Homilía del XXXIII Domingo de Tiempo Ordinario
Homilía pronunciada por el cardenal Carlos Aguiar Retes en la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe en el XXXIII Domingo de Tiempo Ordinario.
“Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin” (Lc. 21,9).
También la Primera Lectura del Profeta Malaquías (3,19-20a) anunciaba que llegaría el día del Señor. Tanto Malaquías, como otros profetas del Antiguo Testamento, hablan de un final de los tiempos, un final terrible, catastrófico. Pero también tenemos un contraste en el Nuevo Testamento, en el libro de la Apocalipsis del apóstol San Juan, que habla de un final glorioso, a través de la imagen de la Jerusalén Celestial. La Iglesia Católica, en el Concilio Vaticano II, manifestó que esa alternativa es posible.
La Casa Común que nos ha dado Dios: la creación, este hermoso planeta en el que vivimos, está organizado como nuestro cuerpo, todo interconectado, de tal manera que si algo nos duele, por ejemplo, el dedo de un pie, todo el cuerpo se preocupa de ello; más aún si el órgano del cuerpo es más importante.
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Así está proyectada también la creación, que Dios realizó para darnos esta casa. Todo está interconectado en ecosistemas y con un perfecto equilibrio para darle a cada generación las condiciones necesarias para que tengan una vida digna. Se crean así lo que llaman hoy los biomas; es decir, los ambientes propios para el ser humano y las distintas especies.
Pero el único que puede cuidar –y esa es su vocación– esta Casa Común, es el ser humano. Las demás especies viven de acuerdo a sus instintos para los que fueron creados, y así contribuyen siempre al bienestar de nuestra Casa Común. En cambio, el ser humano es el único capaz de tomar conciencia de la belleza de la creación, de la belleza de nuestra casa, y por eso se convierte en el custodio y en el administrador de la misma.
Hoy vemos con tristeza los procesos degradatorios que afectan nuestra casa común. Los seres humanos, en muy poco tiempo –40 o 50 años– no nos hemos comportado como buenos custodios, no nos hemos comportado como buenos administradores del proyecto de Dios. San Agustín decía que, para ser buenos administradores de la creación, tenemos que ordenar nuestro propio corazón. Si no ordenamos nuestra vida, si no tomamos en cuenta nuestra conducta, no seremos capaces de darle un final feliz, un final glorioso, a la creación.
Esta advertencia evidencia lo que está sucediendo. Como dice Jesús en el Evangelio: “Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin” (Lc. 21,9). Tenemos todavía una oportunidad de rectificar, de corregir, de retomar el camino para que el final de los tiempos no sea catastrófico, sino glorioso.
La semana pasada nos reunimos en Asamblea los Obispos de México, y terminamos con la conciencia de enviar un comunicado a nuestro pueblo católico, en el que manifestamos nuestra esperanza, pero también nuestras preocupaciones, que son fundamentalmente tres.
La primera: la gran preocupación sobre el respeto a la familia, pues es el lugar privilegiado para la educación, y en donde se transmiten los primeros valores. Reordenar el corazón del hombre desde la familia. Tenemos que retomar esta preocupación.
La segunda preocupación es la escalada de la violencia, que ha provocado más pobreza, abandono, y sobre todo, inseguridad. ¿De dónde surge la violencia? Desde los pequeños actos de agresión que toleramos en las relaciones humanas. Tenemos que rehacer ese camino de las buenas relaciones al interior de la familia, de las buenas relaciones de vecindad, de las buenas relaciones sociales.
La tercera preocupación que manifiesta nuestro comunicado son precisamente los pobres. El Papa Francisco, muy oportunamente, ha proclamado este domingo como la Jornada Mundial por los Pobres. La pobreza es algo que no nos debe pasar inadvertido. Hay muchos que no tienen lo básico para vivir dignamente, tenemos que corresponder, unos con otros, para buscar mejores situaciones dignas para todos.
Porque creemos en Jesucristo, no debemos tener miedo a las cosas negativas que suceden, y por eso terminábamos nuestro comunicado diciendo: el mensaje del Evangelio es de verdadera libertad, fraternidad, solidaridad y reconciliación. No dejemos que el mal venza, venzamos el mal a fuerza de bien. Trabajemos todos juntos y organizados por la paz y la vida.
Que Santa María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, nos enseñe a caminar, con su ternura materna, hacia la unidad como pueblo mexicano. ¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México