Homilía del Domingo XIX del Tiempo Ordinario Catedral de la Arquidiócesis de Tlalnepantla
“¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del Cielo?” (Jn. 6,42) El texto del Evangelio de este domingo afirma que esta pregunta corre como una murmuración contra Jesús. El da algunos indicios para que sus contemporáneos descubran su verdadera identidad como el Hijo de Dios encarnado, la misma presencia de Dios hecho uno de nosotros. […]
“¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del Cielo?” (Jn. 6,42)
El texto del Evangelio de este domingo afirma que esta pregunta corre como una murmuración contra Jesús. El da algunos indicios para que sus contemporáneos descubran su verdadera identidad como el Hijo de Dios encarnado, la misma presencia de Dios hecho uno de nosotros.
Sin embargo –se preguntan– “¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del Cielo? ¿No es este Jesús el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿No lo hemos visto crecer desde niño? (Jn. 6,42). No dan crédito a la Palabra de Jesús. Les parece imposible, y lo cuestionan de la misma manera en que nosotros lo habríamos hecho, si hubiésemos sido también habitantes de Nazareth en aquellos tiempos.
Pero esta afirmación de Jesús, muestra una realidad que cuesta trabajo descubrir, y sobre todo desarrollar para crecer en una dimensión que desconocemos: la dimensión espiritual. Y eso es lo que el Evangelio de hoy quiere decir sobre una dimensión esencial, fundamental de todo ser humano.
No somos simplemente cuerpos, sino que hay un espíritu dentro de cada uno de nosotros. Y ese espíritu es eterno, y además, está llamado a participar con Dios de la eternidad. Nuestro cuerpo nace, se desarrolla, y vamos pasando los años en diferentes etapas, aprendiendo el sentido de la vida. ¿Pero cómo desarrollamos la espiritualidad?
Esa es precisamente la dimensión que nos permite la relación personal con Dios. Con ese Dios que anhelamos ver; con ese Dios al que le suplicamos cuando nos apremia y nos desborda una necesidad, y no sabemos cómo comportarnos o reaccionar. Ese Dios es quien nos ha dado la vida y en quien confiamos.
Esta dimensión de la espiritualidad es una presencia real pero invisible que, sin embargo, se manifiesta a través de nuestra conducta. Por ello, hoy nos pide San Pablo algo que a veces parece difícil: “Destierren de ustedes la pereza, la ira, la indignación, los insultos, la maledicencia, y toda clase de maldad. Sean buenos y comprensivos, perdónense los unos a los otros, como Dios los perdonó por medio de Jesucristo” (Ef. 4,31-32). Son conductas que hay que evitar, y conductas que hay que realizar.
Y todavía San Pablo afirma algo más fuerte al inicio: “Compórtense así para que no le causen tristeza al Espíritu Santo, con el que Dios los ha marcado para el día de la liberación” (Ef. 4,31).
Este comportamiento que indica San Pablo no es fácil, lo sabemos. Solamente es posible si desarrollamos nuestra espiritualidad, que no es lo mismo que la religiosidad; es mucho más. La religiosidad ayuda a crecer la espiritualidad, pero con frecuencia le demos más importancia a lo religioso, descuidando el desarrollo de nuestra propia espiritualidad; es decir, priorizamos los actos establecidos para mantenernos en una religión. Creemos que, por cumplir los actos religiosos que nos enseñaron y transmitieron desde niños nuestros padres, ya la hicimos, pero nuestra conducta no lo refleja, porque nos hace falta desarrollar el espíritu. Porque solamente desarrollando el espíritu es como podremos vivir como Cristo vivió.
Esto permite entender lo que dice Jesús en el Evangelio: “Todo aquel que escucha al Padre, y aprende de Él, se acerca. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Yo les aseguro que el cree en mí, tiene vida eterna; es decir, la vida del Espíritu. Ese es el que ha visto al Padre. Yo soy el pan de la vida, yo soy el pan; y el pan que yo les voy a dar, el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn. 6,46-47). Por eso nos dejó la Eucaristía, por eso estamos hoy aquí.
Es cierto que muchísimos católicos todavía vienen el domingo a Misa porque es una obligación. Están tratando de cumplir la religión, pero debemos descubrir que venimos a Misa para encontrarnos con el Pan de la vida, porque de la misma manera en que el espíritu está en nuestro cuerpo, de una forma sutil pero real, Jesús está presente en el pan y en el vino que se consagran.
“Hagan esto en memoria mía” (Lc. 22,19), les dijo Jesús a sus discípulos. Y desde el inicio de la Iglesia, los primeros discípulos de Cristo se alimentaron del Pan de la vida.
Como lo vamos a escuchar dentro de dos domingos, Pedro le dice a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes Palabra de vida eterna” (Jn. 6,68), palabras que nos ayudan hoy a crecer en nuestro desarrollo espiritual.
En la primera parte de la Misa, la Iglesia nos prepara siempre para escuchar a Jesús, para escuchar su Palabra, sus enseñanzas, pero lo más importante es aprender a hablar con Cristo en persona. Por eso, decía Santa Teresita del Niño Jesús que, cuando comulgamos, es el momento más importante de nuestra vida espiritual. ¿Qué le decimos o qué le pedimos a Jesús, que se hace presente en nosotros? ¿De qué manera le agradecemos que nos acompañe, que nos fortalezca, que nos escuche?
Este es un diálogo espiritual, y haciendo diálogo espiritual; es decir, la oración cristiana, es como crece el espíritu. De la misma manera, cuando hacemos amistad con una persona, si no dialogamos con ella, no crece la amistad, no llegamos a conocernos a fondo. Así también es con Jesús-Eucaristía. Por eso son tan hermosas las Horas Santas, los momentos de silencio, el encuentro con quien está dentro de nosotros y nos acompaña.
El Señor nos ayude a fortalecer nuestra fe y a desarrollar nuestro espíritu a partir de esta presencia de Jesús en la Eucaristía, como Pan de la vida. ¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes Arzobispo Primado de México