Levanta los ojos y contempla a tus hijos a la voz del Espíritu, gozosos porque Dios se acordó de ellos (Bar. 5: 1-5).

En este segundo domingo de Adviento, en continuidad con este tiempo litúrgico, la Palabra de Dios nos invita a recorrer nuestra historia, personal y como pueblo, las acciones que Dios ha hecho en favor de nosotros. Esto es lo que trata de recordar el profeta Baruc en un hecho histórico del pueblo de Israel, un suceso muy doloroso, como lo describe al decir: “Esos tus hijos salieron de Jerusalén a pie, llevados por los enemigos, pero Dios te los devuelve llenos de gloria como príncipes reales” (Bar. 5: 1-6).

El profeta Baruc se refiere a la destrucción de la ciudad de Jerusalén, a la destrucción de su templo, lugar sagrado, y al destierro que sufrieron sus habitantes por parte del Imperio Babilonio, que los llevó como esclavos a servir en los puestos de menor nivel en la capital de este imperio. Sin embargo, setenta años después -habiendo sido un pueblo esclavo, pero sin olvidarse de que su Dios seguía con ellos, de que el Dios de Israel los acompañaba en ese momento de dolor-, los que permanecieron fieles, que continuaron con esa transmisión de la fidelidad de Dios, regresaron, como dice el profeta, llenos de gloria; dejaron de ser esclavos, lograron puestos importantes, y por eso dice: “… regresaron como príncipes reales” (Bar. 5: 1-6).

Nuestro pueblo de México tiene una experiencia semejante con todos los migrantes que han ido a buscar una forma de sobrevivencia digna en el país del norte. También Babilonia quedaba al norte de Israel. ¡Cuántos migrantes hoy ocupan puestos relevantes en la administración pública y en las instituciones privadas! ¡Cuántos de ellos sostienen hoy a muchos de sus familiares y amigos con el envío de las remesas para ayudarles a salir adelante!

Son acontecimientos históricos que vive el pueblo, y que debemos recoger, porque eso nos anima cuando atravesamos momentos de dificultad, violencia, homicidios, y algo muy grave: suicidios de adolescentes que pierden el sentido de la vida a tan temprana edad. Son desafíos muy grandes y graves para nuestra Patria. Por eso, hoy recordamos aquí otro acontecimiento histórico, que nos ha dado identidad, que nos recuerda siempre el cariño de Dios: la ternura materna de María de Guadalupe.

En este Adviento, la lectura del profeta Baruc se amplía con dos elementos muy importantes: uno en la Carta de San Pablo, en la segunda lectura, y otro en el mismo Evangelio.

Cuando el apóstol Pablo expresa que le da tanta alegría pedir por sus colaboradores. Así lo señala: “Lo hago con gran alegría, porque ustedes han colaborado conmigo en el trabajo evangelizador” (Flp. 1, 1-5).

Cuando nos sentimos agobiados, el camino es dar a conocer la Buena Nueva de que no estamos solos, de que Dios nuestro Padre envió a su Hijo para que el mensaje no fuera solamente de palabra, sino que fuera evidenciado con un testimonio de vida, como lo hizo Jesucristo. Él es la Palabra Encarnada, por eso le llamamos el Verbo Encarnado, porque es un hombre que al enseñar mostraba cómo llevar en la vida esa enseñanza; no era solamente discurso, sino testimonio de vida.

Cuando nosotros tratamos de vivir el Evangelio como buenos discípulos de Cristo, se enciende nuestro corazón. Y eso es lo que testimonia el Evangelio de hoy, al decir que Juan el Bautista recibió la Palabra de Dios en el desierto, y comenzó a preparar al pueblo de Dios para la llegada de su Mesías, de Jesucristo Redentor.

Afirma el texto que comenzó con el llamado a la conversión, al que estamos invitados también nosotros a trasmitir en nuestra familia, en nuestro barrio, en nuestros ambientes laborales, en nuestra ciudad. El texto del Evangelio señala que “comenzó a predicar el Bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, y entonces se hacía realidad la palabra del profeta Isaías, de rectificar los senderos, de atravesar la montaña y las colinas, y de enderezar lo tortuoso, haciendo que los caminos ásperos de la vida del hombre fueran los caminos tiernos y amorosos de la salvación de Dios” (Lc. 3, 3-5).

¿Cuál es la enseñanza básica? Reconocer nuestra fragilidad y nuestra limitación ante cualquier situación adversa. Descubrir nuestros pecados. Reconocer lo que no hemos sabido hacer, o que habiéndolo hecho ha resultado mal, es decir, nos equivocamos. Al reconocer nuestra fragilidad abrimos nuestro corazón a la Palabra de Dios y su Espíritu nos fortalece.

Reconocer las propias fallas no es, como algunos piensan, denigrarse a sí mismos; al contrario, es abrir nuestro espíritu a la necesidad de fortalecerlo con el Espíritu del Señor. Y eso es lo que nos recuerda este tiempo hermoso del Adviento, ésta es la mejor preparación para llegar a la celebración de la Navidad.

Aquí, junto a nuestra Madre, recojamos esta Palabra, hagámosla nuestra, y transmitámosla a los demás, a nuestros prójimos más cercanos. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México

DLF Redacción

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