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Homilía de la Fiesta de la Santísima Trinidad

16 junio, 2019
Homilía de la Fiesta de la Santísima Trinidad
Cardenal Carlos Aguiar Retes en la Catedral de México
Creatividad de Publicidad

“Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena“ (Jn. 16,13)

Con estas palabras, Jesús le prometió a sus discípulos el envío del Espíritu Santo, lo que el domingo pasado celebrábamos en la solemnidad de Pentecostés. Jesús cumplió cabalmente su promesa, pero no sólo a quienes fueron sus discípulos físicamente, sino a todos nosotros, que a lo largo de los siglos, hemos seguido a Jesús. Estamos aprendiendo de Él, y gracias a su Espíritu, podemos afrontar, como Él, las distintas situaciones de nuestra vida.

Es interesante entender –sobre todo hoy que me acompañan en esta celebración todos ustedes de la Escuela de Pastoral, que se dedican a formar a nuestros fieles cristianos en las enseñanzas de Jesús– la importancia de la relación con Dios Trinidad.

Es grande el esfuerzo que debemos hacer para llevar a una experiencia de vida la relación con las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Por eso, en los textos que hoy hemos escuchado, tenemos los elementos necesarios para describir las tareas propias de cada una de las Tres Personas: Dios Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo.

En la Primera Lectura (Pr. 8,22-31), que habla de la Creación, nos describe que Dios y la sabiduría van de la mano. Y que con esa sabiduría divina, Dios creó el universo. Pero dentro de la creación del universo, Dios tiene su máxima complacencia al estar con los hijos de los hombres. Es decir, Dios Padre se recrea en vernos a nosotros recorriendo el camino de la sabiduría.

El Antiguo Testamento clarifica que la sabiduría no es lo mismo que los conocimientos que podemos adquirir por la ciencia; estos últimos nos ayudan mucho, pero la sabiduría es cuando sabemos conjugar los conocimientos de la experiencia humana con la vida misma; es decir, la relación entre lo que pensamos, creemos y amamos, con lo que es nuestra conducta hacia los demás.

Desde esta experiencia podemos invocar siempre a Dios Padre, creador, que se regocija en el camino que nosotros hacemos cuando nos esforzamos para vivir coherentemente entre lo que creemos y nuestra conducta; es decir, lo que hacemos. De ahí nos viene la confianza que debemos tener y crecer en nosotros hacia Dios nuestro Padre.

Jesucristo, por su parte, fue el enviado de Dios Padre a nosotros, para que Él revelara lo que jamás hubiera descubierto el hombre por sí solo. Primero, que Dios es Trinidad, una comunidad, pero que viven en la unidad, en la comunión. La naturaleza de la vida divina es la comunión en el amor. Se aman tan entrañablemente que nunca tienen un conflicto interno en la comunidad divina. Todos están de acuerdo con lo que cada uno de ellos va discerniendo y haciendo. Es la comunión perfecta.

Para eso Dios Padre envió Jesús. Y Jesús obedece al Padre y le dice: ‘voy con gusto a encarnarme para que los hombres conozcan el camino a recorrer en su vida’. Ese camino –y este es el segundo aspecto de la misión de Jesucristo, el Hijo de Dios– no solamente consistió en mostrarnos que Dios es Trinidad y amor, sino que nosotros también estamos llamados a esa vida divina, a participar de ese amor divino, y que por ello, Jesús entrega su vida al encarnarse, afrontando incluso la traición de sus discípulos, como fue el caso de Judas. Eso es lo que más duele, cuando uno de tu grupo no es leal, no es fiel. Jesús además afrontó las calumnias, ya que lo acusaban como un falso profeta que se hacía pasar por el Mesías, incluso, afrontó su Pasión y Muerte, que fue injusta. Por eso el Padre lo rescató, resucitándolo de entre los muertos.

