lograr que reinen la armonía y la paz en nuestros hogares, espacios de convivencia, comunidades, ciudades, países y en el mundo entero. Es por esto que buscamos cumplir con la misión que Jesús nos encomendó de hacer discípulos a los demás llevándoles Su mensaje de amor.
Sin embargo, transmitir la fe en la actualidad es una tarea un tanto complicada, ya que los niños y los jóvenes de nuestros días se cuestionan sin temor las cosas que plantea la religión; pero sobre todo porque existen para ellos demasiados distractores, son ‘nativos digitales’ y se mueven en espacios virtuales, mismos que, como Iglesia, no hemos sabido aprovechar a favor de nuestro propósito misionero.
A muchos adolescentes y jóvenes de nuestros días, el tema de Dios les resulta ajeno, más aún a los que no han recibido ninguna formación catequética, los cuales van en aumento generación tras generación.
Décadas atrás, había una muy activa transmisión de la fe cristiana, y ésta se daba de una manera muy sencilla: en casa, los mayores hablaban de Dios a los menores, y éstos daban por hecho que el Evangelio contenía la verdad de la vida. Esto era así porque el mundo occidental vivía inmerso en una cultura de la cristiandad.
Sin embargo, de bisabuelos a abuelos, de abuelos a padres, y de padres a hijos, la transmisión de la fe fue disminuyendo, con sus consecuencias visibles en los hogares, en los espacios de convivencia, comunidades, ciudades, países y en el mundo entero, donde actualmente la escalada de violencia ha pasado de ser escándalo a ser el pan de cada día: las guerras que vive el mundo han dejado de ser noticias devastadoras, más aún si el derramamiento de sangre suena lejano.
Por ésta y muchas otras razones que dan cuenta de la degradación social, los católicos debemos volver a ser los transmisores por excelencia del mensaje de amor de Jesucristo, de ese mensaje de compasión, perdón, solidaridad, justicia, unión, dignidad, esperanza y reconciliación.
Guerra de Reforma. Entre 1858 y 1861 se vivió en México este periodo histórico, en el que el Estado despojó a la Iglesia de sus servicios a la población, mismos que le daban solidez.
Periodo revolucionario y post revolucionario. En la primera mitad del s. XX, México vivió un contexto de ánimo adverso contra la religión que cercenó a la Iglesia de su brazo educativo.
Debilitamiento de la catequesis. En la segunda mitad del s. XX, la formación en la fe se fue quedando sólo en manos de las escuelas católicas y de la catequesis parroquial
Secularización de la familia. La familia, anterior depositaria del conocimiento y práctica de los valores evangélicos, se fue desprendiendo de su misión evangelizadora.
Menor formación, mayor religiosidad. La formación en la fe se fue alejando de los valores evangélicos y abriendo paso a la religiosidad popular, que sirve, pero es insuficiente.
Como Iglesia, más que visualizar un futuro, nos corresponde trabajar para preparar el futuro. No sólo hay que identificar problemas y consecuencias, sino reorientar los dinamismos para aspirar a vivir conforme a los valores del Evangelio. Por lo cual proponemos las siguientes medidas.
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