Iglesia en el mundo

La Cruz de Jesús no es un signo de muerte sino de victoria ¡Conoce por qué!

¿Por qué se celebra el Día de la Santa Cruz?

La Iglesia Católica celebra el Día de la Santa Cruz, una fiesta litúrgica que en México está muy relacionada con los trabajadores de la construcción, los agricultores y otros gremios. Pero, ¿por qué celebramos a la santa cruz, si fue el instrumento de tortura en el que martirizaron a Nuestro Señor? ¿Y por qué, incluso, hace unas semanas, el Viernes Santo, llevamos a cabo el rito de la ‘Adoración de la Cruz’?

A saber, el rito de la ‘Adoración de la Cruz’ consiste en presentar a la asamblea la Santa Cruz, mientras se canta tres veces una antífona que dice: “Miren el árbol de la Cruz, sobre el que pende Cristo, el Salvador del mundo”, y la asamblea responde:

“Vengan y adoremos”. Posteriormente, el que preside se despoja de la casulla y los zapatos en un acto de suma humildad, se arrodilla para adorar la Cruz y la besa. En seguida, todos los presentes pasan a adorar la cruz con un beso. Para responder a la pregunta inicial de ¿por qué veneramos a la Santa Cruz, e incluso la celebramos?, conviene considerar lo siguiente:

Por muchos siglos, al centro del altar, y al frente de todos, de modo que la mirada se dirigiese de manera natural hacia ella, estaba la Cruz. Y por Cruz entiéndase lo que en castellano decimos “crucifijo”: la Cruz con la imagen del crucificado. Es necesario aclararlo, pues actualmente se entiende por Cruz, la Cruz sola, sin Cristo, pero esta concepción es relativamente reciente.

Antes, cuando se hablaba de la Cruz, se entendía una Cruz con la imagen de Cristo crucificado, nunca sin Él. Así pues, la presencia de la Cruz en el centro del altar obedecía a algo muy simple: a mirar siempre la imagen del amor en todo su esplendor, pues la imagen de Cristo crucificado es la imagen más clara del amor de Dios por el hombre, del amor del Padre que entrega al Hijo, a quien más ama, y del amor del Hijo por el Padre, que le ofrece su persona para que en Él se cumplan todas sus promesas a la humanidad. De manera que ambos, Padre e Hijo otorgan todo su amor divino a los hombres, y ese amor divino es ni más ni menos que el Espíritu Santo.

Por eso, en la Cruz de Cristo resplandece en toda su grandeza el amor de Dios, de manera que ni en la otra vida podremos ver algo mayor que esto: el amor de Dios en toda su plenitud, que resplandece en Cristo crucificado, que relumbra en esa Cruz en la que Jesús, con su amor, venció para siempre al pecado y a la muerte. De forma que la Cruz es el triunfo del amor sobre el egoísmo y la maldad.

La Cruz: horror y belleza

En los acontecimientos históricos, la cruz representaba el signo de la más baja ignominia, pues era una de las sentencias a muerte más crueles realizada por los romanos, reservada a los que no gozaban de la ciudadanía del Imperio.

De manera que, además de ser cruel en su forma -clavar a una persona, dejándola desangrarse, a merced del clima y de los animales de rapiña-, los ajusticiados también sufrían el escarnio de los transeúntes, quienes se burlaban de ellos y hasta le hacían gestos de desprecio, alegrándose de su castigo. Para que la humillación fuera mayor, los crucificados eran despojados por completo de sus vestiduras; es decir, los crucificaban totalmente desnudos.

Así pues, la humillación a la que fue sometido “el más bello de todos los hombres” (Sal 45, 3), Jesús el Hijo de Dios, profetizada en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé (Is 52, 13-53, 12), nos describe que llegó a tal grado de que “ya no tenía ni aspecto de hombre, Varón de dolores”.

La imagen de Cristo herido, maltratado, castigado, es el retrato del hombre creado por Dios, por amor, y que fue de tal manera desfigurado por el pecado, que ya había perdido toda su belleza original, habiendo caído hasta lo más bajo. Eso es precisamente lo que asumió Cristo para redimirnos, “semejante en todo a nosotros menos en el pecado” (Hb 4, 15). “Él cargó con nuestras enfermedades y sufrimientos” (Is 53, 4).

En la Cruz, pues, observamos dos cosas:

  • Lo primero: La miseria humana, que ha sido capaz de las peores bajezas, al grado de desfigurar al hombre.
  • Lo segundo: el esplendor de la belleza de Dios, que es su amor en plenitud.

Imagen de Jesús en la Cruz. (Foto: Especial)

El desprecio por la Cruz

Así que, sobre el primer punto: la miseria humana, nuestra actitud ante la Cruz debe ser de desprecio y de repulsión, pues la Cruz es el signo de la ignominia, de la injusticia, del sufrimiento del inocente, de la maldad, de toda consecuencia del pecado que ha llevado al hombre a desfigurarse de tal modo que ha perdido su dignidad y su grandeza.

