Historias de cuarentena: “Las cosas de Dios son las que valen la pena”
Haber padecido COVID-19 no le quitó la alegría a este seminarista; al contrario, lo hizo crecer en la fe.
Pocas semanas después de que Saúl Rodríguez decidiera abandonar una vida cómoda para seguir a Jesús como misionero, una pancreatitis lo puso al borde de la muerte.
En aquella ocasión, los superiores llamaron a su familia para que se despidieran de él, pues los médicos creían que no lograría sobrevivir. Contra el pronóstico de los doctores, se recuperó y logró terminar ese año como laico misionero e ingresar posteriormente al Seminario de los Misioneros Servidores de la Palabra, en Michoacán.
Esa experiencia -reconoce en entrevista- fue una lección fundamental para abrazar el camino que el Señor le pedía: dejarlo todo y seguirlo.
“Saliendo del hospital, el padre me dijo que me iría a mi casa a recuperarme junto a mi familia. Yo le dije que no, que no me iba”.
“Yo quise recuperarme en la casa de formación. Le prometí a Dios que, si me daba la salud, yo iba a hacer esa experiencia de misión. Tenía miedo de que, si me iba a mi casa, tal vez no regresaría”.
Pocos años después, otra enfermedad le ha dado nuevas lecciones. La pandemia de COVID-19 afectó especialmente al Seminario de los Servidores en Michoacán, causando la muerte de su rector, y enfermando a nueve seminaristas y sacerdotes, entre ellos Saúl.
“Jamás había sentido el abrazo de Dios como lo hemos sentido mis hermanos y yo en estos momentos. Es una alegría saber que cada día es un momento para alabar a Dios, para estar bien con Él, con nosotros y con nuestro prójimo”.
Antes de seguir su vocación, tenía una carrera bien consolidada en Torreón como Ingeniero Químico en Alimentos, con un trabajo estable y bien remunerado y una vida cómoda, con fiestas, amigos y novia. Pero siempre sintió que le faltaba algo.
La felicidad la encontró finalmente como Misionero Servidor de la Palabra y ni aquella pancreatitis ni el COVID-19, han logrado arrancarle la alegría de vivir fielmente su vocación. “Gracias a Dios, nos hemos fortalecido mucho más, la fe ha crecido bastante, y también la vida fraterna”, asegura.
“Es un regalo muy bonito. No hay tiempo que desperdiciar, cada momento es un momento para agradar a Dios y para ser feliz
Y es que, como él mismo reconoce, si algo ha aprendido en esta aventura como misionero, es que “las cosas de Dios son las que valen la pena”.
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