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Homilía del Arzobispo Aguiar en la Solemnidad de san Pedro y san Pablo

29 junio, 2020
Homilía del Arzobispo Aguiar en la Solemnidad de san Pedro y san Pablo
El Cardenal Aguar durante su ordenación episcopal hace 23 años, en la Solemnidad de Pedro y Pablo.
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“¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16,17-18).

Este pasaje expresa dos aspectos muy importantes de la vida de la Iglesia, en vista de la elección de sus autoridades. El primero es la elección de Pedro ante la confesión que hace de la identidad de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”; para lo cual, sin duda, fue determinante su percepción del modo de ser y de proceder de Jesús.

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El segundo aspecto es descubrir que la encomienda que recibe Pedro, y en él la encomienda de gobierno que reciben sus sucesores está en coherencia con el misterio de la Encarnación. Es decir, Dios decidió dejar su obra redentora en manos de los hombres, la misión de la Iglesia es encarnar al Hijo de Dios, mediante la acción del Espíritu Santo. Ha puesto en las frágiles manos humanas la prolongación de Su presencia en el mundo, y lo ha hecho en respeto a la libertad de todo ser humano, y al objetivo fundamental del aprendizaje del amor, que debemos llevar a cabo para compartir la vida divina.

Las consecuencias de esta decisión divina son las constantes y frecuentes intervenciones de los hombres, que no conocen ni entienden el proyecto revelado por Jesucristo, y se contraponen a la obra de Dios, atendiendo a otros intereses de grupos, o a ciertas tendencias ideológicas de las épocas históricas; un ejemplo lo hemos escuchado hoy en la primera lectura: el rey Herodes mandó apresar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y viendo que eso agradaba a los judíos, también hizo apresar a Pedro (Hech. 12,1-3). Así́ se han cometido muchos crímenes y atentados a grupos religiosos. En nuestro tiempo ya reconocemos en general la indispensable libertad religiosa que deben garantizar los Gobiernos en todas sus instancias, para bien de todos los creyentes, independientemente de su religión.

Sin embargo, se dan casos en la historia, en los que Dios ha decidido intervenir de manera milagrosa para ayudar a la comunidad que se encomienda a Él: Mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad no cesaba de orar a Dios por él… Pedro estaba durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas y los centinelas cuidaban la puerta de la prisión. De pronto apareció el ángel del Señor y… tocó a Pedro en el costado, lo despertó y le dijo: “Levántate pronto”. Entonces las cadenas que le sujetaban las manos se le cayeron. El ángel le dijo: “Cíñete la túnica y ponte las sandalias”, y Pedro obedeció́… Pasaron el primero y el segundo puesto de guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la calle. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron… de pronto el ángel desapareció́. Entonces, Pedro… dijo: “Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran (Hech. 12, 6-11).

Quienes viven estos hechos se vuelven testigos fidedignos y convincentes que ayudan a los más débiles de fe a confiar en el Señor que da la vida. Hoy hemos escuchado el testimonio de fidelidad y esperanza del apóstol Pablo en la segunda lectura: ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora solo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento (2Tim. 4, 6-8).

Es contundente su afirmación sobre la ayuda que recibió de Dios ante la soledad y el peligro: Cuando todos me abandonaron, el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá́ librando de todos los peligros y me llevará sano y salvo a su Reino celestial (2Tim. 4, 17-18).

Recordando estos hermosos testimonios los invito a valorar la tarea de la Iglesia, que integramos todos, para promover candidatos al Sacerdocio ministerial y ayudar a los procesos de formación de los futuros presbíteros, y a orar por la perseverancia en su ejercicio ministerial.



La Iglesia tiene establecidos procesos de discernimiento y acompañamiento para los candidatos al Presbiterado, y una vez ejerciendo su ministerio sacerdotal, de entre ellos, son elegidos algunos para el Episcopado; finalmente de entre los Obispos es elegido uno para ser el Sucesor de Pedro. En todos esos pasos es fundamental que sean hombres de fe, que crean y procedan como buenos discípulos de Jesucristo.

Ante las difíciles circunstancias que ha traído la Pandemia actual, es muy oportuno orar por todos los presbíteros, y por nosotros los Obispos, que formamos el Colegio Apostólico, que preside el Papa Francisco, para que seamos fieles servidores del Evangelio, y ayudemos a nuestros fieles a conocer y seguir a Jesucristo como buenos discípulos, e integrarnos como comunidad cristiana para ayudarnos y servirnos, especialmente en la grave crisis sanitaria y económica que estamos viviendo.

Hagamos nuestras las afirmaciones que escuchamos en el Salmo de hoy: Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias. Junto a aquellos que temen al Señor el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en Él (Salmo 33, 6-9).

Por estos dos grandes apóstoles, San Pedro y San Pablo, la Iglesia se alegra hoy, y a ellos encomiendo el ministerio episcopal, que por Don de Dios Padre recibí hace 23 años.

¡San Pedro y San Pablo, rueguen por nosotros!

 

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