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Homilía de XIII Domingo del Tiempo Ordinario

30 junio, 2019
Homilía de XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Cardenal Carlos Aguiar Retes en la Basílica de Guadalupe

“Cristo nos ha liberado para que seamos libres” (Gal. 5,1)

En la Segunda Lectura que hemos escuchado (Gal. 5,1.13-18) así afirma el apóstol San Pablo: “Cristo nos ha liberado para que seamos libres” (Gal. 5,1). Y luego recuerda que la libertad que Cristo ha traído es nuestra propia vocación. “Su vocación, hermanos, es la libertad” (Gal. 5,13).

Entonces podemos preguntar: ¿Qué nos ha traído Jesús si todo ser humano, por el hecho de nacer, está llamado por Dios a la libertad? ¿Qué nos aporta Cristo? ¿Cómo es que el apóstol San Pablo afirma que es Cristo el que nos ha liberado para que seamos libres?

Es más, tanto el creyente como el no creyente, el que está cerca del Señor como el que no lo está, tienen esa condición humana que los tienta una y otra vez: el egoísmo, y muchas veces no sabemos vencerlo, caemos en situaciones de esclavitud.

Hoy en día las nuevas esclavitudes son el alcoholismo, las drogas, la prostitución, el poder y el placer a cualquier precio; esas son adicciones. Incluso, la misma tecnología puede ser adictiva. Hoy se habla de adicciones al celular, al WhatsApp, pues nadie quiere separase de él. Son las nuevas esclavitudes.

¿Dónde está entonces el aporte de Jesús?, ¿cómo es que nosotros, los seres humanos, podemos caer en esas esclavitudes?, ¿cómo liberarnos de ellas y en qué consiste esa libertad?

El apóstol explica que la libertad no tiene que servir de pretexto para satisfacer el egoísmo. Antes bien, debemos hacernos servidores los unos de los otros por amor, porque la ley se resume en amar al prójimo como a uno mismo.

El apóstol indica con toda claridad que la libertad es para que podamos discernir entre el bien y el mal. El ser humano no es como los animales, que no pueden discernir entre el bien y el mal, ya que siempre obran por instinto.

El ser humano obra con la capacidad de discernir qué le conviene y qué lo daña. Discernir el bien y discernir el mal. ¿Para qué es esta libertad? Precisamente para que, una vez que hemos discernido entre el bien y el mal, elijamos el bien. Y esta libertad que Dios nos ha dado es para que, eligiendo el bien, aprendamos a amar. Porque Dios es amor, y estamos hechos a su imagen y semejanza.

Pero sigamos escuchando la Palabra de Dios para ver dónde está el beneficio que nos trae Jesucristo. Porque esto que acabo de decir lo puede hacer cualquier persona, incluso sin ser creyente, sólo por el hecho de ser humano. ¿Dónde está el beneficio que nos ha traído Cristo? A fuerza de voluntad, cualquier no creyente puede aprender a amar, puede superar las adicciones y las esclavitudes.

¿Dónde está el beneficio de Cristo? Afirma el apóstol: “Si los guía el Espíritu ya no están ustedes bajo el dominio de la ley”. Lo que nos aporta Jesús es que estamos llamados para ser libres, para ejercer la libertad, para discernir el bien, pero además nos ha traído y nos ha regalado el Espíritu Santo. Bajo la guía del Espíritu tenemos siempre la garantía de que superaremos la tentación de caer en el mal.

Si no tenemos la ayuda del Espíritu Santo, seremos dependientes de nuestra fragilidad y de nuestros contextos de vida, de la gente con que nos rodeamos. Como dice un refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Estaremos entonces en esa constante situación de riesgo al depender de los otros y no de nosotros mismos. Terminaremos haciendo las cosas por cuidado de nuestra imagen, porque nos están vigilando o porque estamos condicionados. Garantizamos vivir la libertad cuando aprendemos a dejarnos conducir por el Espíritu Santo.

Y aquí entra el segundo elemento que aparece tanto en la Primera Lectura como en el Evangelio: solo nadie podrá aprender a dejarse guiar por el Espíritu Santo. El individualismo es lo peor que nos puede suceder. Necesitamos de los otros para aprender a dejarnos guiar por el Espíritu de Dios.