Pero este desprecio no ha de ser vacío; es decir, no hablamos de un desprecio sentimental, sino de un desprecio fecundo: el desprecio al pecado, al egoísmo, a la soberbia, al orgullo. Y el desprecio a todo esto es lo que llamamos “conversión”. Es así que, ante la ignominia de la Cruz, el cristiano se mueve a la conversión, de otro modo se queda en un sentimentalismo estéril, que aparetemente sufre por el crucificado, pero se queda sólo ahí, sin servir de nada.

Sobre lo segundo, volvamos al tema del Viernes Santo. El ministro sagrado muestra la Cruz y dice: “Miren el árbol de la Cruz, sobre el que pende Cristo, el Salvador del mundo”. Este versículo invita a contemplar a la Cruz como un árbol, el árbol que nos da el mejor de los frutos, como también lo canta uno de los himnos que se utilizan en la liturgia del Viernes Santo y que data del siglo VI: “Cruz amable y redentora, árbol noble, espléndido. Ningún árbol fue tan rico, ni en sus frutos ni en su flor. Dulce leño, dulces clavos. Dulce el fruto que nos dio”.

Aquí miramos, y más propiamente “contemplamos”, el amor divino que se nos revela en una situación que parece todo lo contrario, porque refleja, más bien, la miseria humana; esa miseria humana que precisamente ahí es tomada por Cristo y redimida por Él. Jesús mismo lo había dicho: “Cuando sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), por eso nuestra respuesta: “Vengan y adorémosle”.

Vamos atraídos por ese amor y nos postramos reverentes ante un Misterio tan grande que no existen palabras y cantos para exaltar toda su grandeza, sólo nos arrodillamos y nos dejamos atrapar por la sobreabundante grandeza de ese amor.

Precisamente por eso a este rito se le llama “adoración de la Cruz”, porque adoramos el Misterio que ahí se encierra, la Cruz es como la “fotografía” que ha captado el momento en que resplandeció el amor en toda su plenitud, donde Dios se mostró con toda su grandeza, donde Dios en su Hijo toma nuestra vida lacerada por el pecado para recrearla por la Redención. Por eso señalaba anteriormente que todo lo que podemos saber de Dios ya lo vemos claramente en Cristo crucificado.

Cuando Jesús responde a Felipe la petición “muéstranos al Padre”, Nuestro Señor le responde: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9), y si todo la obra y la predicación de Jesús es este continuo mostrar al Padre, en la Cruz gloriosa esta revelación se hace completamente nítida, dejándonos ver lo más profundo de Dios: su corazón.

La Cruz, el signo del amor

Así pues, la Santa Cruz es para los católicos el signo del Amor, por eso la adoramos, por eso la descubrimos solemnemente en la celebración del Viernes Santo, para que así permanezca en nuestros templos en el lugar más visible -en el centro del altar, como antes se pedía-, en nuestros hogares, en nuestros centros de trabajo, en los cruceros, en nuestro pecho: para que al mirarla nos dejemos envolver por lo que ahí se representa y eso nos estimule a recordar que hemos de vivir amándonos uno a otros como Él nos amó, y ¿cómo nos amó?: la Cruz es la maestra de ese amor.

La fe de nuestro pueblo tan lo ha comprendió así desde al principio, que no dudó en adornar la cruz con flores, tal cual la vemos en la fiesta del 3 mayo, pues lo que se adorna no es el arma homicida del Redentor, sino lo que en ella resplandece, que es la vida. Las flores que adornan las cruces el 3 de mayo no son un simple adorno, esas cruces floridas representan a Cristo, la más bella flor surgida de ese leño, o también puede significar la salvación, nacida de un madero sin raíz, seco, cuya savia nueva es la sangre de Cristo, la cual le permite florecer la gracia y la Redención.

La verdadera victoria de Jesús

El misterio redentor comprende la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, y no es posible comprender ninguno de estos tres momentos sin los otros dos. En nuestros tiempos se tiende a exaltar la Resurrección como un falso triunfalismo, casi mirando la crucifixión con cierto desprecio y haciéndola a un lado por su dolorosa crueldad, sólo mirando la Resurrección como “lo más importante”.

Pero lo cierto, lo verdaderamente cierto, es que Cristo resucitó glorioso porque venció al pecado y a la muerte, y toda nuestra fe se asienta en esta convicción: Cristo resucitó victorioso, no porque salió de la tumba; resucitó victorioso porque en la Cruz derrotó al pecado y a la muerte, porque en la Cruz se mostró todo su amor, porque el que resucitó fue el crucificado, muerto y sepultado.

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P. Alberto Medel

Maestro Normalista. Licenciado en Filosofía y Teología, Mtro. en Teología, Lic. Pontificio en Teología Sacramentaria. Canciller de la Diócesis de Xochimilco, Exorcista miembro de la AIE, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas de la Diócesis de Xochimilco. Párroco de “El Padre Nuestro”. Profesor de Teología de la Iniciación Cristiana, de Teología de la Eucaristía, de Teología del Matrimonio, de Semiótica, de Síntesis Teológica y varios Seminarios Teológicos.

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