Los Sacramentos de la Iglesia y el Sacrificio Eucarístico son el centro de la vida litúrgica cristiana, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica.
El Papa Francisco dedicó sus audiencias generales de los primeros meses del 2014 a explicar su significado y su importancia. Aquí te presentamos un resumen de la Catequesis del Papa sobre los Sacramentos de la Iglesia Católica:
El Bautismo es el sacramento en el cual se funda nuestra fe misma, que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la así llamada «Iniciación cristiana», la cual constituye como un único y gran acontecimiento sacramental que nos configura al Señor y hace de nosotros un signo vivo de su presencia y de su amor.
No es una formalidad. Es un acto que toca en profundidad nuestra existencia. Un niño bautizado o un niño no bautizado no es lo mismo. No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una vida nueva, no ya en poder del mal, del pecado y de la muerte, sino en la comunión con Dios y con los hermanos.
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A través del óleo llamado «sagrado Crisma» somos conformados, con el poder del Espíritu, a Jesucristo, quien es el único auténtico «ungido», el «Mesías», el Santo de Dios. El término «Confirmación» nos recuerda luego que este sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal: nos une más firmemente a Cristo; conduce a su realización nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarnos nunca de su cruz.
Naturalmente es importante ofrecer a los confirmados una buena preparación, que debe estar orientada a conducirlos hacia una adhesión personal a la fe en Cristo y a despertar en ellos el sentido de pertenencia a la Iglesia.
La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.
La celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación.
«Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos.
Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.
El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos.
El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23).
Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo.
El sacramento de la Unción de los enfermos, que nos permite tocar con la mano la compasión de Dios por el hombre. Antiguamente se le llamaba «Extrema unción», porque se entendía como un consuelo espiritual en la inminencia de la muerte. Hablar, en cambio, de «Unción de los enfermos» nos ayuda a ampliar la mirada a la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el horizonte de la misericordia de Dios.
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Es Jesús mismo quien llega para aliviar al enfermo, para darle fuerza, para darle esperanza, para ayudarle; también para perdonarle los pecados. Y esto es hermoso. No hay que pensar que esto es un tabú, porque es siempre hermoso saber que en el momento del dolor y de la enfermedad no estamos solos: el sacerdote y quienes están presentes durante la Unción de los enfermos representan, en efecto, a toda la comunidad cristiana que, como un único cuerpo nos reúne alrededor de quien sufre y de los familiares, alimentando en ellos la fe y la esperanza, y sosteniéndolos con la oración y el calor fraterno.
Constituido por los tres grados de episcopado, presbiterado y diaconado, es el sacramento que habilita para el ejercicio del ministerio, confiado por el Señor Jesús a los Apóstoles, de apacentar su rebaño, con el poder de su Espíritu y según su corazón. Apacentar el rebaño de Jesús no con el poder de la fuerza humana o con el propio poder, sino con el poder del Espíritu y según su corazón, el corazón de Jesús que es un corazón de amor. El sacerdote, el obispo, el diácono debe apacentar el rebaño del Señor con amor. Si no lo hace con amor no sirve. Y en ese sentido, los ministros que son elegidos y consagrados para este servicio prolongan en el tiempo la presencia de Jesús, si lo hacen con el poder del Espíritu Santo en nombre de Dios y con amor.
Aquellos que son ordenados son puestos al frente de la comunidad. Están «al frente» sí, pero para Jesús significa poner la propia autoridad al servicio, como Él mismo demostró y enseñó a los discípulos con estas palabras: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros; el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos». Un obispo que no está al servicio de la comunidad no hace bien; un sacerdote, un presbítero que no está al servicio de su comunidad no hace bien, se equivoca.
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El sacramento del Matrimonio nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un designio de alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión. Al inicio del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como coronación del relato de la creación se dice: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó… Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 1, 27; 2, 24).
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La imagen de Dios es la pareja matrimonial: el hombre y la mujer; no sólo el hombre, no sólo la mujer, sino los dos. Esta es la imagen de Dios: el amor, la alianza de Dios con nosotros está representada en esa alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es hermoso. Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.
Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se «refleja» en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros.
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