Eso promovió Dios en el Antiguo Testamento y lo vimos en la Primera Lectura con Elías y Eliseo. Se va haciendo una escuela de discipulado, una escuela de aprendizaje; se va discerniendo. Elías le dice a Eliseo: “recuerda todo lo que ha hecho el Señor por ti. Ahora tú te tienes que entregar a Él, ayudar a los otros a descubrir qué quiere Dios de ellos, a ser profeta, a hablar en su nombre” (Re. 19,20-21).



El apóstol recuerda que necesitamos a Cristo, y Cristo mismo reprende a sus discípulos cuando no entienden que ha tomado una decisión que lo va a llevar a la muerte en Jerusalén. ¿Por qué toma esa decisión? Porque Jesús se guía por el Espíritu Santo. Es conducido por el Espíritu y acepta que allá tiene que ir para cumplir la misión del Padre.

Discernir el bien no siempre significa discernir lo mejor para cada uno, sino discernir lo que Dios quiere de mí, y por eso en el Evangelio de hoy algunas personas se le acercan a Jesús para decirle: ‘Te seguiré, Señor, pero primero quiero saber dónde vives y en qué condiciones lo haré’. Pero Jesús les responde: ‘Si me quieren seguir no pueden poner condiciones, tienen que aceptar plena disponibilidad’ (Lc.9,57-61).

Necesitamos el discipulado, sí, pero el discípulo tiene que aprender desde Cristo y su palabra, y ayudarnos los unos a los otros: padres de familia a sus hijos, entre vecinos, entre amigos, y la Iglesia está para eso, para extender escuelas de formación de diferentes formas; para ayudarnos a aprender a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios.

Hoy, al primer personaje que le dice a Jesús: ‘Te seguiré a dondequiera que vayas’ (Lc.9,57), Jesús le responde: ‘tienes que estar dispuesto a aceptar los condicionamientos que te vaya imponiendo el seguirme’. Y al que Jesús le dice ‘sígueme’, responde que primero tiene que enterrar a su padre (Lc.9,59), es decir, ver que llegue al final de sus días para poder seguir al Señor, pero Él le responde: “No. Te necesito hoy”.

Aprender a seguir el Espíritu es cuando se mueve en el interior nuestro una inquietud buena -y se consulta con quienes son mayores, que les tengo toda la confianza- tengo que tomar la decisión de hacerlo ya, de poner en práctica esa inquietud que es para el bien, porque me está impulsando el Espíritu de Dios.

Y el tercer personaje le dice a Jesús: “te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia” (Lc.9,59). Jesús le responde: “El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para Reino de Dios”.

Todos los condicionamientos que podamos encontrar y que nos impiden seguir a Jesús, tienen que estar subordinados al seguimiento y al aprendizaje del maestro Jesús, y eso lo tenemos que transmitir de generación en generación.

Si ustedes están aquí hoy, en esta Eucaristía dominical, es porque hubo otros que ya siguieron a Jesús y les transmitieron a ustedes el beneficio de seguirlo. Ahora la tarea de cada uno es aprender a seguir la guía del Espíritu Santo en su vida.

Pensemos, pues, al final de esta reflexión: ¿Quién es maestro para mí? ¿Quién me habla en nombre de Jesús? ¿Quién me puede ayudar: mi abuelo, mi abuela, mi tío, mi tía, mi hermano, mi sobrino? A veces los mayores aprendemos de los más jóvenes: “mirando la transparencia, la inocencia de los niños”, como decía Jesús.

Si miramos el corazón de los demás, sus sentimientos y afectos, podremos descubrir de mejor manera las actitudes que nos ayudan para dejarnos conducir por el Espíritu de Dios. ¿Y quién es maestra en este aprendizaje? María de Guadalupe. Ella aceptó, de parte de Dios Padre, venir a morar entre nosotros, dejándonos su imagen, pero sobre todo, Ella es maestra porque es buena discípula, y lo fue como madre de Jesús.

Pidámosle a Ella que nos ayude a descubrir dónde, cómo y con quién podemos desarrollar nuestro discipulado, nuestro seguimiento de Jesús, para aprender a dejarnos conducir por el Espíritu Santo. ¡Que así sea!

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