San Pablo afirma en la Segunda Lectura al hablarlos de Jesús: “Por Él hemos obtenido la entrada al mundo de la gracia, mediante la fe en este Dios, con el cual nos encontramos. Más aún –nos dice– por mediación de Jesús nos gloriamos hasta de los sufrimientos, pues sabemos que el sufrimiento engendra la paciencia; la paciencia engendra la virtud sólida; la virtud sólida engendra la esperanza, y la esperanza no defrauda porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones” (Rm. 5,1-5).

Este último aspecto -dice san Pablo– es por medio del Espíritu Santo que Él mismo nos ha dado. Jesucristo, al obedecer a su Padre, es acompañado y conducido por el Espíritu Santo, pero ahora todos nosotros, los discípulos de Jesús, podemos tener ese mismo acompañamiento del Espíritu Santo.

Por eso, en el Evangelio, san Juan narra que Jesús prometió ese Espíritu para nosotros, para conducirnos a la verdad. Porque este Espíritu es el que nos guiará hasta la verdad plena. Este Espíritu fortalece al débil espíritu que le da vida a nuestro cuerpo. Nosotros somos frágiles, cierto; somos limitados, cierto; porque somos creaturas. Pero tenemos –siguiendo a Jesús– la oportunidad de que esas limitaciones, fragilidades, caídas, fracasos, puedan ser experiencia de desarrollo y crecimiento. Como decía san Pablo: “que del sufrimiento venga esa esperanza que no defrauda” (Rm. 5, 5).



Este es el gran aprendizaje al cual podemos llegar si nos dejamos acompañar del Espíritu Santo. Y fíjense bien, porque yo creo que todos los aquí presentes rezan con frecuencia el Santo Rosario. Después de los cinco misterios, ¿qué decimos sobre la Virgen María? Que es hija del Padre, y como hija del Padre, le pedimos que aumente nuestra fe. Porque, creyendo en este Dios creador, en este Dios sabio, en este Dios que es nuestro Padre, caminamos a la luz de la fe, y ¿qué es caminar a la luz de la fe?

Un ejemplo muy sencillo: todos hemos sido niños y nos tocó vivir esa experiencia hermosa de tomarnos de la mano de mamá o de papá, caminar por las calles, muy seguros, aunque no sabíamos a dónde íbamos ni porque salíamos a la calle; pero tomados de la mano de nuestro papá o de nuestra mamá no necesitábamos saberlo. Eso es caminar en la fe, es aprender a dejarnos conducir por Dios Padre, tener confianza en su amor misericordioso, que no nos soltará nunca de la mano.

Luego también le decimos a María: Dios te salve María Santísima, Madre de Dios Hijo, alienta nuestra esperanza, esa esperanza que no defrauda. Y por último, le decimos a María: Esposa del Espíritu Santo, inflama nuestra caridad. Le pedimos que nos dé fortaleza para que, pase lo que pase, no nos dejemos llevar por el odio, la violencia o el enojo, sino por el amor. Y así nuestro corazón aprende a amar. Por ello, Maria es Madre de la Iglesia, porque nos ayuda a relacionarnos con las tres personas de la Santísima Trinidad.

El Padre, entonces, nos enseña, con sabiduría, a caminar en la fe. No sabemos qué va a pasar en nuestra vida, no sabemos cuándo termine, pero pase lo que pase, yo me encontraré con Él porque es mi Padre.

El Hijo nos enseña, con su testimonio, que aunque nos toquen sufrimientos y dificultades, tragedias, dramas, lo que sea, tenemos la esperanza que no defrauda, de que nuestra vida llegará a la vida eterna.

Y tercero, con el Espíritu Santo, nuestro frágil y limitado espíritu personal se fortalece y nos hace capaces de entrar en comunión con los demás porque sabemos que compartimos esta fe, y a quienes no la comparten, de todos mondos los reconocemos como creaturas de Dios, como sus hijos, y sabemos que los debemos de amar y ayudar.

¿Ven qué hermoso es creer en este Dios trinidad? Debemos aprender a relacionarnos con cada uno de ellos a partir de nuestra experiencia de discípulos de Jesucristo.

Que Dios Trinidad nos ayude a invocarlo siempre a través de Jesucristo que se hace presente en su Palabra y en la Eucaristía. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México





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