Al ver que de madrugada había recibido tantos mensajitos, supe que avisaban que habías fallecido. Y sentí el dolor de perder a un ser querido, pero también me alegré por ti, que un día dijiste que tu familia se había mudado al Cielo, y la imaginé recibiéndote con los brazos abiertos. Saberte feliz, liberado del cuerpo que te tenía tan limitado, compensó mi tristeza.
Muchos recuerdos vinieron a mi mente.
Recordé que un sacerdote que estudiaba en Roma platicó que te veía cruzar la plaza de san Pedro, sotana negra y portafolio en mano, y un día se atrevió a abordarte, y lo sorprendió tu afabilidad. Lo invitaste a comer en una fondita alemana, donde se deleitó con lo que le recomendaste, pero tú
Me contó que escribiste docenas de libros, y me recomendó algunos. Fue una dicha descubrir que a pesar de tu elevado conocimiento, supiste comunicar con sencillez tu sabiduría, y que tenías un don para ofrecer al lector nuevos y ricos significados a un texto bíblico que creía conocer.
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Buscando más libros tuyos me topé con tu autobiografía, que transparenta tu sencillez y confianza en la Divina Providencia, y con varios libros que tú no escribiste, pero hablan de ti, (Informe sobre la fe, Sal de la tierra, Luz del mundo) estupendas entrevistas en las que a todo respondías con tu habitual candidez, claridad y erudición. Años más tarde, en el libro que escribió tu querido hermano, fue un gozo conocer también anécdo
Recordé la terrible situación que viviste en la Segunda Guerra Mundial, y cómo aunque en tu hogar estaban en contra del nazismo, te viste forzado a aceptar ser reclutado porque a quienes se negaban los mataban. Pero en cuanto pudiste, desertaste. Por eso te ha de haber dolido que la prensa secular te tildara de ‘nazi’, pero te fuiste acostumbrando a ser juzgado y malinterpretado. Más tarde los enemigos de la Iglesia te llamarían ‘panzer cardenal’ y ‘rottweiler de la fe’, cuando el recién nombrado Papa Juan Pablo II te llamó a ser Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pensaban que ejercerías tu poder con puño de hierro, nada más alejado de la realidad. Quien te conocía sabía que aceptaste por obediencia, pero no te gustaba tener que ejercer tu autoridad para reconvenir a quien se apartaba de la recta doctrina. Y siempre pusiste especial empeño en hacerlo con caridad y delicadeza.
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En los funerales de tu antecesor impresionó tu extraordinaria homilía, y el amor y paciencia que mostrabas a la multitud que te interrumpía. Se vio que eras el natural sucesor de un gran santo, y que no te quedarían grandes sus zapatos. Pero tú aspirabas a otra cosa. Tras ser elegido Papa confesaste que cuando viste que tu nombre era mencionado en la votación, le dijiste al Señor: ‘¡no me hagas esto!’. Soñabas con retirarte a tu amada Baviera a vivir con tu hermano sacerdote y dedicarte a escribir, enseñar y tocar piano. Pero Dios tenía otros planes para ti y los aceptaste con tu habitual humildad y la certeza de que si Él te llamaba, Él te sostendría. Y así sucedió. Fuiste un Papa ejemplar: pastor, padre, maestro, hermano, guía, que nos condujo siempre por sendas de verdad y nos mostró su cercanía y amistad.
Nos impactó tu renuncia, pero la comprendimos. Fue un acto de suprema humildad que a pesar de ser considerado el hombre más influyente del planeta, reconocieras sentir que te faltaba la fuerza para seguir. Pero no huiste a realizar tu anhelado sueño a tu patria, te quedaste en el Vaticano, a orar y a sacrificarte calladamente por
Hoy te has ido, pero nos dejaste una obra y un testimonio de vida tan extraordinarios que ameritan que cuando seas canonizado (y no dudo que lo serás), seas llamado san Benedicto Magno, Doctor de la Iglesia.
Tu misión en este mundo ha terminado, pero no tu intercesión, y confiamos que desde el Cielo tu ruego será más poderoso. Querido Papa Bene, ¡sigue orando por nosotros!
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