Hace 30 años, el domingo 6 de mayo de 1990, el Papa Juan Pablo II beatificó a Juan Diego Cuautlatoatzin en la Basílica de Guadalupe, junto con cuatro mexicanos, de los cuales, tres eran indígenas: los Tres Niños Mártires de Tlaxcala, y el sacerdote José María de Yermo y Parres.
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En aquella ocasión, el Papa realizaba su segunda visita pastoral a México, y en su homilía, dijo que “los cuatro primeros vivieron en las primicias de la siembra de la palabra en estas tierras; el quinto, en la historia de la fidelidad a Cristo, en medio de las vicisitudes del siglo XIX”.
En ese tiempo, hace tres décadas, la Iglesia se prepara la celebración del V centenario de la Evangelización en América.
Juan Pablo II señaló que “los mismos misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús”
El primer ejemplo que puso fue a Juan Diego que acudía al catecismo a Tlatelolco, y de quien dijo: “Él representa a todos los indígenas que acogieron el Evangelio de Jesús, gracias a la ayuda maternal de María, inseparable siempre de la manifestación de su Hijo y de la implantación de la Iglesia, como lo fue su presencia entre los Apóstoles el día de Pentecostés”.
La beatificación de Juan Diego vino a coronar esfuerzos de mucha gente al paso de los siglos, por ejemplo Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega, Luis Becerra Tanco y sobre todo a Lorenzo Boturini (1702-1755), quien ya pensaba en la beatificación y recolectaba todo aquello que, a su parecer, podría servir como prueba de santidad del indígena.
El 7 de enero de 1984 se publicó un edicto en la Basílica de Guadalupe informando que iniciaba el proceso canónico, y el 11 de febrero iniciaron las investigaciones para armar un expediente y en este proceso participaron y fueron consultadas personalidades como el Dr. Miguel León Portilla o el Padre Luis Ávila Blancas.
El 17 de diciembre de 1989 se publicó la Pósito del proceso y uno de los grandes investigadores sobre el tema: el Padre José Luis Guerrero, escribió en uno de sus libros: “Juan Diego no es un mero símbolo>; quedó reconocido oficialmente por la Iglesia como alguien enteramente real, una persona de carne y hueso, y su beatificación es totalmente verdadera.”
Juan Pablo II, en su homilía, finalmente señaló a Juan Diego como “una fuerte llamada a todos los laicos de esta nación para que asuman sus responsabilidades en la transmisión del mensaje evangélico y en el testimonio de una fe viva y operante en el ámbito de la sociedad.”
Al referirse a los Tres Niños Mártires de Tlaxcala: Cristóbal, Antonio y Juan, el Papa Polaco dijo que “en su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de como la evangelización es una tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido ni siquiera los niños”.
Finalmente, al referirse al Padre José María de Yermo y Parres, dijo que “en él están delineados los trazos del auténtico sacerdote de Cristo, porque el sacerdocio fue el centro de su vida y la santidad sacerdotal se meta… apóstol de la caridad, como lo llamaron, síntesis de la perfección evangélica, con una gran devoción al Corazón de Jesús y con un amor particular hacia los pobres.”
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Aquel domingo, en el que la Iglesia celebraba la Jornada Mundial de oración por las vocaciones, el Papa insistió en que el Buen Pastor conoce a sus ovejas, e hizo un llamado urgente a trabajar en la viña del Señor.
Juan Pablo II también dijo: “no podéis permanecer indiferentes ante el sufrimiento de vuestros hermanos, ante la pobreza, la corrupción, los ultrajes a la verdad y a los derechos humanos”, e hizo un llamado a ser la sal y la luz del mundo.
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