Sacerdote recuerda el día que Dios lo salvó de morir en la montaña: “Fue un milagro”
A sus 18 años, el padre Bernardo fue maltratado fuertemente por una tormenta en lo alto de la montaña más alta de América: el Aconcagua.
Como si fuera una película que le reprodujera todo, detalle a detalle, así recuerda el padre Bernardo Valle lo ocurrido aquella madrugada decembrina de 2009, en que, junto con otros siete integrantes de la Agrupación de Alta Montaña, se disponía alcanzar la cumbre del Aconcagua (en Argentina), sin saber que estaba a horas de vivir la experiencia más terrible y devastadora de su vida. Tenía entonces sólo 18 de edad.
Te recomendamos: Édgar Vivar sobre el elenco del ‘Chavo del 8′: “Más que amigos éramos familia”.
“A finales de aquel diciembre -cuenta el padre Berna, como es conocido en la Arquidiócesis de México-, habíamos hecho un campamento a 5.400 metros de altura, en un lugar de la montaña llamado ‘Nido de Cóndores’, de donde partiríamos hacia la cumbre.
“Y el día 31, en que se había anunciado una ventana de buen tiempo, despertamos a las dos de la mañana, preparamos nuestras cosas: mochila de ataque, guantes, crampones; hicimos una oración y comenzamos a caminar: el cielo estaba despejadísimo y se veía una cantidad impresionante de estrellas, como si alguien hubiera regado brillantina sin ningún tipo de cuidado.
“Hacía frío -prosigue-, pero algo de lo más normal. Al término de la primera etapa, pudimos mirar hacia el otro lado de la ruta: el horizonte tenía el naranja del amanecer. Se anunciaba el sol, y por aquel lado también se veían personas subiendo. Era un paisaje realmente único”.
Finalmente salió el sol. Él y su equipo -en el que iban dos de sus hermanos-, hicieron un alto en el llamado ‘Refugio Independencia’, donde había mucha gente de todas partes del mundo. Iban bien en tiempo. Todo salía a pedir de boca, sobre todo porque Meteorología había anunciado un día ideal para llegar a la cumbre, donde un sacerdote planeaba celebrar una Misa.
Su vocación al sacerdocio
El padre Berna comenzó a ir a la montaña cuando a penas tenía 6 años; era una actividad que practicaba con su padre y sus hermanos, y a través de la cual buscaban hallarse con Dios. Al cumplir los 12, se integró en Puebla a la Agrupación de Alta Montaña Pier Girogio Frassati, en la que organizaban salidas a algunas montañas de México y el extranjero.
Paralelamente a la práctica del montañismo, se fue suscitando en él una inclinación por la formación sacerdotal: si a los seis años le había entrado la idea de ser sacerdote, en la secundaria sintió más fuerte el llamado, y al ingresar a la preparatoria comenzó a llevar un proceso de formación más serio.
De manera que en diciembre de 2009, a sus 18 de edad, el padre Berna tenía dos propósitos bien definidos, uno inmediato y el otro más a largo plazo: el primero era conquistar la cumbre de la montaña más grande de América, el Aconcagua, y el segundo formarse para servir a Dios desde el ministerio sacerdotal.
A la conquista de la montaña
Ya antes había estado en el Aconcagua, a los 14 y a los 16 años, pero había ido únicamente como parte del grupo de apoyo; y ahora iba como parte de la expedición de la Agrupación de Alta Montaña Pier Girogio Frassati, así que se había preparado a conciencia durante todo un año para alcanzar la cima de la imponente montaña.
De madrugada, pues, habían elevado una oración grupal en ‘Nido de Cóndores’, se habían colocado sus guantes internos y externos, también los crampones y, cargando con la mochila de ataque -en la que se lleva sólo lo básico-, habían enfilado hacia la cumbre. Llegaron así al ‘Refugio Independencia’, y ahí se hallaron con muchas personas provenientes de muchas partes del mundo, con quienes compartían el mismo afán.
El grupo de los ocho mexicanos dejó finalmente el ‘Refugio Independencia’ y prosiguió el ascenso. “Había mucha emoción en mi corazón -dice el padre Berna-; estábamos a 6.500 metros de altura cuando vimos la cumbre, y empezamos la última parte del camino. Ya era casi mediodía. Vimos que comenzaban a aparecer algunas nubes”.
Cuando los ocho entraron a la última curva, conocida como ‘La Canaleta’, supieron que sólo faltaban 200 metros. “Ahí ya escuchábamos los gritos de la gente que llegaba a la cumbre, festejaban su logro, y más ganas nos daban de llegar. Pero a esa altura del Aconcagua no es tan rápido avanzar: se da un paso y se respira hondo dos veces, otro paso y lo mismo, para poder llenar bien los pulmones. Se requiere de mucha concentración.
Un sueño hecho realidad
Cuando el padre Berna y sus acompañantes llegaron a la cumbre, el cielo se nubló por entero; la ventana de buen tiempo se había acortado y ahora ya no quedaban huecos en el cielo. “Fue ahí cuando empezamos a advertir peligro -dice el padre Berna-. Al ver las circunstancias, desistimos de celebrar la Misa en la cumbre del Aconcagua. Sólo hicimos una oración. Yo tomé un puñado de piedritas para regalar a mis amigos y comenzamos a bajar”.
De manera que los ocho mexicanos se habían preparado fuertemente durante todo un año para alcanzar la cumbre del Aconcagua, en la que habían podido estar por escasos cinco minutos. Pero de cualquier forma para ellos había valido la pena.
