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29 de Octubre del 2017, XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Israel ha celebrado en el Sinaí una Alianza con Dios y ahí mismo ha descubierto que el hombre puede establecer un diálogo y una colaboración con Yahvé su Dios para realizar un proyecto común de amor. La iniciativa, como siempre, ha sido del Señor, pero […]

29 de Octubre del 2017, XXX Domingo del Tiempo Ordinario.

Israel ha celebrado en el Sinaí una Alianza con Dios y ahí mismo ha descubierto que el hombre puede establecer un diálogo y una colaboración con Yahvé su Dios para realizar un proyecto común de amor. La iniciativa, como siempre, ha sido del Señor, pero espera una respuesta del hombre. Israel concretiza esta respuesta con el Código de la Alianza, del cual hoy hemos escuchado algunos párrafos que enuncian una serie de preceptos ético-sociales en relación a las tres clases de ciudadanos privilegiados por Dios: ya que los forasteros, los huérfanos, las viudas y los indigentes no tenían ni defensor ni protector en la sociedad, Dios mismo se constituye como tal en la tierra de Israel, por esto, el Pueblo Elegido debe cuidar de ellos con delicadeza y amor. No se trata de una simple norma filantrópica racial, su relación con el mismo Dios es muy clara: “Si ellos claman a mí, ciertamente oiré su clamor…, yo los escucharé, porque soy misericordioso”.

Esta exigencia aparece con mayor claridad en el mensaje evangélico. Sabemos que el final del ministerio de Jesús está marcado por la polémica y la violencia hacia la Buena Nueva que ha venido anunciando. En este contexto debemos entender el párrafo de San Mateo que hoy hemos escuchado y en el cual aparece no sólo la controversia sino la absoluta originalidad del mensaje cristiano. Es bien conocido que en el tiempo de Jesús se presentaban al menos 613 preceptos y que muchas de las discusiones de los juristas y rabinos se daban para jerarquizar y sintetizar dichos preceptos. A primera vista parecería que Jesús entra en esta dinámica y que nos da su propia teoría resumiendo toda la ley en dos preceptos. En realidad Jesús apartándose de toda discusión legalista nos da “la perspectiva de fondo” con la cual se debe vivir toda la ley: El amor no es una simplificación de la multiplicidad de los preceptos y leyes, sino el fundamento, la clave o lo que le da vida, a toda la Ley y los Profetas.

Desde esta perspectiva Jesús supera una vez más el legalismo. Pues no se trata de un primer mandamiento entre otros muchos, sino del centro y núcleo de todos ellos y por ello mismo su fundamento. Lo que Jesús ha hecho es pues, mucho más que una simplificación, que también hacía falta, en medio de tantos preceptos e interpretaciones. Ha ido al centro, al núcleo, y así, dejando de lado la pregunta legalista, nos ha puesto cara a cara ante Dios y ante el prójimo. Nos ha revelado el carácter básico y nuclear de los dos mandamientos inseparables: amor a Dios y al prójimo.
La respuesta que Jesús ha dado en esta polémica, es una respuesta muy actual, pues algunas cosas no han cambiado mucho, ya que seguimos cubriendo con discusiones, con mecanismos de defensa, con teorías que nos parecen brillantes, nuestra lejanía del proyecto revelado por Dios. La permisividad ambiental, que parece trivializar y relativizar todo lo referente a la moral, y el pluralismo de la sociedad civil, que también cunde en la Iglesia, pueden generar en muchos de nosotros perplejidad o incluso inseguridad y escepticismo. Pero la respuesta de Jesús sigue siendo la misma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Esto es lo verdaderamente importante para el creyente. Ahora bien, Jesús no se queda en una abstracción, en una teoría. ¿Cómo amar a Dios? ¿Cómo amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Para que los fariseos de entonces y los cristianos de hoy no nos andemos por las ramas, añadió: “El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Así la tentación de pretender amar a Dios ya no puede convertirse en autoengaño o en vana credulidad, pues debe comprobarse y validarse en el amor efectivo a los demás.

En estas pocas palabras Jesús ha concretado la medida sin medida del amor. Hay que amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Hay que poner todas las fuerzas en amar. Y la medida es amar al prójimo como a nosotros mismos. En otra ocasión Jesús nos pondrá un ideal aún más alto: amar a nuestros prójimos como Él nos ha amado, como Dios nos ha amado. Tenemos que partir del amor propio, aunque sea sólo para valorar lo que hemos recibido y lo que somos capaces de dar. Hay que romper toda forma de egoísmo para amar a los demás como nos queremos a nosotros. Ésta es la verdadera sabiduría de la igualdad: no sólo no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan, sino hacer a los demás lo que queremos que los demás nos hagan. La tragedia de nuestro tiempo es que cada día se multiplican más y más las personas que no se aman, que no se quieren, que se autodestruyen. Quizá procedan así porque nunca se han sentido amadas. Los cristianos estamos llamados a romper este círculo infernal.

No lejos de mi pueblo hay otro pueblo más grande, Presidios, en donde un señor tenía una gran huerta frutal. De niños cada año visitábamos dicha huerta en donde había una sola regla, con un pequeño pago podíamos comer toda la fruta que quisiéramos, pero no podíamos sacar absolutamente nada. Había algunos niños tan pobres para los cuales el pagar el cobro de entrada era imposible. La regla de no sacar absolutamente nada de fruta siempre la cumplimos al pie de la letra, pero cuando estábamos dentro lanzábamos algunas frutas a los compañeros que no habían podido entrar. La vida humana en cierto sentido es como aquella huerta, no podremos sacar nada cuando salgamos de este mundo, esto lo vamos a recordar en el próximo día de los muertos. Pero mientras estamos en este mundo sí podemos compartir algunos de nuestros bienes con aquellos que no han podido entrar al banquete de esta vida y tengamos la seguridad que este será el mejor pasaporte para el banquete definitivo.

Somos muy hábiles para buscar pretextos, escondites o escapatorias para no ayudar a nuestro prójimo, a pesar de la claridad con que Jesús nos habla. En aquel tiempo le preguntaron a Jesús: “Y, ¿quién es mi prójimo?” La respuesta fue contundente en la parábola del Samaritano tirado en el camino. Quizá nosotros ya no nos atrevemos a preguntar para no recibir respuestas tan claras y en la práctica nos quedamos pensando que nuestros prójimos sólo son nuestros parientes, nuestros amigos, los que nos caen bien. Si ya el Antiguo Testamento nos hizo ver que nuestros prójimos son los que no tienen quien los defienda ni quien vea por ellos, como los extranjeros, las viudas, los huérfanos y los indigentes, Jesús nos insistirá en que el primer y principal prójimo es el pobre. El amor a Dios se va a manifestar, se va a realizar en el amor al pobre. Sin este amor al pobre nuestras oraciones y liturgias, nuestros estudios y predicaciones, nuestros cánticos y alabanzas, quedarían vacíos y sin sentido, ya que la gloria de Dios es que el hombre viva y viva en plenitud.