“Díganle a toda la comunidad de Israel: ‘El día 10 de este mes tomará cada uno un cordero por familia; uno por casa, si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con los vecinos’”. (Ex. 11,10-12,14)
Esta tarde la liturgia presenta tres lecturas que coinciden en darnos a conocer, para nuestra meditación y reflexión, la relación existente entre los distintos ámbitos de nuestra vida. Ustedes acaban de escuchar la manera en que, ya desde la comunidad de Israel –aproximadamente doce siglos antes de Cristo– reciben esta orden: hay que comer en familia, y si la comida es demasiada, hay que compartirla con los vecinos. Este es el primer ámbito de la vida: la familia, los vecinos.
Hoy, la lectura del Éxodo también afirma que la comida en familia hay que convertirla en fiesta, en celebración, en memorial. Es decir, que una vez vivida en cada comunidad, debemos congregarnos todos para hacer celebración de esa alegría, compartir la vida a través de los alimentos; lo que significa que debemos compartir las necesidades que precisan ser saciadas, y alegrarnos por haberlo logrado entre todos.
Y lo remarca cuando explica: “Será ese día para ustedes un memorial, y lo celebrarán como fiesta en honor del Señor” (Ex. 12,1-8 y 11-14). E indica un elemento más, dice que esa será la manera de transmitir las tradiciones como vehículo de la fe, cuando indica: “… de generación en generación celebrarán esta felicidad como institución perpetua” (Ex. 12,1-8 y 11-14). Eso es lo que hacemos esta tarde.
Desde hace poco más de veinte siglos, de generación en generación recordamos a Jesús que comparte la comida, la cena, con los íntimos, con el grupo de sus discípulos, momentos antes de ser arrestado, de ser llevado a prisión, de ser torturado y de ser sentenciado y justiciado a muerte de cruz. Este acontecimiento es el que el mismo Jesús, en esa Última Cena, relaciona con los doce siglos anteriores, en que de generación en generación el pueblo de Israel celebraba la Pascua del Señor, el paso de Dios en medio de nosotros para salvarnos.
Así como el Señor libró al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, que es el sentido de la Pascua judía, Jesús lo asume en lo que Él ahora vivirá: la entrega de su vida para salvación nuestra, para enseñarnos el camino de la vida. Es una difícil contraposición: muerte-vida. ¿Cómo de la muerte podemos pasar a la vida? ¿Cómo de la privación de la libertad podemos volverla a adquirir y a vivir? Esto solamente es gracias a la intervención de Dios en la historia. En la historia de la humanidad y en la historia de cada persona. Él interviene con su Espíritu, como lo hizo con Jesús al resucitarlo de entre los muertos.
Esto es lo que significa la Eucaristía: hacer estas celebraciones, congregarnos para celebrar lo hecho por Jesús; no simplemente como un recuerdo antiguo, sino como un memorial que se actualiza, que se hace realidad de nuevo para nosotros en cada generación.
Como afirma en la segunda lectura el apóstol San Pablo: “Yo recibí del Señor Jesús lo mismo que les he transmitido: ‘Que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó el pan en sus manos y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se entrega por ustedes, hagan esto en memoria mía»’” (1 Cor. 11,17-26).
Cada Misa, cada Eucaristía, es una oportunidad magnífica que tenemos para que se actualice, para bien nuestro, la intervención de Dios en nuestra vida. Eso es lo más grandioso que podemos imaginar, que Dios venga en nuestra ayuda, en nuestro rescate. En aquello en que hemos flaqueado, en que hemos cometido errores, pecados, delitos, el Señor viene a transformarnos de nuevo, a hacernos una nueva creatura.
Para esto es precisamente la Eucaristía: es un culto para alabar a Dios, pero dándole gracias por la manera en que vamos percibiendo su acción en nuestra vida. Esta es la vida del Espíritu, el que le da vida a nuestro cuerpo, el que está dentro de nosotros, el que hace vivir al ser humano; y en ese espíritu recibimos la acción de Dios.
Pero dichas acciones, dichas intervenciones de Dios en la historia, tienen un objetivo también para esta tierra, mientras estemos aquí: el de entender que si Dios interviene en favor nuestro, es para que nosotros, a la vez, ayudemos a nuestro prójimo. Es decir, que podamos servir al que necesita, al que tiene una situación difícil, una necesidad apremiante, una circunstancia que lo acongoja; que le demos consuelo, compañía, amor.
Y por eso Jesús, ante la incomprensión de Pedro, quien dice: “¡No señor, a mí no me lavas los pies! ¡Cómo mi Maestro me va a venir a lavar a mí los pies!” (Jn 13,1-15), Jesús le contesta a este apóstol, que será la cabeza cuando Él ya no esté entre nosotros: “Pedro, si no aceptas que yo te lave los pies, no tendrás parte conmigo en mi reino” (Jn 13,1-15). Le explica que “así como la autoridad te sirve a ti, tú también tienes que servir a los demás”.
Esta es la enseñanza clave de la escena que acabamos de escuchar en el Evangelio: estamos creados por Dios para ser hermanos, para ayudarnos fraternalmente a salir de las situaciones adversas, para superar la violencia, para alcanzar la paz.
Por eso es tan importante en esta tarde recordar ese gesto de Jesús y hacerlo nuestro, que nosotros asumamos esta actitud de servicio, el servir a los demás desde nuestros propios contextos, porque eso será lo que nos dará vida.
Por lo significativo que ya es esta ceremonia, quiero públicamente agradecer a las autoridades civiles que nos acompañan, esta iniciativa de que hoy, en esta tarde, le pueda yo lavar los pies a doce varones que están privados de su libertad, como un ejemplo de que nos tenemos que servir entre todos, que debemos estar al servicio de los demás, aún de aquellos que han fallado en algo, aún aquellos que han delinquido, porque también nosotros, ciertamente, en alguna ocasión hemos pecado.
Por eso, los invito a que mientras yo lavo los pies a estos doce varones, ustedes reflexionen y piensen: ¿Qué es lo que yo tengo qué hacer para servir a mis hermanos?
¡Que así sea!
+ Carlos Cardenal Aguiar Retes Arzobispo Primado de México
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