El testimonio de un matrimonio que te hará volver a creer en el amor
El matrimonio es una aventura que se comparte, que se goza y vence todos los obstáculos cuando tiene por centro a Jesús, quien nos susurra: “Mi yugo es suave, y Mi carga ligera”
Cierto día, en una reunión de matrimonios: una señora comentó: “En veinte años de casados, mi esposo y yo jamás hemos tenido alguna diferencia, ni un sí ni un no”. La escuché sorprendida, preguntándome cuál era la fórmula para lograrlo, pues en nuestro matrimonio, que era mucho más joven, las discusiones eran frecuentes. Con los años aprendí que a veces cuidamos las apariencias en lugar de transmitir nuestras experiencias, buenas y malas, que puedan ser de ayuda para otros.
Como muchos matrimonios, nos casamos muy jóvenes, enamorados, llenos de ilusiones y proyectos; decididos a formar una familia e iniciar un futuro en el que sólo cabía el “nosotros”. En seis años ya teníamos cuatro hijos, así que con rapidez aprendimos que “obras son amores y no buenas razones”, que el encanto se acaba cuando te dejas envolver en lo cotidiano, que la monotonía se presenta cuando se olvidan los detalles, que el amor se nutre y crece o se muere, y que se requiere mucho más de la voluntad que de los sentimientos para fortalecerlo.
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Las anteriores son lecciones que va dando la vida, pero requieren más allá que la creatividad y el esfuerzo constante de ambos, necesitan de la gracia de Dios y de la oración diaria, así como la escucha de consejos de aquellos que, como ángeles de la guarda, llegan a tu vida en el momento preciso, con las palabras adecuadas, para volver a darte la fuerza necesaria para continuar.
No es tan sencillo como se puede relatar en estas breves líneas, es un esfuerzo consciente que implica las 24 horas de los 365 días del año, algunas veces cediendo, otras escuchando, unas más sacrificando aspiraciones personales por el bien de la familia, y otras abrazando juntos la cruz y aceptando la voluntad de Dios. Pero siempre venciendo el egoísmo que constantemente merodea como un demonio. Se trata de amar y saberse amado, es un compromiso en el amor que se renueva en el día a día, pero también es una gran aventura que se comparte, que se disfruta y que vence obstáculos cuando el centro es Jesús, quien nos susurra: “Mi yugo es suave, y Mi carga ligera” (Mt 11,30).
El día de nuestra boda nos arrodillamos ante la Virgen rogándole velar por nuestro matrimonio y por la familia que estábamos dispuestos a formar. Ella ha estado presente en la historia de nuestra vida matrimonial, bendiciendo nuestros momentos felices, cuidando de nuestros hijos, intercediendo por nuestras necesidades como en las bodas de Caná, y abrazándonos en los momentos más oscuros. Nuestro día a día de matrimonio puede resumirse en la frase de San Pablo: “Te basta mi gracia, porque en tu debilidad se manifiesta mi grandeza” (2 Cor 12,9).
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Mirando hacia atrás, sabemos que realmente ha valido la pena. Sin mucha ciencia, y gracias a la acción del Espíritu Santo que nos guía, hemos construido una familia con siete hijos; algunos han formado ya a su propia familia, y todos hoy toman sus propias decisiones y caminos. Pocas satisfacciones son comparables a la convivencia familiar y a la dicha de saber que se tienen los unos a los otros, que son hermanos, pero también grandes amigos. No nos equivocamos cuando les decíamos “tú tienes hermanos en lugar de juguetes”, y no hay mayor alegría que la llegada de los nietos, que sienten suya la “casa de los abuelos” y que son el mejor fruto de lo sembrado.
Nuestro matrimonio ahora está en una nueva etapa, en la que nos volvemos a decir “Sí. Tú y yo frente a frente”. Ante un nuevo desafío y una nueva oportunidad, en la que no hay lugar para el aburrimiento porque seguimos llenos de retos, de ilusiones y de un amor fortalecido al pasar por el crisol de tantas pruebas y sufrimientos. Hoy podemos repetir con la misma ternura y decisión de hace 44 años: Es bueno que existas, es bueno que estés aquí, renovando con amor fortalecido la cita bíblica que elegimos para participar en nuestra boda: “Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios”,
Escrito por Consuelo Mendoza y Ricardo Feregrino Águila, esposos desde hace 44 años.