Momentos de angustia
Llevaban aproximadamente hora y media en descenso, cuando se soltó una tormenta acompañada de un viento intenso. No podían escuchar más que el ruido de la tempestad. La nieve caía, pero el viento la levantaba y delante se veía todo blanco. Por si fuera poco, la temperatura comenzó a descender rápidamente: en cuestión de minutos, bajó de 10 a menos 30 grados centígrados o menos.
“Para acortar el camino, tomamos una ruta más directa conocida como el ‘Gran Acarreo’ -relata el padre Berna-, y ahí el viento comenzó a golpearnos. De pronto yo me sentí tan agotado, que mi cuerpo comenzó a entrar en un estado de supervivencia: no hacía caso al cansancio, sólo caminaba.
En un momento, el padre Berna quiso acomodarse los crampones -unos picos en las botas para andar sobre nieve-, se quitó los guantes externos, también los internos, y vio sus dedos blancos y duros. Sonaban si los chocaba, como si fueran de plástico. Se los mostró a un compañero, quien le dijo que se le estaban congelando.
Continuaron el descenso en la medida en que iban pudiendo. “Todo era caminar en ese estado de supervivencia que llevaba el cuerpo. Pero el cansancio fue aumentando; llegué a sentir un agotamiento que nunca antes había sentido. Y de pronto ya no tenia fuerzas ni deseos de seguir. Mi hermano me pateaba y me pedía que continuara avanzando. Yo ya me quería detener ahí. Pero mi hermano volvía a patearme y a decirme que caminara.
“Cuando cesó la tormenta, entre las 6:30 y las 7:00 de la tarde, estábamos muy lastimados. Yo además había perdido la vista. Eso sucede porque se cristaliza temporalmente una parte interna del ojo. Así que no veía nada. Otros dos de mis compañeros tampoco podían ver. Seguíamos caminando, íbamos cada vez más lentos, pero siempre juntos. Si alguno se rezagaba el resto lo esperaba.
¡Campamento a la vista!
Hacia la medianoche, alguien del grupo gritó que veía un campamento. Entre aquel campamento y la zona don de ellos se encontraban había una cuenca. Desde el otro lado alguien alcanzó a verlos desorientados y comenzó a darles indicaciones a gritos. “Hacia la Izquierda, hacia la izquierda”, decía.
“Era raro que alguien estuviera despertó a esas horas, ya que en ese tipo de montañas las jornadas terminan y empiezan muy temprano; la gente se duerme a las siete de la noche y se levanta a las dos de la mañana. Pero allá estaba aquel hombre tratando de dirigirnos. De cualquier forma ya no podíamos más, así que le gritamos que fuera por nosotros.”
El hombre despertó a sus amigos y fueron a rescatarlos. “A mí me cargaron entre dos -relata el padre Berna-. De aquel hombre que nos vio y corrió por sus amigos para que fueran a ayudarnos, no supe mucho. Sólo recuerdo que lo abracé, pero no pude verle la cara porque había perdido la vista. Supe que era español, que se llamaba Iñaqui y que trabajaba en la Base Española de la Antártida.
“Para nosotros ese hombre fue un milagro, porque Dios hace milagros a través de personas ordinarias. Él iba como todos nosotros a alcanzar la cumbre, pero con el desgaste que sufrió al rescatarnos, seguramente sacrificó su propia cumbre. Me quedé con muchas ganas de verlo a los ojos y decirle: ‘¡Gracias!’”.
Una mala noticia
En Argentina hicieron lo posible para aminorar el daño que habían sufrido sus dedos a causa de la tormenta en el Aconcagua, en espera de que, una vez en México, los médicos pudieran sanarlos. El padre Berna sabía que el daño era severo, porque había acorazamiento en las puntas, mucho tejido muerto y también tejido que había que ayudarle a sobrevivir.
En México, al principio estuvo en Puebla y después viajó a la Ciudad de México para acudir al Instituto Nacional de Rehabilitación, donde lo recibió un amigo suyo, un doctor montañista que revisó sus dedos.
“Él me dijo las cosas derechas -señala el padre Berna-, con toda honestidad: ‘Tenlo claro desde ahora -fueron las palabras del doctor-: te van a amputar; no esperes milagros en esto. Los milagros déjalos para quien no tiene fe. Pero para ti, que eres creyente, un milagro sería que un amigo que no va a Misa fuera a Misa”.
Cuenta el padre que fue una noticia tremenda para él. Se sentía sin ganas de orar. “Llegó el domingo, y ese día recibí la visita de mi hermana. Me dijo que la noticia del accidente se había conocido en su escuela, y que se había celebrado una Misa por mí en el auditorio, un espacio que es para unas mil personas. El auditorio se había abarrotado, y hasta sus amigos más ateos habían estado participando de la Misa. ¡Ahí fue donde reaccioné!”.
Hoy, el padre Berna mira sus manos amputadas por los dedos, y para él son el recuerdo de que Dios estuvo con él en los momentos más difíciles, y de que le dio una nueva oportunidad de vida.
“Mis manos me recuerdan que hay que vivir la vida sonrientes, felices, con agradecimiento, con asombro, con mucho gusto; disfrutar un vaso de agua, disfrutar el canto de los pájaros, los momentos de silencio, todo lo que Dios nos regala y que a menudo pasa desapercibido para nosotros”.